Hay venezolanos pobres y desempleados, ricos y dueños de empresas, los hay respetuosos, nobles y educados, también malagradecidos, cómodos y arbitrarios; los hay emprendedores y generosos; alegres, esperanzados y admirables, como los hay abusadores y mezquinos, o desafortunados y llenos de rabia; algunos duermen en albergues o venden dulces en la calle, otros tienen hogares con piscina y empleadas domésticas. Son seres humanos, no caricaturas.
El primer grupo numeroso de migrantes venezolanos llegó a Colombia durante la primera década de este siglo, sobre todo a través del Aeropuerto Internacional El Dorado. Eran, por lo general, empresarios o profesionales de clase media con estudios superiores. En años recientes hubo otras dos grandes oleadas que entraron por la frontera. Ahora lo hacen a diario. A grandes rasgos, según las cifras de Migración Colombia, se trata de un volumen mayor de ciudadanos con menor poder adquisitivo, personas que no siempre legalizan sus documentos y llegan desesperadas por la dictadura del chavismo.
Sin ahorros, incluso sin pasaporte y con niños pequeños, esta gente ha decidido emprender una travesía de días o semanas, en buses o a pie, para reinventarse desde el escape, a pesar de los riesgos. Heridos por dentro y por fuera, esta migración forzada es de proporciones históricas. El sociólogo venezolano Tulio Hernández, que ha estudiado el fenómeno, afirma que nunca dentro de América Latina tal cantidad de coterráneos habían abandonado su tierra en tan poco tiempo. Es un proceso masivo y veloz. Ni los venezolanos estaban preparados para irse ni los países del continente estaban política y administrativamente listos para recibirlos de la mejor manera.
La migración de venezolanos no ha parado de aumentar año tras año desde el 2015, incluso hacia España, Italia y Portugal, países que a mediados del siglo XX vivieron procesos migratorios masivos, y que hallaron en Venezuela un buen refugio para sus ciudadanos. Estos datos son públicos y se pueden revisar en la web de la Organización Internacional para las Migraciones.
Actualmente hay 1’174.743 venezolanos en Colombia, según cuentas oficiales. De ellos, más de seiscientos mil tienen entre 18 y 39 años: una gran fuerza productiva, aunque no todos llevan sus documentos en regla. La mayoría vive en Bogotá D.C. o en los departamentos de Norte de Santander, La Guajira y Atlántico.
Parece haber una obsesión por los números, que no pocos políticos tratan de aprovechar para su demagogia. Sin embargo, aunque sea obvio no siempre es evidente: detrás de cada uno de ese millón y pico de venezolanos hay una historia de dolor, crecimiento y aprendizaje. Sufren por sus familias rotas y celebran por haber recuperado placeres cotidianos. Estos y aquellos comienzan a echar raíces. Se trata de un fenómeno decisivo para el futuro de Colombia.
No existe un rostro único, pero la ruinosa realidad política, social y económica de la Venezuela actual brinda un contexto que permite agrupar un mosaico testimonial para tener una idea menos plana sobre lo que enfrentan y padecen en sus nuevas ciudades. En BOCAS quisimos abrir nuestras páginas para saber quiénes son, qué hacían antes, qué hacen ahora, cuándo llegaron, cómo se han adaptado, qué anhelan y qué los motiva a seguir en pie.
1. Samuel Salazar. 30 años
Soy licenciado en Turismo, en Venezuela fui asesor de viajes y agente de tráfico aéreo. Hoy trabajo haciendo domicilios con Rappi. Ser turista es fácil, pero ser emigrante es para valientes. A mí nunca se me había pasado por la mente vivir en otro país, las dificultades me empujaron. Fue una mala noticia para mis padres, un golpe fuerte, hoy tengo más de dos años sin abrazarlos, pero lo hice para darle un mejor futuro a mi familia.
¿Cómo fue el aterrizaje?
