No sé por qué nace un poema. Puedo reconocer cuándo lo hace, pero no el origen de su primer impulso. Borges decía que el momento en el cual el poeta concibe la obra, en realidad la va descubriendo.
«Según se sabe —comenta en una de sus famosas conferencias— en latín las palabras “inventar” y “descubrir” son sinónimas. Todo esto está de acuerdo con la doctrina platónica, cuando dice que descubrir es recordar. Y a lo cual Francis Bacon agregó que ignorar es saber olvidar; es decir, ya todo está, pero tenemos que verlo».
Roberto Juarroz, otro genio argentino, escribe en la nota introductoria de su Poesía Vertical, que «el poema se nos revela como invención y nos damos cuenta luego de que el poema es también descubrimiento de la realidad». O sea, que «la realidad sólo se descubre inventándola. La poesía es la visión activa».
El español Federico García Lorca, que al parecer sabía un poquito de poesía, dictó una conferencia en Granada, en octubre de 1928, titulada «Imaginación, inspiración, evasión», que después tomó el nombre de «La mecánica de la poesía»; en ella meditó sobre el acto creador y artístico, y dijo que «la imaginación fija y da vida clara a fragmentos de la realidad invisible donde se mueve el hombre» y que no se puede prescindir «de los términos reales. La imaginación está limitada por la realidad… tiene horizontes, quiere dibujar y concretar todo lo que abarca».
Yo releo esto una y otra vez y algo me queda claro, pero no puedo explicarlo con exactitud. Para mí, un poema es lo más parecido a una obra pictórica: te mueve o te deja en el mismo lugar. Te obliga a contener el aliento o te empuja a seguir como si nada hubiera pasado. Y ya está. Cinco segundos, cuarenta y siete segundos, dos minutos y medio. La noche entera. Una semana. Toda una vida. Ahí se queda el poema, como se queda la imaginación que comienza a volar frente al cuadro. Y así nace también, un poco de pronto: te sorprende un día, te llama otro, te hace cosquillas y crece.
¿Es eso lo que hace bueno a un poema? No lo sé. No lo sé, pero tampoco me importa tanto.
En una ocasión, en Sao Paulo —esto ya lo he contado antes— me invitaron a una mesa literaria para conversar sobre «prosa y poesía en América Latina». Con esta delimitación casi inexistente, decidí que no tenía sentido hablar sobre mí ni sobre mi obra, ínfima y desconocida, sino que aprovecharía para leerle a los presentes en aquella linda librería dos poemas de Eugenio Montejo y otros dos de Rafael Cadenas. Apoyado en un amigo escritor brasileño, hice una traducción apurada del español al portugués, y los leí en mi portunhol silvestre. Había fallado la electricidad, recuerdo, y estábamos a la luz de las velas. Al terminar de leer esos cuatro poemas, un señor tomó la palabra con lágrimas en los ojos. Desconozco si era un hombre extremadamente sensible, pero lo que dijo esa tarde antes de pedirme un abrazo, conmovido y sorprendido, fue suficiente para mí: es lo más cerca que estaré nunca de la poesía. También de Rafael Cadenas y de su obra.
Cuando mis amigos o conocidos me quieren enviar sus poemas para que les diga qué opino, tiemblo. Primero, porque me considero un mal poeta. Segundo, porque no hay un ejercicio que me parezca más pretencioso y baladí que evaluar la poesía de otra persona. Tercero, porque entiendo poco sus reglas o siento que no las necesito. Quizás porque he releído poemarios que un día me parecieron maravillosos y después no tanto y después sí. El encuentro del lector con un libro es también una fotografía del momento. No le resto mérito a la crítica literaria; de hecho, me parece importante y necesaria, creo en el beneficio de los cánones y las élites. Sé lo que implica para mí una búsqueda estética, una vocación política, una mirada del mundo, pero no sé decir con certeza por qué un poema puede ser bueno o malo. Es todo.
Entiendo que a veces leo algunos poemas que me atrapan y me cimbran y me hacen sentir distinto. Y con eso me basta. Un poco como el vino, supongo: hay sabores de sabores, uvas de uvas, cosechas de cosechas, barriles de barriles, precios de precios, pero el mejor vino es el que te gusta. Eso he leído, en eso creo.
Pues bien, yo, que comencé a escribir sobre los 18 años e intenté primero con una obra de teatro, lo siguiente que quise publicar fue un poemario. Emocionado, imprimí unos seis o siete ejemplares. Quizás ocho o nueve. Los regalé. Pensaba mucho en las combinaciones de palabras, en las frases, en las metáforas, me dejaba envolver por una sensación extraña de arrobamiento, trataba de comprender a qué olía el aire que respiraba, pero sobre todo me inquietaba la idea de ser un escritor. Y un escritor que no publica no es un escritor, pensaba. Más que crear, en aquel entonces quería publicar: que me leyeran y me reconocieran.
