Recuerdo con nitidez que el fin de semana previo a mi audición en el grupo de teatro de la UCAB estuve en Catia, con mis primos y unos amigos, bebiendo, bailando y jugando, como solía hacer. Recuerdo que el texto que debía decir lo leí unas tres o cuatro veces el domingo, a escondidas, y otras tantas el lunes en la mañana, antes de la audición, mientras iba hacia la universidad en el autobús. Recuerdo haber conocido ese día a Ricardo Riera y a Jesús Ernesto Parra, quienes se convertirían en los siguientes años en dos de mis amigos más queridos.
Durante la audición, en algún momento, Virginia me pidió que me detuviera, que no recitara de memoria lo que estaba diciendo, que dejara de moverme sin sentido de un lado a otro del escenario, que me sacara la mano del bolsillo, que botara el chicle que tenía en la boca y volviera a comenzar. Para mí fue una buena lección. Esa era la primera vez que yo pisaba un escenario. Hasta ese entonces, con 17 años, había visto solamente una obra de teatro: una pieza infantil durante mi infancia.
Hice esa audición en mi segundo año de carrera porque el año anterior una compañera de clases que me gustaba me había dicho que a ella le encantaba el teatro. Mentí: le dije que a mí también. En realidad la que me encantaba era ella. En el colegio había hecho una dramatización a partir de un texto de Aquiles Nazoa y me divertí mucho, pero yo nunca había leído nada parecido a una pieza y ella, que también hizo la audición, no fue aceptada.
Algo cambió en mí durante el primer taller que hice sobre las tablas de ese sótano. Sentí que podía meditar, que podía respirar mejor, que podía acercarme al otro, que podía leer y maravillarme. En esa época, mi pasado reciente estaba lleno de amor, pero también de un entorno cargado de violencia, aunque no lo notara. Para mí, los días tenían que ver más con jugar futbolito, beber, pelear y seducir a una chica que con dejarme conmover por procesos creativos.
Fue un veintiuno de octubre cuando vi por primera vez una obra de teatro en la universidad. Era una adaptación de El Principito, del famoso Antoine de Saint-Exupéry, a quien desconocía por completo. Si recuerdo la fecha es porque yo estaba cumpliendo dieciocho años ese día. Hoy tengo treintaiséis, el doble. Aquel montaje combinaba títeres con humanos, algo que nunca hubiese podido imaginar. Otra novedad para mi cerebro inculto fue entender que el personaje principal, un niño rubio que amaba a una rosa, podía ser interpretado por una mujer con peluca. Esa mujer: hermosa, fuerte y angelical, se llama Annabelle y esa tarde, después de la obra de teatro, abordó el autobús en el que iba y se sentó a mi lado. Yo quedé casi mudo. Como ahora, en aquel momento me enamoraba con facilidad. Algo atiné a decirle mientras rodábamos y ella, con amabilidad y vergüenza, me devolvió el gesto con alguna frase simple, que rebosaba dos valores imprescindibles para cualquier actor: humildad y agradecimiento.
En ese teatro reforcé el espíritu de colaboración y, por primera vez, leí con pasión. Henrik Ibsen, August Strindberg, Samuel Beckett y Eugene Ionesco me mostraron otra noción del mundo y la existencia. Me ayudaron a pensar. Luigi Pirandello se convirtió para mí, como lector, en una extraña obsesión. Las clases de Virginia Aponte ese año, 1997, fueron mágicas. Muchos de mis compañeros no compartían esa idea. Y así serían de sublimes sus enseñanzas que me permitieron entender y respetar sin dificultad el miedo o el desprecio que ella generaba el algunos.
Ese año fui becado por la universidad y el teatro para ocuparme de abrirlo, cerrarlo, ordenarlo, iluminarlo, cuidarlo y quererlo. Mi horario de clases, que muchas veces incumplía porque prefería estar en ese maravilloso sótano del módulo cuatro, era de una a seis de la tarde. Pero yo llegaba a la universidad a las siete de la mañana y me iba a las diez de la noche. Porque estaba gozando la oportunidad que me brindaban de actuar en una pieza de AgoTeatro, el grupo formado por los egresados que habían pertenecido a Teatro Ucab. Porque estaba maravillado, porque estaba respirando, porque estaba aprendiendo. Porque me gustaba.
Ese año sigue siendo, sin duda, uno de los mejores de mi vida.
