Esto lo voy a escribir como debo: en caliente. Paulo Sandrini es brasileño y escritor, como consta en su pasaporte, en algunas líneas de este blog y otras que se consiguen en la web. También es mi amigo. Estuvo en Caracas invitado por el Instituto Cultural Brasil Venezuela para dictar un taller literario que vinimos a titular “Violenta Imaginación”. Se hospedó en el hotel Campo Alegre. En una semana conoció Chacao, Chacaíto, Sabana Grande, Plaza Venezuela y los alrededores de Capitolio y El silencio. Viajó en Metro, rodó en mototaxi, ofreció entrevistas al diario Tal Cual, a la Radio del Ateneo y al canal de televisión Tves. Bebió en El León, Greenwich, La Tasca de Juancho y Barrabar. En una de esas alguien me dijo que por qué no lo llevaba a la playa, aunque fuera una mañana a La Guaira. Me sacudí la sugerencia diciendo que sin carro y con tan poco tiempo era complicado. Igual comió en tres areperas, en El Tizoncito, El Mesón de Andrés, Il Boticello y La Atarraya. Compró treinta libros en una de las Librerías del Sur, y gastó 300 Bs.F. Compró otros cinco en una de las Alejandría y gastó casi 400 Bs.F. Es escritor y editor, la lectura es prioritaria.
El sábado recogió sus macundales a las cinco y media de la mañana, su avión partía a las nueve y no quería llegar tarde.
Como yo soy dicharachero, entrañable, y mis amigos ni hablar, hasta ese momento se llevaba muy buenas impresiones de este país y su gente, pero no contaba con los próceres de seguridad e inmigración del aeropuerto internacional Simón Bolívar, esos funcionarios con uniforme que están ahí para joderte el día cuando los viernes por la noche no logran contrabandear las cajitas de whisky que tanto necesitan para ser mejores hombres. Soberanía, prevención del delito.
Sandrini chequeó su boleto y dejó su equipaje con los responsables de TAM, la aerolínea que lo llevaría a Brasil. Caminó hasta la zona de embarque. La fila era larga. Cuando estaba pasando con su equipaje de mano lo detuvieron, le solicitaron el pasaporte y lo pararon frente a la máquina para detectar drogas. Todo bien. Así es este oficio de viajar entre países. Eran tres. Sandrini. Un señor. Luego un joven profesor de Brasilia.
Ay, Soriano. Nuestros pequeños centinelas-operadores de la máquina antidrogas no sabían muy bien cómo era que funcionaba esa cosa. O eso parece. Sandrini pasó tres veces, como se puede pasar sobre todo la segunda y la tercera, cuando son las seis y media de la mañana y te quieres ir a tu casa, que está a más de mil y pico de kilómetros, y piensas más en el cachito que en la obligación de no darle un lepe a estos mequetefres para que el asunto termine ya.
Ajá. Primer error. Alguien pensó en un cachito.
—¿Ud. comió, ciudadano?
—No.
—Su estómago está vacío.
—No mi diga. Son las seis y media. Salí a las cinco de mi hotel. A esa hora ni el de la recepción estaba disperto.
—Ay, papá. Se cayó este gringo. Ptsss, epa, guardia, aquí tenemos una mula.
El guardia se acercó y pidió otra vez el pasaporte. Sandrini esperó otra media hora. Sin problemas: el vuelo salía a las nueve. Después: al cuartico. Sí, ese que algunos visitan y todos se imaginan porque debe ser igual en Maiquetía, Florida, Sao Paulo, Dhaka o Barcelona. Milicos. Cuartico. Miradas. Silencio. Los cineastas, en este caso, han sido poco imaginativos. Otra media hora calladitos, entre frases en voz baja y una que otra risa viendo al güevón detenido. La vaina asusta, dice Sandrini, y yo le creo, especialmente si no estás en tu país y piensas, porque eres muy imaginativo y vienes de dictar un taller sobre la violencia como motor de la inventiva, que algo malo va a pasar contigo.
Entonces llega alguien. Siempre llega alguien en este punto, que es el que va a mover la historia. En este caso se llama Unamo, recuerda Sandrini. Y además del asunto, movía el carro.
