Una guacamaya camina sobre la rama de un árbol enorme. También hay una urraca. Una pareja las sigue con la vista. Al frente hay más árboles y, detrás, un colegio. Son las ocho de la mañana de un martes y el ruido de los motores pelea con el de las chicharras.
Los llantos y los gritos se escuchan menos.
Aún es temprano para el movimiento que genera el Servicio Nacional de Medicina y Ciencias Forenses de Caracas, en Venezuela, mejor conocido como la morgue de Bello Monte. El tránsito de carros y autobuses es incesante. Cuando ruedan frente a la edificación, se mueven hacia el medio de la vía, como tratando de evitar los bordes de la tristeza. Rozan lamentos intermitentes.
Frente a la fachada hay medio centenar de personas: santeros, mujeres, funcionarios que van y vienen, motorizados con sus cascos. Conversan. Tramitan su sufrimiento. Hay una hilera de catorce motos parqueadas junto a la acera. El olor es una mezcla de Creolina y cuerpos en descomposición.
El estacionamiento está lleno. Es visible la presencia de uniformados de distintos cuerpos de seguridad, entre ellos de la Guardia Nacional Bolivariana. Muchas pistolas a la vista.
En el flanco izquierdo de la institución hay un puesto de comida, donde la presencia de policías es más común esta mañana. Cuatro de ellos, todos hombres, posan para una foto. Ríen a carcajadas. Del otro lado de la calle, sin embargo, los kioscos de golosinas y desayunos aún están cerrados. La dueña de uno confiesa que no abre tantas horas al día como antes para prevenir posibles robos.
Todo aquel que ha lidiado con la muerte sabe que después del dolor, la impotencia y el vacío llegan las fotocopias: documentos, registros, certificados. Y allí, junto a uno de los kioscos, hay una fotocopiadora, sobre una mesa de plástico que está en la acera, cubierta por un toldo.
Frente a ella, un hombre dice que a su sobrino de quince años lo mataron durante una fiesta que se celebraba en Catia, un sector inmenso y popular del noroeste de Caracas. Según su relato, unos criminales que iban en moto soltaron una ráfaga de tiros y el adolescente cayó fulminado en el acto. Hirieron a otros, incluyendo a una mujer embarazada. Dice que ya no se puede ni celebrar una fiesta. Que hay que encerrarse.
A Oscar le mataron a su hermano menor en La Vega, una barriada del suroeste. Me muestra una foto en su teléfono. Dice tranquilo: “Y este es el segundo de mis hermanos al que asesinan. Mi mamá está destrozada”. Una banda que disparaba en un callejón le dio un balazo al muchacho. Óscar no supo quiénes eran. Hace dos años unos ladrones entraron a la casa de su otro hermano y lo ahorcaron.
Oscar afirma que en La Vega hay grupos armados que se autodenominan colectivos y les dan armas a los jóvenes para que roben. No ofrece nombres, no tiene pruebas, pero insiste en que por su zona saben que es así porque viven en el mismo barrio donde él tiene toda su vida.
Estos colectivos suelen asociarse al gobierno chavista, por ideología y para la defensa político territorial de sus comunidades. Algunos hacen labores socio productivas. Otros están armados, custodian zonas donde detentan el poder y actúan como fuerzas de choque. Sobre algunos de sus integrantes pesan acusaciones penales.
Crímenes hay en todas las ciudades de América, desde Nueva York hasta Río Grande, pero solo en junio se estima que ingresaron a la morgue de Caracas unos 500 cadáveres. Una calamidad. Venezuela tiene una tasa de 73 muertes violentas por cada 100 mil habitantes, según las cifras de la investigadora Dorothy Kronick. Está entre las más altas del mundo.
Frente a la misma fotocopiadora, una joven morena, delgada y de baja estatura cuenta que un policía asesinó a su sobrino de 19 años en Petare, la barriada más grande y poblada del continente. También dice que el uniformado era violento y que empujó a su madre, la abuela del chico. Que los amenazó a todos y a él lo mató allí mismo, en su propia vivienda. Que tiene más de tres días esperando que le entreguen el cadáver. Sus ojos están aguados. Es la estampa de la rabia cruda.
El gestor de una carroza fúnebre se impacienta y la presiona, afirma que el cuerpo está en muy mal estado, les pide que se apuren. La tía del chico no para de hacer llamadas. Le responde al gestor, viejo, tostado y flaco como la rama seca de un árbol, que deben esperar media hora porque falta algo. O alguien.
El sol comienza a hacerse sentir. El hombre conversa con una prima del muerto. Regatean precios sobre el servicio funerario. Él trata de cobrarle un extra, repite que lleva prisa y se queja de la situación del país. La prima del muerto responde: “Tú no eres el único que está jodido, mijo”, y ríe con amargura.
