El Maní, cuatro de la mañana. Aún quedan tres parejas bailando sobre la mítica pista, más bien pequeña, de la calle El Cristo de Sabana Grande. De esas parejas, hay una que se tambalea un poco; no precisamente por el ritmo. La mayoría se ha marchado luego de mover los pies, sudar, corear y agruparse frente a la tarima. La banda también descargó sus instrumentos. Acaban de encender las luces, pero de fondo sigue sonando una salsa brava, la de siempre, esa que le imprimió el sello a este local nocturno, emblema y parte de la historia de la noche caraqueña. Caribe puro. Son, cuero y sabor.
Algunas cosas han cambiado en este espacio en los últimos años: los dueños, el logo y parte de su decoración y la estructura, por ejemplo. Y también una placa, blanca, que te recibe justo en la reja de entrada, bajo la mirada de los dos personajes encargados de revisar a los clientes que entran. Hay una mujer y un hombre. Hay dos caras que sonríen poco. Eso también ha cambiado.
Al igual que ocurre con la mayoría de las dudas y polémicas que se generan en la capital venezolana, sobre El Maní pesan los rumores, las opiniones de barra, el chisme, las intrigas políticas y el correlato popular y de la clase media, tan cargado de deseos como de polarización. La razón es simple: hace tres años, un excalde mayor del chavismo, Juan Barreto, asiduo visitante del local desde sus tiempos de estudiante universitario y luego como profesor, se lo compró a Perla Castillo, su antigua dueña. Lo hizo a través de un testaferro. O de una testaferra. Es lo que comenta la mayoría de los entrevistados.
Si El Maní es emblema de Caracas, Perla es emblema de El Maní, una abogada que cambió los tribunales por la gerencia de la fiesta dura y durante dos décadas supo construir una marca que bailó al ritmo de las orquestas locales y de nombres rutilantes en la escena americana que supieron disfrutar de al menos un cubalibre entre risas en ese fabuloso bailadero que colinda con la avenida Francisco Solano: Pete «Conde» Rodríguez, José Alberto «El Canario», Ray Barretto, Eddie y Charlie Palmieri, Rubén Blades, Cheo Feliciano, Alwin Tofler, Mijaíl Barivsnikov, Gilberto Santa Rosa y pare usted de cantar.
Sobre Perla, en 2001, publicó lo siguiente la escritora Nancy Villaroel: «Ella es lúcida como las luciérnagas, conduce El Maní con una lámpara y con el tiempo no desperdiciado, ni lanzado a las fieras. Se yergue. Es sabia ante el caoba y la indiferencia, es sabia de rodillas partidas, es sabia de amores furtivos, es sabia en la confusión. Ante el enredo, maneja la madrugada, el día y la noche». La antigua dueña no está en este momento en el local, cuando se marchan las últimas personas: los buenos borrachos, pero en una conversación telefónica, al escuchar el nombre de su antiguo templo de la salsa, fue clara y enfática conmigo: «Hace tres años que me fui y eso lo acabaron; le quitaron la magia, ya no es lo mismo que era antes, ¿qué más quieres que te diga?».
Para Karla, una de las mujeres que se mueve ahora tras la barra y forma parte de la nueva administración, la clave está en el sonido. Según ella, ahora la música se escucha mejor: «¿No lo oyes?». Karla responde con miedo: «Es que preguntas mucho», se apura. De la placa en la entrada sabe poco. «Solo sé lo que dice», responde bajo un repique de timbales, y voltea la mirada. Tiene que gritar para que su voz se oiga. ¿Y qué dice? «Bueno, la verdad». ¿La verdad? «No, que la verdad es que ahora no me acuerdo».
La persona que empotró esa placa allí, en el piso, donde los músicos y los bailadores salen a fumar cada tanto con sus vasos en la mano, frente a la fachada de El Maní, lo hizo, según me dijo, porque «Caracas es una ciudad en la que se bebe mucho. Eludir ese hecho y no colocar una placa vinculada a ello me hubiera parecido una gran falta a la verdad. La fiesta o la rumba siento que se han convertido en la verdadera fuga que cualquier habitante de esta ciudad necesita practicar para sobrevivir en ella, aunque no salga de su casa. La rumba se convierte en algo a lo que cualquier caraqueño se rinde inevitablemente, constantemente, religiosamente y orgullosamente, como complemento indispensable de su ser». Se llama Mireia Sallarès y, como a algunos artistas, en ocasiones le sobra razón.