Al llegar a Colombia encontré un trabajo empacando maletas con una empresa en el Aeropuerto El Dorado, y pensé que allí comenzaría a despegar. Madrugaba todos los días a las cuatro de la mañana, trabajaba hasta las seis de la tarde. Se suponía que me pagarían diez mil pesos diarios por lo que durara mi período de pruebas, que fue de dos semanas. Al terminar me dijeron que no me necesitaban, y tampoco me pagaron. Eso me dio duro. Además de eso soy baterista profesional, estudié en el Instituto Universitario de Estudios Musicales; no es fácil dejar a tu familia y todo lo que tienes, renunciar a tu pasión y a tus sueños. Aquí he tenido que aprender a escribir mi nueva historia. Con lo que gano en Rappi me he logrado sostener y manejo mi tiempo. Estos procesos son buenos, te enseñan. Y los cambios no son de la noche a la mañana. Un árbol no lo rompes de un solo guamazo.
2. Glendys Edyanir Bernal Curvelo. 18 años
La crisis acabó con todo en Venezuela. Mi mamá padece artritis reumatoide, y cada vez se hacía más complicado conseguir medicamentos. Eso me llevó a emigrar, porque en Colombia puedes trabajar y ayudar a tu familia con lo poco que ganas; en mi caso, con las medicinas. Tampoco me quedaban esperanzas en mi país. Llegué a Colombia en junio del 2018. Allá era estudiante y aquí me gano la vida como pueda siempre que sea un trabajo honrado. Quiero hacer otras cosas, comenzando desde abajo, con esfuerzo.
¿Qué ha sido lo más difícil de este cambio?
Estar lejos de mi familia, no ver crecer a mis sobrinos, no poder disfrutar sus logros ni compartir sus tristezas. Aquí muchas veces no valoran lo que haces para ayudar a tu gente. Hasta hace poco trabajaba doce horas diarias como mesera en un bar, de tres de la tarde a tres de la mañana. Me pagaban apenas 254.000 pesos mensuales, pero lo hacía por necesidad. Una de esas noches se me acercó un cliente a pedirme el baño. Al salir, me preguntó cuánto le cobraba por una noche con él. Me indigné, pero con la buena educación que recibí en casa le dije que estaba equivocado, que yo no era esa clase de chicas. Entonces me agarró del brazo por la fuerza. Yo me asusté mucho. Como pude lo empujé. Él me decía que yo valía máximo diez mil pesos. Me ofendí porque aparte de ramera me llamó barata, y ahora lo cuento como si fuera un chiste, pero la verdad es que estaba aterrada. Por fortuna, los chicos del bar lo sacaron.
¿Conoce a otras chicas venezolanas a las que les haya pasado algo similar?
Sí. Hay personas de acá que creen que nos pueden ofender porque tenemos necesidades o porque andamos urgidas de dinero para sobrevivir. Yo respeto a las chicas que venden su cuerpo, pero no todas vinimos por lo mismo.
¿Y qué es lo mejor que le ha pasado desde que llegaste a Colombia?
Aprendí a valorar más cada cosa, por mínima que sea. He conocido gente excepcional, he aprendido de gastronomía y música; eso me ha convertido en un mejor ser humano.
3. Isaías Guillermo Gómez Villareal. 43 años
Soy arquitecto y artista plástico. En el 2016 fui víctima de extorsión por parte de un sindicato de construcción que irrumpió de manera violenta en una remodelación que estaba haciendo en Venezuela. Me amenazaron con un arma de fuego, querían una suma de dinero semanal impagable. Al seguir siendo acosado por estos delincuentes, di por cancelado mi contrato y no concluí la obra. Mi esposa y yo pertenecemos a la iglesia Católica, éramos vecinos conocidos y apoyábamos actividades de la oposición. Por eso y por algunas entrevistas en medios, los delincuentes me ubicaron y llegaron hasta mi hogar con amenazas. Además, mi esposa fue víctima de un secuestro express. Era inaguantable. Decidimos irnos de Venezuela. Hoy vivo en Risaralda y puedo decir que la tranquilidad de caminar sin angustia por las calles no tiene precio. El recibimiento de la iglesia en el sector donde vivo, la calidez y el respeto de las personas de mi comunidad ha sido muy positivo.