A los gestores de las funerarias que buscan familiares de muertos pobres en la morgue les llaman “zamuros”. Ganan porcentajes por cada cuerpo que lleven al velatorio. Un cadáver: un contrato. Dicen que su negocio ha bajado por las pólizas de seguro y porque, además, los dueños de las funerarias rechazan velar personas asesinadas porque resulta peligroso. Cuando lo hacen “cobran un ojo de la cara”. Por supuesto, es una metáfora.
Desde 2014, a los «zamuros» no les permiten ingresar a las salas donde tienen a los muertos de la morgue. ¿La razón? El control. Evitan filtraciones sobre el abultado número de cadáveres, el deterioro de la edificación, la desasistencia y las malas condiciones de trabajo: faltan guantes y tapabocas, herramientas para la disección, a veces falta agua.
Sin embargo, en junio de este año, 2016, documentos periodísticos en Venezuela dejaron al descubierto lo que era un secreto a voces: la morgue es, en sí misma, un cuerpo en descomposición. No en balde, el pasado 26 de julio su exterior amaneció cercado para restringir aún más el acceso de periodistas.
Estos “zamuros” tienen décadas acudiendo a la misma fachada de cemento, árboles y pestilencias, atendiendo a los familiares de las víctimas, se conocen al dedillo los procedimientos de la rutina mortuoria en una ciudad azotada por el crimen. Hablan desde lo que creen o intuyen a fuerza de costumbre. No les interesa constatar nada y el dolor no los aflige como al principio, hace cientos de miles de muertos.
El Zamuro X pide que no se mencione su nombre, “porque después uno se perjudica y se jode”. Corpulento, barrigón, ojeroso, de voz ronca, afirma tener 40 años haciendo lo mismo. Él sabe que los cuerpos no están refrigerados. Dice que ellos se dan cuenta cuando trasladan a los difuntos hacia la furgoneta. Repite que adentro montan un cadáver arriba del otro, pero que “eso ha sido así toda la vida”.
¿Ha notado un aumento de muertes violentas en los últimos meses?, le pregunto. Y él responde: “Sí ha habido aumento, como también te digo que hay fines de semana en los que uno pregunta: ‘¿Cuántos hubo? ¿Nueve? ¡Coño! ¿Tan poquito?’. Todavía quince o veinte es poquito. Un fin de semana normal pasa de los 50 muertos”.
A los cadáveres los marcan con un precinto que tiene una numeración por mes y que —según el Zamuro X— antes estaba a la vista de los familiares; de hecho, eran llamados por ese número cuando debían buscar el cuerpo. Actualmente es confidencial, para lectura exclusiva de las autoridades de ciencias forenses: “Esas son sus normas ahora y uno se las respeta, si no, imagínate”.
Este hombre cuenta que la extorsión es común en ese lugar, donde funcionarios sin escrúpulos exigen dinero a familiares de las víctimas para agilizar trámites o incluso entregar cuerpos. Cuando el homicidio es moneda corriente, se naturaliza la violencia. O viceversa.
Frente al edificio principal se levanta un memorial, un paredón con nombres como homenaje a policías caídos. Esas placas son la constancia de una guerra que se ha encarnizado en las últimas décadas entre delincuentes y uniformados.
Para combatir el hampa y la organización de bandas criminales que tejen redes desde las prisiones y roban, secuestran, extorsionan o asesinan, el gobierno ideó el Operativo de Liberación y Protección del Pueblo (OLP), el vigésimo segundo plan de seguridad impulsado por el chavismo, luego de 17 años en el poder.
En julio se cumplió el primer aniversario de este operativo armado, represivo y sin un marco legal publicado de manera oficial. El resultado: tantas dudas como muertos y abusos policiales.
Bajo la excusa del enfrentamiento y la tesis de que no combaten al hampa común, sino a paramilitares —colombianos—, la policía y la guardia venezolana han aniquilado a famosos ladrones, homicidas y traficantes, pero también a personas inocentes. Diversas ONG y especialistas en estudios penales dan cuenta de detenciones arbitrarias, desalojos masivos y ejecuciones extrajudiciales.
Las cifras se leen como un epitafio: en Venezuela no han disminuido las muertes violentas. Se han denunciado mafias dentro de los organismos de seguridad. Caen policías, caen delincuentes, caen jóvenes y despistados que nada tienen que ver con esta guerra y respiran a diario uno de los mayores dramas que enfrenta la población: el de vivir entre el miedo de recibir un balazo o tener que ir a la morgue a reconocer un cuerpo, para después cruzar la calle y sacar fotocopias.