En El Maní también ampliaron el espacio, retiraron y reagruparon algunas fotografías muy viejas que todavía siguen ambientando el lugar: la mayoría son retratos en blanco y negro de soneros afamados, beisbolistas o personajes de la iconografía venezolana. Los baños siguen igual, eso sí. Son un gesto auténtico de estrechez y eternidad. Y mal olor. Y poco gusto. Sobre la tarima y detrás de la pista hay ahora unos grafitis y esténciles coloridos de Maelo, Lavoe, Tito Puente y compañía. Los inmortales del saoco y el guaguancó.
Este jueves el local acaba de reabrir, luego de una serie de entredichos que lo situaron entre el cierre a largo plazo y la muerte súbita y definitiva. El que habla, a las cuatro de la mañana, es uno de los percusionistas más renombrados del país: Joel «Pibo» Márquez. Un músico que con Perla o sin ella, se mantiene fiel a esa tarima: «El Maní es un lugar ahora sórdido, cuando entras a lo mejor te decepcionas un poco porque todos tenemos un concepto material, pero después te das cuenta de que es impresionante, es un lugar internacional, es un centro de confluencia de pensares y emociones que tiene un hilo conductor, que es la salsa, pero que es muy amplio: puedes venir a llorar riéndote y puedes venir a reír llorando».
La primera vez que Pibo Márquez tocó en este local era menor de edad, según sus cuentas. Ahora tiene 45 años. O sea, que eso fue hace por lo menos 27 o 28 años. Más de la mitad de su vida. Sin embargo, en la página oficial de El Maní se lee que la fundación del sitio, que comenzó como un restaurante de comida venezolana, fue en 1986. Hace 26 años. Quiere decir —en honor a la verdad— que Márquez tiene mala memoria o que, como los adolescentes, se aumenta la edad para que lo dejen entrar a locales nocturnos.
Tras la inauguración de El Maní, sigue su página, se fueron incorporando otras actividades como presentaciones de poesía, cine, foros, teatro, exposiciones de arte y algo que mencionan como «variedades gastronómicas». El Maní era un enclave fijo para recitales siempre que se celebraba en Caracas el Festival Mundial de Poesía. Yo mismo pude asistir gustoso a un par de ellos. «Esto fue como la Isla de la Fantasía, se hizo de todo lo que la bohemia invita y siempre contó con un público que se comportó maravillosamente bien», asegura Perla.
Hace doce años, justo en el 2000, el diario El Universal publicó una reseña halagüeña en la que resaltaba que El Maní había sido «el último reducto de la República del Este», un colectivo de creación al que asistieron durante años periodistas, poetas, fotógrafos, editores y novelistas en Venezuela. Su centro de gravedad fueron los bares, y Sabana Grande era su refugio urbanístico. La reseña de El Universal de entonces, dice: «Ellos entre poemas, textos literarios y recetas gastronómicas han logrado borrar la mueca del letargo dominguero a punta de improvisaciones, lecturas de originales en voz al cuello e invitaciones a cantar la vida. Pista para los más versátiles bailadores, rincón del desahogo, del despecho y la alegría compartida, El Maní Es Así tiene su sal y pimienta en Perla Castillo, quien ha hecho de este espacio un cine-club y un teatro del botiquín. Ahora, con la convocatoria de los premios Cayena, Perla y su hijo Alfredo insertan otra mordida al ambiente caraqueño, porque «hasta sin luz, sólo con velas y música hemos hecho del Maní un lugar para gozar Caracas»».
