Esta vez le hubiese comprado una torta, suelo hacer lo que otros quieren cuando ya es un poco tarde. Hace un año nos comimos una parrilla en El Carrizo y terminamos bebiéndonos un batido mixto en el Unicentro el Marqués. Como siempre, estuvo atenta a sus llamadas y mensajes del celular, repasó anécdotas, deberes, diligencias de la semana, me contó dos o tres chistes. Yo la escuché. Sentí que hacía falta algo.
Después se nos unió una de nuestras mejores amigas. Fue una celebración tranquila, a la calladita, con uno que otro registro de mi cámara digital. Ella se rió. Darnos la mano era importante. Compartir, aunque fuera en silencio, también. Cuando ella se reía a mí me gustaba verle los ojos.
Hoy busqué y no encontré un poema que escribí en 1999. Fue el primero que titulé con un nombre común: «La casa». Hablaba de una pelota de tenis que rebotaba en una pared blanca. Mis poemas son pobres, a veces no puedo evitar que parezcan canciones, pero a ella le gustaba todo lo que yo hacía. Aquella vez me atreví a leer «La casa» en voz alta, dos veces, y se puso a llorar. Dos veces. Nunca fui muy bueno correspondiendo gestos, tenía veinte años, eran las cuatro de la tarde y ya estaba borracho. Fue en el pasillo de una cocina, y olía a paella.
Una casa, justamente, fue lo que ella me dio antes de desaparecer. Además de su amor, su ilusión y su esperanza. Experimentar nuevos dolores, con la memoria puesta en sus palabras, es una señal del vacío que imaginaba, pero que no lograba detallar. Si hoy le escribiera un poema, un correo, una tarjeta de cumpleaños, le hablaría de la tierra. Es una idea que me gusta asociar a lo que somos cuando nos queremos.
Reconozco mi aversión al entusiasmo y el miedo que le tengo al desencanto; por eso, si no hay desenfreno y malas intenciones, celebro poco. Prefiero pensar, leer o distraerme a solas. Tampoco suelo darle importancia a las fechas. Ella lo sabía.
Esta vez le hubiese comprado una torta y eso no habría hecho mejor las cosas. Ambos lo intentamos, cada uno a su manera, y creo estar seguro de que estuvimos cerca de lograrlo. Me dicen que hay que mirar hacia delante y yo pienso que es el único maldito lugar al que he estado mirando toda mi vida. Con muy pocas excepciones.
Hoy, después del poema que no encontré, busqué otro papel. Un cheque. Ahí está, sobre la mesa del comedor. Eso es mirar hacia delante.
Mi madre nació el 10 de junio hace 57 años. Hoy cumple ocho días de muerte y no sé si es mejor lo que sucede, si existe un tiempo hermoso después de la vida, o si el cielo y el polvo se unen en el descanso de las almas. Sé que algunos me llaman y que no va a ser un gran día. Sé que tengo ganas de dormir y que la lavadora sigue dañada. También sé que el orgullo y la pasión fueron nuestros mejores derroteros y que su alegría, o el recuerdo que de ella me queda, me hacen poner cara de tonto enamorado.