Es un error natural. Hoy también quiero publicar y que me lean, pero me interesa más la fase previa del proceso. Escribir, corregir, reescribir, releer. Lo que ocurre es que hoy no escribo poemas porque no me salen, no me nacen de los dedos como sí pasaba hace doce o veinte años. Hoy solo escribo crónicas, cuentos, novelas. Y con mucho esfuerzo.
Soy narrador, así nos llaman. Sin embargo, hace meses escribí un poema que no sé a cuenta de qué vine a descubrir, un poema que tal vez no sea uno sino varios, y que no sé si sea bueno o malo según qué medida. Pero un poema (o varios). Un poema que tampoco sé cómo comenzó a juntar sus frases, cómo convive ahora consigo mismo y cómo me ha permitido dejar de ignorar su realidad invisible.
¿Qué es eso que ahora he visto aunque ya estaba? ¿El desprecio por un momento que no he vivido? ¿Una advertencia que surge del miedo? ¿Una contradicción? ¿Me he detenido a hablar solo, como hacen los locos?
No sé por qué nace un poema, pero sé que un poema en realidad no necesita de textos introductorios, de prefacios ni antesalas, y aún así he querido compartir contigo esta reflexión gratuita. Porque me ha sorprendido. Y eso es suficiente.
I
Hay formas diferentes de enfrentarse al mundo
hablar de la peste la guerra el destino
la ansiedad
el esplendor de las revelaciones
la resistencia humana.
Todo lo que querías
reabrir dimensiones como
quien nada a diario en los mares
peregrinos del consuelo
como quien opina todas las tardes de aquello
que no conoce
Si el viaje es descubrimiento
el destierro es asombro
la retórica interna de la parálisis
el luto de las aguas
A veces cuenta la bondad
también la alegría
agazapada
detrás de las hojas temblorosas de la noche
II
El tiempo es indetenible
el cambio
las siembras del deseo
inalterable.
Somos constantes:
hay niños que corren desprevenidos con los pies rotos
hay niños sin pies
niños que no corren.
No hay estrella sin destellos
fecundidad sin desnudo
ruinas sin pasado
fragilidad sin esperanza
III
En alguna época fuimos hombres versus lobos
hoy somos hombres
versus hombres
los hombres siempre han sido lobos
los lobos no desaparecen
incendiamos caseríos y olvidamos el dolor
descubrimos que la paz no alcanza
la melancolía es selectiva
el miedo
impulso protector
la fe
nuestro mayor escudo
IV
Dicho de pronto: ojalá pudiéramos
¿qué?
saber que hay formas diferentes de enfrentarse al mundo.
En silencio
V
Si no te gusta la historia no te acerques a la poesía
si le temes a la poesía no busques cuadros realistas
Violamos mujeres después de ver
cómo incendiaron nuestras casas y violaron
a las mujeres de nuestra aldea
fuimos fuego y cenizas y mujeres violadas
botas manchadas de sangre y lodo
hoy no sabemos ni qué somos
tal vez perdón
promesas fallidas
lobos famélicos pidiendo agua
rastros de pólvora bajo las ramas del día
como aquellos ojos que se niegan a abrirse
VI
Las manos invisibles de la ceguera
lo llaman desahogo:
opinamos a diario sobre aquello que desconocemos
y
volvemos
a
empezar
VII
Los árboles no van a la guerra
la ven llegar
a la guerra se va a matar para no morir asesinado
eso dicen los que han ido y pudieron
volver a sus hogares
conocieron el paso de un tiempo bifurcado en dos dimensiones
los árboles, en cambio, permanecieron sembrados
casi inalterables
Sabemos
que nunca vuelven los más cuerdos y sensibles
Sabemos
que reina la mezquindad y a veces
el magma del delirio
Sabemos
que cuenta la suerte y otras la memoria
También sabemos que algunos de los que fueron a la guerra
estuvieron dispuestos a amar y a perderse
porque un fantasma nos lo ha dicho
está escrito en un libro al que le arrancaron las páginas
en algún momento olvidaron por qué habían llegado hasta allí.
Siempre pasa
soñaban con un lugar desconocido al que oyeron agonizar a distancia
como el cascabeleo de unos huesos sin heridas
como la piel abriéndose, ensartada en un muro con púas
el repulsivo ardor de la levedad y la ignorancia
el ridículo puro diciendo
«aquellos que hacen sonar las trompetas,
¿realmente saben cómo silban las balas?»
VIII
Cuenta apenas el aire
la tregua de la Tierra primitiva
sus montañas pequeñas y grandes
rociadas del ruido sinfónico de las cuatro estaciones
el crujir de la nuez cuando cae de la punta de la rama
como se cae un diente después de un golpe seco