En Venezuela usted tenía una firma de construcción y remodelación. Aquí ha debido reinventarse, como muchos venezolanos.
Me ha tocado salir a la calle a vender comida de puerta en puerta, a trabajar de obrero o como ayudante por horas en alguna construcción; en fin, hacer cualquier cosa que se me presente para ganar dinero. Hoy me dedico al emprendimiento familiar: hago pasteles, vendo productos orgánicos y fabrico piezas decorativas. Ha sido difícil porque no he tenido la oportunidad de un empleo, pese a que cuento con el conocimiento académico, la experiencia, la capacidad y la voluntad, algunos dicen que es por mi edad, otros que es por mi nacionalidad.
¿Dejó familia en Venezuela?
Mi madre falleció en diciembre en Venezuela, mi hermana vive en Ecuador, solo somos dos hermanos. Casi toda mi familia está fuera. A esta noticia, que es devastadora para cualquier hijo, súmale que se presentaron situaciones que parecen sacadas de una novela macondiana de García Márquez. Mi impotencia es mayor porque no puedo viajar, tengo el pasaporte vencido a causa de las fallas y arbitrariedades de las autoridades venezolanas. Tampoco cuento con la solvencia económica que tenía antes, se me dificulta viajar por tierra, y más con la incertidumbre de no saber si me dejarán salir de mi país. El dolor es enorme. Yo quería sepultar a mi madre.
4. Victoria Eugenia Zamora Salazar. 29 años
Soy colombiana y llegué a Venezuela siendo una niña. Allá vivía en Punto Fijo, recientemente terminé una licenciatura en Comunicación Social, pero no pude asistir a mi acto de grado ni recibí mi título por tener mis documentos vencidos. Volví a Colombia en agosto del 2018.
¿Qué hacía en Venezuela?
Allá tenía un local de empanadas y arepas maracuchas. Me iba bien, pero comenzaron a escasear los alimentos; también el efectivo, y yo no tenía datáfono. En noviembre del 2017 me vi obligada a cerrar mi negocio. Me cansé cuando empecé a ver que todo estaba muy caótico y el dinero no alcanzaba; comprar queso o un cartón de huevos se convirtió en un lujo. Yo tengo una hija de diez años y uno de dos años y medio, no quiero que se acostumbren a una vida de mendigos, ni que sean mediocres ni que den lástima; quiero que vivan, no que sobrevivan. Por eso me devolví a Colombia, con el dolor de mi alma. Nací en Cali y amo mi país, pero la mitad de mi vida la pasé en Venezuela y eché raíces; allá siguen mis hijos.
¿Y a qué se dedica acá?
Trabajo cuidando niños, interna en un hogar de otra familia.
¿Ha logrado conseguir lo que buscaba en esta vuelta a su país?
Juro que cuando llegué no tenía ni un par de tenis, y hoy en día la que mantiene mi hogar en Venezuela soy yo. Le he podido enviar dinero a mi familia, les pude regalar sus estrenos navideños a mis niños, una ropita que no hubiera podido comprarles allá ni que trabajara durante todo el año. Hasta a mi esposo le pude comprar algo. Y yo me compré un celular, allá no lo hubiera logrado. Pero despegarte es muy difícil, nunca me había separado de mis hijos.
¿Vivió algo similar cuando su familia emigró a Venezuela?
Sí, yo sé lo que es dormir en el piso porque a mi familia le tocó cuando llegamos allá. Soy una guerrera, pero ¿sabes qué es duro? Darme un gusto aquí que yo sé que ellos allá no pueden, como comerme un tamal o una torta cuando me provoque. Y además está el miedo a recibir una llamada en la que me den una mala noticia, porque allá la gente se muere hasta por falta de jeringas en un hospital. Y yo tengo a mi mamá enferma. Ese miedo no desaparece.
Yo en Venezuela trabajaba en la industria petrolera, era andamiera y mecánico montador en la refinería El Palito. Salí de mi país por Maicao, una frontera fea y peligrosa, con destino a Santa Marta, pero no me gustó, por eso seguimos hasta Barranquilla.