Pero ya no es así. O eso es lo que más se repite entre músicos y visitantes asiduos. Edgar «Dolor» Quijada, un intérprete archiconocido de la salsa que ha recorrido todas las tarimas de Caracas y otras ciudades, incluso del extranjero, voz emblemática de El Guajeo, otro de los ensambles populares de la música latina en Venezuela, manifestó su desencanto ante El Maní. Lo hizo sentado en su mesa, junto a otro amigo, mientras escuchaba al «Pibo» Márquez, a quien describió como un gran músico. «Pero es que no es la música, es difícil de explicar, esto ya no es lo que era antes, antes esto era mágico, ahora es distinto. Perdió mucho después de que lo vendieron».
«Lo poco que me habían dicho era que aunque había sido años atrás la meca de la salsa en Caracas, El Maní ya no era un lugar tan bueno para rumbear, que ya no es lo que era», me llegó a comentar Mireia Sallarès después de poner su placa, que forma parte de un proyecto artístico fragmentado que recorre la ciudad. Tal vez por ese motivo, durante sus dos estancias de varios meses en la capital venezolana, ella nunca fue de fiesta al local.
El «Pibo», que vivió gracias a su música casi 18 años entre Francia, Italia y Colombia, y ha tocado además en Alemania, España y Grecia, pero regresaba todos los 16 de diciembre, «para el cumpleaños de mi madre», volvió a El Maní y se quedó, justamente, porque aprendió a disfrutar que ya no sea lo mismo: «La gente pretende que las vainas se conviertan en folklore, en acervo, en una rutina, pero la salsa y la música no permiten eso. Ahora supuestamente iba a cerrar El Maní, y yo puse en el Facebook, «todo tiene su final, como dice Héctor Lavoe», pero eso no quiere decir que la salsa muera. Es muy difícil que cada concierto sea igual, los grupos cambian de músicos y todo el mundo regresa a El Maní».
Sobre las aseveraciones de Perla y «Dolor», Márquez se adelanta a decir que «Perla es la mamá, la creadora. Es como si me dijeran a mí que mi hijo tiene las orejas grandes. Claro que ahora no le va a gustar tanto como antes. Yo respeto sus sensaciones, pero te puedo decir que he estado en El Maní en momentos brillantes y en momentos sórdidos; eso es como la obra de Charlie Parker, que tiene el disco brillante y también tiene el disco en el que está tapado en heroína. Yo a veces tengo orgasmos y momentos perfectos tocando percusión, pero no siempre. Nada puede estar todo el tiempo en la cresta de la ola, y la cresta de la ola no es colectiva, el día que para «Dolor» a lo mejor está muy mal para mí está muy bien, a lo mejor «Dolor» llega un día deprimido, pero yo esa noche estoy con la mulata de fuego, o me siento bien; cada quien vive El Maní como puede, es como París, hay París pa to’ el mundo. Yo aprendí a vivir lo bueno y lo malo y aprendí a respetar eso. Los sitios, como los hijos, los discos y los libros, se te escapan. Y El Maní es así: sin determinantes de bueno o malo. Este es un sitio energético, que a lo mejor algún día se acabará, ¿cuántas vidas puede tener El Maní?».
Así como «Pibo», muchos de los asistentes al local nocturno han visto la placa; es casi imposible no hacerlo, pues sirve de alfombra para los que entran y los que salen. Pero, aunque la leen, pocos se llevan una respuesta: «Yo pregunté una vez y dije: «¿Qué será eso?». Y me dijeron que era una vaina turística que estaba en varios sitios, pero no sabía cuál era la pretensión ni quién la había hecho, me pareció chévere porque las placas son interesantes, siempre dicen algo, para mí la verdad es una búsqueda, no es estática. Hay momentos de verdad. Yo soy babalao y el babalao vive con la verdad, pero todo se mueve, habría que detener el tiempo para tener pequeñas verdades, hay que tratar de vivir siempre con ella, que es la relación perfecta entre lo que piensas, lo que dices y lo que haces».
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* Texto escrito originalmente para la obra «Se escapó desnuda. Un proyecto sobre la verdad, 2011-2012» de la artista multidisciplinaria catalana Mireia Sallarès, que consta de doce placas esparcidas por Caracas.
Para más información, dejo este par de links:
https://issuu.com/sebastianberns/docs/se-escapo-desnuda
http://angelsbarcelona.com/en/artists/mireia-sallares/projects/se-escapo-desnuda-un-proyecto-sobre-la-verdad/562