Siento ganas de inventar cuando te miro y algunas veces, porque no son todas, sólo cuando te alzo o recién abro los ojos y estás allí, tan de frente y concentrada, o también cuando bailamos juntos y te resbalas y te ríes, o cuando te llevo a la cama y comienzas a girar de un lado a otro, sin parar, mientras te rascas la cabeza y pellizcas el aire, y quizá también, porque creo recordarlo, cuando naces, que es una sola vez en la vida, siento ganas de llorar emocionado.
Pienso en detalles: piruetas, mordiscos, palabras. En un abrazo de los tuyos, con tu piel perfecta. En tu manera de respirar, que algunas noches se entrecorta como si adentro llevaras escondido un sustito pequeño, de juguete, una ranita de hule que brinca y brinca en tu corazón de puño travieso.
Mírate. ¿Quién me iba a decir que ser echado de mi cama se convertiría en la forma más placentera de la alegría, en un indicio improbable de la esperanza? Debe ser por eso que siento ganas de inventar posibilidades, de convertirme en helicóptero y mostrarte todo desde arriba, de ser un oso, una cosquilla sostenida, un sabor o una sorpresa, de ser la canción que sale de tus labios con cada sonido, el punto invisible en la pared, tu baranda imposible; ay, hija, de ser el sueño que te llega y te resistes a tener porque es un juego, claro, y la verdad es que viéndote allí boca arriba y con los brazos abiertos, pocas cosas mejores, ¿no?
Pienso y pienso y pienso en tu mirada, me entretengo en ella, nado en mi imaginación para atraparte desde el rebote del brillo de tus ojos, yo sé que lo sabes, que lo has visto, que me ves y dices «déjame hacerme la distraída para que este narizón no se ponga otra vez con pucheros reflexivos», lo haces cuando te volteas de repente, casi como si nada, con un movimiento rápido, de aparente descuido, pero yo te conozco, pequeña, yo sé lo que llevas dentro; para qué describirla tierna y coqueta si es más que eso, tu mirada.
A veces me asombra pensar en ella e inmediatamente después en la profundidad, en el tiempo, en el infinito. Me maravilla descubrirme a través de ti, de lo que vas aprendiendo. Y recuerdo. Por lo general mi infancia y en ella a mi madre: tu abuela, esa mujer que no tuviste la fortuna de conocer. Ya te hablarán de ella, seguro, te dirán que donde quiera que esté te está cuidando. Puede que sí. Si de ella dependiera, no sólo te cuidaría, Carlota: sería tu luz, tu guía, tu oxígeno. Como ella no está, piensa —pienso yo, pero te digo que me calques— queda lo más próximo a sus buenas ideas y mejores intenciones: el amor que me dio, que es todo ella, y ahora, desde hace unos meses, también todo tuyo.
¿Cómo iba a adivinar que recibir en la cara una patada de tus pies de niña se convertiría en sinónimo del éxtasis nocturno? Hace un par de noches estuve bailando hasta tarde, en la calle, bebiendo, conversando con amigos; canté y rodé por la ciudad, miré el cielo, pensé en ti y hablé de ti, después leí, traté de escribir un poco, algo de teatro que no me salió, me divertí, me desvelé, pero créeme, con todo eso, que no fue mucho pero es bastante, la emoción más fuerte de esa noche, cuando no te tenía como ahora, dormida a dos metros de mí, robando el poco espacio que me corresponde en el colchón, no es siquiera un treintaidosavo —perdona que me ponga con términos matemáticos a estas alturas— de lo que naturalmente siento cuando me empujas, me pegas con tu cabecita o me clavas tu rodilla en la boca del estómago.
Mañana iremos a transformar: un parque en un espiral, una piscina en un océano con buques y sirenas, un centro comercial en una montaña de nieve. Con solo mirarte sé que es posible hacer de lo mejor un hecho, un buen principio y un mejor final, creo que podemos balancear nuestras manos en señal de alegría y juntarnos, ponernos frente con frente y jugar al cíclope, ver cómo los dos ojos se unen y se hacen uno gigante, sostener una nueva batalla de pestañas, que te gusta, aunque no hayas aprendido aún la técnica para ganarme, o levantarte para que me pinches la encía en tu exploración de rutina; creo que podemos seguir con esta hermosa costumbre de las miradas y los pensamientos y los sentimientos sin que te avergüences de mis amapuches exagerados, más melancólicos que fiesteros, pero eso será mañana.
Ahora sólo quiero apagar esta computadora y acostarme otra vez a tu lado para tener el privilegio de tu olor. Para que me digas, hija, sin hablar, quién manda en el espacio de esta habitación que ahora es mi alma.