¿Por qué no le gustó?
En el viaje nos tocó ir en el pasillo del bus y nos acusaron de ladrones a mí y a mi esposo. El chofer nos defendió. Tampoco me gustó Barranquilla porque vi mucha pobreza. El mismo día que llegamos salimos hasta Cúcuta, donde mi esposo encontró trabajo en una fábrica de zapatos. Yo hacía retiros de dinero por Wester Union, me pagaban veinte mil pesos por cada retiro.
¿Era legal?
Era como una mafia que enviaba dinero a Chile, a mi esposo el estrés le ocasionó una parálisis facial. Guapeamos y pateamos calle, hasta que un día le dije que Cúcuta no era nuestro destino. Él contactó a un hermano suyo y llegamos a Bogotá. A los dos días nos sacaron del apartamento. Era una estafa. Pasamos trabajo. Yo fui auxiliar de cocina y después trabajé haciendo morcillas. Mi jefa me humilló como le dio la gana, a mí y a mi esposo. Ella lo puso a trabajar y no le pagó. Después nos fuimos a Soacha. Nos tocó duro. No le miento cuando le digo que con un huevo comíamos cuatro personas.
6. Carlos Guerrero Roa. 47 años
Foto: Pablo Salgado
Soy ingeniero electrónico, especialista certificado en protección de incendios por la Asociación Nacional de Protección contra el Fuego (NFPA, por sus siglas en inglés). Hoy trabajo para una empresa que tengo en sociedad con otros colegas y forma parte del grupo TECSES. A los dueños de este grupo los conocí hace años; ellos me contrataban para que viniera a realizar trabajos puntuales.
¿Cuándo decidió vivir en Colombia?
A mediados del 2015 me ofrecieron un contrato como director de obras por una licitación que habían ganado en Bogotá: el suministro e instalación del sistema de extinción de incendios en el Centro Comercial Parque La Colina, pero yo no quería dejar mi empresa en Venezuela. Entonces negociamos. Aterricé con visa de trabajo. El contrato incluía el arriendo de un apartamento, un carro y boletos de avión para visitar a mi familia. Yo no me quería venir, lo hice porque mi esposa estaba cansada de la humillación de tener que comprar según el último número de su cédula, o tener que ir a tres supermercados para medio conseguir algo.
¿Le ha ido bien en Bogotá?
Mucho, convalidé mi título y saqué mi tarjeta profesional. Me fue tan bien que obtuve el segundo lugar del premio ALAS al Mejor Proyecto de Seguridad en Latinoamérica y el Caribe, en Estados Unidos; un premio que es para Colombia. En la compañía me convencieron de que me quedara y trajera a mi familia. Y eso hice cuando mis hijos terminaron el curso en su colegio. Luego me asocié en una empresa nueva del grupo. Mi historia no es la típica de nuestros paisanos, aunque el dinero tampoco rinde. Por sus papeles, mi esposa no puede trabajar y tuvimos que cambiar a mis chamos de colegio, por los altos costos. Nunca todo es color de rosas.
7. Haiskel Mosquera. 34 años
Foto: Pablo Salgado
Por problemas políticos en Venezuela, al ser activista de oposición, me amenazaban constantemente y me tuve que convertir en un fantasma. Me hicieron mucho daño. Luego quedé en estado y tuve un embarazo difícil. Yo soy abogada y mi esposo tenía un kiosco de comida, llegamos a tener dinero y estabilidad, pero conseguir pañales, fórmulas o medicamentos era una odisea, y en años recientes hubo días en los que preferíamos no comer para poder alimentar a nuestra bebé. Nos quedamos sin techo y decidimos vender todo, estuvimos dieciséis días en un hotelito mientras vendía mi carro, y nos vinimos a Colombia. Mi papá nació aquí.
¿Cómo fue la llegada de ustedes al país de su padre?