—Camine, ciudadano, lo vamos a trasladar a un hospital para tomarle una placa de Rayos X y poder detectar si lleva o no drogas en su cuerpo.
Pregunta capciosa: ¿Usted también es de esos que piensa que un hospital del estado Vargas tiene en su poder la máquina vergataria de Rayos X que no posee la división antinarcóticos que trabaja en el principal Aeropuerto Internacional del país?
Sandrini abordó el carro de la policía y fue llevado, como le habían prometido, a un hospital, pero antes el conductor de la unidad se detuvo en algunos lugares para el matraqueo mañanero de rutina: refrescos, jugos, champagne, pendejadas por el estilo. Era sábado y había que prepararse. Llegaron al hospital y adivinen qué: no estaba operando la sala de Rayos X. Qué vergüenza. Yo me había esforzado que jode por convencer a Sandrini de que este país no estaba tan mal como decían los medios. En el aeropuerto, en ese momento, daban el primer llamado a los pasajeros del vuelo de TAM con destino a Sao Paulo. Orden y progreso mediante, los milicos ya le habían dicho al escritor que tenía prohibido hacer llamadas.
—Se lo aclaramos ya dos veces, señor, así que deje la ladilla.
—Perdón, no comprendí, ¿que deje qué?
—¡Qué ladilla! La insistencia, musiú. ¿Usted habla inglés o francés?
A un brasileño. Bueno. De ahí, a una clínica en Maiquetía. Una clínica con nombre de clínica y cara de hospital, según el correo que me escribió Sandrini hace unas horas. Sí, el tipo está vivo y tiene sus dos riñones, así que dejen el drama.
—Epa, traficante, ¿tienes dinero?
La pregunta la susurró un supuesto taxista que los acompañaba, otra suposición: otro detenido. Sandrini leía un libro y pensó: la pinga, este carajo es de Inteligencia Militar. Entonces supo responder bien alto y en perfecto portuñol:
—¿Qué tú me ha dicho, señor?
Silencio. Y otra vez:
—¿Qué tú me ha dicho, señor?
Silencio, otra vez. La clínica era vieja, según mi amigo. Fea, sucia y apretada. Hacía calor. Los pacientes y familiares que estaban allí lo veían como a un traficante, o como se puede mirar a la escasa probabilidad de que en ese momento hay alguien que efectivamente está peor.
Llegó el momento de la verdad. Eran casi las nueve. Le tomaron su bendita placa de Rayos X. Limpio.
—Coñoelamadre.
—Vamos a hacerle otra. Necesitamos dos.
Limpio.
—No joda. Vamos al aeropuerto.
Unamo, milico en pleno ejercicio de sus facultades físicas y mentales, llamó a la base a la que llaman los milicos para decir que la operación ha terminado y que al maricón escritor este de Brasil lo vamos a devolver al aeropuerto. Un comunicado, que mientan. El mismo que termina a eso de las diez de la mañana, tres horas y media después de la rutinaria solicitud de pasaporte, con una nueva exigencia: firmar el papelito que está aquí en el cual se lee de forma clara y explícita que el ciudadano firmante no ha sido molestado ni ha sido agredido físicamente.
—Ahora corre, güevón, porque el avión tiene una hora de retraso por tu culpa y te está esperando.
Luego de su pequeña dosis de represión, Sandrini viajó sin comerse su cachito pero, gracias a los oficios de nuestros valientes guardianes de la patria, logró cerrar su viaje cumpliendo con la sugerencia que me habían hecho de pasearlo por La Guaira para que conociera el mar, aunque fuera una mañana. Aunque fuera un poquito más de cerca.
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Pd.- ¿Recuerdan al joven profesor de Brasilia de aquellos dos más, porque eran tres? Se llama Thiago Gehre Galvâo y abordó el avión media hora después que Sandrini; según le dijo a mi amigo, estuvo aquí en Venezuela haciendo una investigación. Aunque eso no me consta, se me ocurre una palabra, pero no la voy a poner para no especular más. Además, en el taller reforcé aquél concepto que nos mueve a los periodistas y escritores: olvida lo obvio. Por más tentado que te sientas, no lo escribas.
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Este texto fue publicado originalmente en agosto del 2009 en mi antiguo blog, que ya no está disponible en la web