En la frontera nos robaron. Queríamos ir hasta Perú, pero después del robo nos quedamos con 350.000 pesos. No nos alcanzaba. Guardamos las maletas en el terminal. No conseguimos que nos arrendaran ni una habitación. Fuimos a un hotel barato en Fontibón, y al día siguiente buscamos direcciones de iglesias. Varias nos dieron la espalda, pero una mujer de una de esas iglesias, junto a unos americanos, nos ayudaron. Nos dieron posada por veinte días en una casa en La Floresta, y nos regalaron un mercado. Con eso hicimos empanadas y las vendimos. Reunimos y finalmente logramos arrendar un apartamento.
¿Volvió a quedar en estado y dio a luz en Colombia?
Sí, este embarazo se adelantó y mi segunda bebé nació en septiembre del 2018, prematura, a las 33 semanas. Su cabeza era muy grande, su cerebro se estaba llenando de líquido, presentaba paladar hendido y labio leporino. Me sugirieron que abortara, pero decidí continuar. Antes de entrar al quirófano en el Hospital Simón Bolívar, me explicaron que mi hija era incompatible para la vida, que duraría unas horas. Me encomendé a Dios. Mi bebé nació y estuvo 35 días en la unidad de neonatos, todos esperaban que muriera; le colocaron una válvula en el cerebro para drenar el líquido.
¿Cuál es su estado de salud?
Ha sido intervenida dos veces, necesita otras operaciones, pero nunca ha presentado retrocesos ni tiene problemas para respirar. Los médicos me explican que con su diagnóstico los bebés no suelen vivir más de diez días, y le están revisando los sentidos del oído y la vista porque se supone que debería estar en estado vegetativo, pero ella se mueve, ve y oye. Le están haciendo terapia. Dicen que es un milagro. Ha habido gente hermosa que nos ha apoyado. La Secretaría de Salud nos envió a Operación Sonrisa, para corregir su paladar hendido y el labio leporino.
¿Cómo es la rutina de ustedes actualmente?
Dejo a mi hija de dos años en el jardín, y llevo a mi otra bebé a las terapias o citas médicas. Mi esposo y yo siempre hemos luchado. A pesar de ser hija de padre colombiano, y de que él vive en Bogotá, aún no me dan la nacionalidad, ni a mí ni a mi hija. Hay quienes dicen que los venezolanos los estamos invadiendo y llegamos para quitarles el trabajo, pero no todos somos iguales, no deberían juzgar a la ligera.
8. Eliana Carolina Briceño. 33 años
Allá era docente de preescolar, tenía doce años de servicio, pero me vine por la terrible situación de mi país. Aquí en Santa Marta soy peluquera. Tengo tres niños y ellos están acostumbrados a tener una alimentación balanceada, allá no podía garantizarles eso. Yo les había prometido que en un mes iría a buscarlos, y lo hice. Por fortuna conseguí un trabajo que me permitió enviarle dinero a mi familia. Ahora estoy perdiendo porque mi madre no quiere venirse, y yo sé que ese tiempo nunca lo podré recuperar.
¿Qué aprendizaje saca de esta experiencia como emigrante?
Los venezolanos tenemos que cambiar la mentalidad de que merecemos que nos den todo. Yo pertenezco a una clase social buena. Siempre tuve lo que necesitaba, me gustó estudiar y sacar adelante mi carrera, he vivido bien. Pero tuve que llegar a Colombia únicamente con una colchoneta y con el trabajo que conseguí, que fue vender lapiceros en la calle. Eso fue traumático. Lloré bastante, pero lo hice a diario y con ese dinero pude traer a mis hijos. La vida me enseñó que todos somos iguales y que unas veces estamos arriba y otras abajo.
9. Francisco Gabriel Centeno. 42 años
Pensé en venirme desde hace año y medio, después de que el restaurante donde trabajaba como chef cerró sus puertas por la grave situación de mi país. Aunque me gusta tener acceso a alimentos y artículos de primera necesidad, tuve que dejar a mi familia, y eso es muy difícil.
¿Ha podido trabajar en tu área?
Tengo muchas anécdotas a nivel laboral, casi todas han sido desagradables. La más reciente, que recuerdo con rabia, es que el dueño y jefe del restaurante donde trabajaba se molestó porque le di algunas sugerencias para mejorar los platos. Desde entonces me empezó a humillar. Me decía: “Yo no estudié y tú serás muy chef, pero soy el que te manda a lavar los baños, soy el que te da de comer a ti y a tu familia, no tienes ni el PEP y ya estás mayorcito; si te vas de aquí, ¿dónde crees que te van a contratar?”.
¿Buscó algo nuevo?
Obviamente, tuve que retirarme porque si no todo iba a terminar en malos términos, y sin duda yo era el que llevaba las de perder. Y no digo esto para hablar mal de los colombianos. También trabajé en un asadero donde mi jefe era venezolano y, desde el mismo día que llegué empezó a ‘montarme la piedra’, me hacía quedar mal con la dueña del negocio. Hasta que logró meter a trabajar a un familiar suyo. Lo peor es que ese muchacho que era mi jefe había sido recibido en Colombia gracias al hijo de mi esposa. Eso nos afectó mucho a nivel personal porque lo considerábamos un buen amigo.
10. Dora Rosa Ángel Altuve. 41 años
Vivía en Barinas, donde ejercía la docencia, pero en julio del 2018 crucé la frontera por el Arauca y llegué hasta el sur de Bogotá. Hoy trabajo como doméstica en una casa de familia. Mis dos hijos siguen allá, los recuerdo a diario. Son gemelos, tienen nueve años y se quedaron con mi madre y mi hermana. Su papi murió en diciembre del 2013, víctima del hampa común de nuestro lindo país. Extrañarlos a cada minuto y no poder abrazarlos ni besarlos me causa muchísimo dolor. También echo de menos a mi madre, a mi hermana, al resto de mi familia.
¿Me cuenta, con una anécdota, lo que significa estar en sus zapatos?
Un día iba a una entrevista de trabajo. Yo estaba en el sur de Bogotá y tenía que ir al norte, pero solo me quedaban dos pasajes: el de ir a la entrevista y el que me dejaba a mitad de camino de regreso, a cinco kilómetros de donde vivo. Yo me dije: “Subiré a pie lo que me falte”. No tenía otra alternativa. Cuando iba a la entrevista conocí a un buen ciudadano en el bus. Él me hacía preguntas y yo respondía, fue muy amable. Luego de contarle que yo era educadora y trabajé diez años en educación básica y otros cinco en la coordinación de recursos para el aprendizaje, me entregó una tarjeta laboral y me dijo: “Si la puedo ayudar en algo, llámeme sin dudarlo”. Y después de un minuto me dio su mano y me entregó cincuenta mil pesos. Mi reacción fue de susto. Me puse a llorar. Yo no quería recibirlos, pero él me dijo: «Señora, tómelos, que para algo le servirán». Yo estaba muy nerviosa, no podía ni hablar. Lo primero que pensé fue que ya no me tendría que regresar a pie.
11. Nathalí Dávila. 39 años
Foto: Pablo Salgado
En el 2015 me diagnosticaron cáncer de seno, y estuvimos en la corredera por mi tratamiento. Yo tenía que buscar por mi cuenta dónde hacerme los chequeos. Mi esposo salió de Venezuela primero. Llegó a Medellín. Luego me vine yo con mis hijos en diciembre durante un mes, de vacaciones. Y en el 2017 nos terminamos de mudar juntos. Entramos por la frontera de Maicao. El viaje fue un infierno.
¿Por qué decidieron venirse?
Allá teníamos una empresa que vendía productos de limpieza y papelería a compañías grandes, y ofrecíamos servicio de mantenimiento industrial, pero la situación no era buena; la inflación se tragaba las ganancias. Mi esposo contactó al que hoy es su jefe, y de inmediato le hicieron una propuesta. Él llegó con empleo. Colombia ha sido una bendición para nosotros. Todas las personas que hemos conocido nos han tratado con cariño y respeto. Nunca hemos sentido xenofobia.
¿Superó su enfermedad?
No, nuevamente me diagnosticaron cáncer. Y le agradezco mucho a Dios estar aquí porque puedo acceder a los tratamientos que necesito. A nivel médico y asistencial todo ha sido excelente. Ha sido un servicio estupendo. Me han ayudado mucho. Cuando comparo lo que vivo ahora con lo que me tocó padecer en Venezuela, me da pena. Allá me las vi negras. Hay muchas carencias. A veces no se consigue ni acetaminofén.
¿Ha podido trabajar?
Aquí parece que después de los 35 años eres un anciano. Además tengo escoliosis, y no es fácil que ofrezcan empleos a personas con discapacidad. Llegué a trabajar en un restaurante de doce del mediodía a doce de la noche, pero tengo dos niños pequeños, y estar de pie tanto tiempo me afecta la salud, así que lo dejé. Eso ha sido, quizás, lo más difícil. Estamos apretados económicamente, pero, como dicen, lo más importante es la salud. Y en ese aspecto en Colombia me han tratado bien.
12. Claudia Lorena Serna. 52 años
En Venezuela tengo mi casa en San Cristóbal y mi finquita vía Rubio. Llegamos a tener 60 cochinos, varias vacas y metíamos cien pollos semanales, pero por la crisis no pudimos seguir, porque por el costo de la comida y el cuidado de los animales acabó en pérdidas. Y ahora, con estos apagones de marzo, la cosa se volvió un caos. Se me dañó todo en mi neverita. Por donde uno pasaba olía a carne dañada. Allá desde hace mucho ponen la luz solo por unas horas al día.
¿Se vino con su familia?
Salí sin mi familia hace muy poco. Pasé sola por la trocha, por un camino largo, hay que caminar mucho y pasar por encima de piedras, aguas negras, sacos de arena. Uno se resbala, es peligroso. Y más a esta edad. Ahí hay una gente que hace fila para poder pasar, en una de esas se me dañó la maleta y un señor me cobró cien mil pesos para pasármela. ¿Qué más podía hacer? Yo entré sola porque apenas me alcanzaba para el pasaje que necesitaría después, pero no para pagar todo lo que hay que pagar en el camino. Allá se quedaron mis dos hijos. Aquí en Colombia voy a trabajar en una casa de familia, cuidando niños, para poder ayudar a mi esposo y mi familia en Venezuela, que se quedó pasando trabajos. Estoy muy angustiada.
13. Jonathan José Trujillo Nava. 35 años
A pesar de que trabajaba como marinero en la que se supone que es la primera industria de mi país y una de las grandes petroleras del mundo (PDVSA), mi salario a duras penas nos alcanzaba para comer una semana, y no completo; unas veces solo almorzábamos y otras solo cenábamos. A veces sin proteínas, y tomando agua. Esa era mi rutina. Todos los días con esa preocupación: ¿qué comeremos hoy? ¿Para qué nos alcanzará la platica? De mis familiares directos soy el único que ha emigrado. Allá se quedaron todos: mis padres, mis hermanos, mi hija… Tengo una niña de doce años. Estoy separado de su mamá. Ella es mi razón de lucha. Cada día pienso en ella.
¿Qué tal le ha ido como emigrante?
Me he encontrado con gente buena, que entiende por lo que estoy pasando, personas que me han ayudado con cosas pequeñas que para mí son grandes. Y a pesar de que no tengo un trabajo estable, porque trabajo como ayudante de obra en construcciones y algunos fines de semana como portero en discotecas, con lo poco que hago le envío dinero a mis familiares. Eso me tiene de pie. Es difícil dejar nuestras comodidades o tener que conformarnos con escuchar a nuestros padres, hermanos o hijos solo a través de un teléfono, sin poder tocarlos ni abrazarlos ni mirarlos de cerca. El corazón se me pone arrugadito. Lo peor es que así tengamos días malos, uno siempre les dice que todo está bien. Aprendemos a ser duros por fuera, aunque por dentro estemos devastados.
Trabajo realizado para la revista BOCAS, edición de marzo del 2019