En ese espacio conocí a muchos de quienes hoy son mis mejores amigos. Nombrarlos sería antipático, porque dejaría sin querer a varios por fuera, pero ellos saben que me importan y que un abrazo entre nosotros sería, o es, una alusión directa a nuestro pasado, cargado de cariño y sueños y buenas intenciones. A la mayoría de ellos los admiro como seres humanos, como personas ejemplares.
En el teatro, por culpa del teatro o gracias al teatro, o a lo que yo asumía y aprendía de él, tuve el valor de decirle a la mujer que amaba entonces que ya no podíamos estar juntos porque me gustaba otra chica. Y a esa otra chica, que estaba en el teatro, le dije que ya no podíamos seguirnos besando y manoseando con tanta delicia, porque yo no sabía lo que quería. Estando solo, lloré y me refugié en el pensamiento, las preguntas, las canciones lentas y algunas obras de autores como Arthur Miller, Edward Albee, Sergi Belbel, Albert Camus o José Ignacio Cabrujas. Según mis amigos me había convertido, en el sentido estricto del término, en un intenso.
Antes de pasar el testigo de la beca, recuerdo que planificamos, una noche, dormir en el teatro. La logística implicaba dejar un par de carros estacionados en una clínica cercana, mientras los otros se escondían en el depósito de la sala después del último ensayo. Allí estuvimos María Virginia, Merlyn, Ingird, Thays, Ricardo, Rubén, Nicolás, Jesús y otros cuatro o cinco rostros que se evaden de mi memoria. A la luz de las velas, bebimos unas doce botellas de vino, comimos panes y quesos. Leímos en voz alta, reímos, bailamos y actuamos. Estuvimos a punto de quemar una de las cortinas, por accidente. Salimos del teatro y recorrimos algunos pocos pasillos de madrugada. Allí fuimos más jóvenes que nunca, más divinos que nunca, más valientes y soñadores y entusiastas. Amanecimos cegados por la resaca y el éxtasis.
Una tarde, en uno de los ensayos, Virginia se volteó hacia una parte del grupo que se oponía, con franca resistencia, a que Teatro Ucab se convirtiera en una obra de caridad constante, en un apoyo útil para los niños sin recursos, en un proyecto que trascendiera en beneficio de comunidades desasistidas. En otra puta fundación sin fines de lucro. Yo formaba parte de ese pequeño grupo. Queríamos ser actores, directores, artistas, no facilitadores de talleres. No teníamos ni idea de las dimensiones del proyecto tan ambicioso que Virginia tenía en su mente. El que siempre ha tenido. Su vida: la opción y el reconocimiento del otro. Esa tarde, molesta, nos gritó que podíamos irnos si nos daba la gana y que si nos creíamos tan importantes, tan cultos, entendiéramos que si Bertolt Brecht había hecho teatro social, ella, nosotros, todos, haríamos teatro social.
Meses antes o meses después fui a San Rafael de Mucuhíes. Estuve un par de veces. En la primera cimenté mi amistad con una de las personas más valiosas que he tenido la fortuna de conocer: Caque Armas. En la segunda, durante la celebración de la Paradura del Niño, lloré dentro de una capilla como un bebé asustado. Nunca supe por qué. Algo me estremeció. A mí, que nunca he sido remotamente católico ni particularmente triste. Yo creo que Virginia sí debe saber por qué lloré. Lo más probable es que ahora no lo recuerde, pero en ese momento me miró en silencio, como si corroborara lo que había comprendido desde que me conoció.
Mientras estuve en ese grupo admiré a muchas mujeres mayores que yo. Recuerdo con especial cariño a Daniela Egui, a Karina Febles, a Andreina Blanco, a Flavia Cori. También a algunos hombres a quienes contemplé con gracia, como Carlos Corao, Leonard Zelig, Carlos Domínguez o Wilfredo García. No fueron tantas las palabras que cruzamos, pero ellas y ellos me gustaban y me empujaban, sin saberlo, a que yo diera lo mejor de mí, a que despertara, a que buscara la luz.
En mi cuarto año de carrera tomé una materia electiva que dictaba Virginia. No recuerdo el nombre, pero sí que en ese momento tuve por primera vez una duda: ya no sabía si quería ser actor o escritor. Su respeto por la palabra me hizo entender que hay cosas que parecen elementales y no lo son. Leí por primera vez a Rómulo Gallegos y a Armando Rojas Guardia; vi la película El Banquete de Babette, de Gabriel Axel; hice una entrevista imaginaria a mi escritor muerto favorito y comprendí que escuchar era tan importante como besar o saber correr. Conocí otro lado del placer. Entonces comencé a escribir unos pésimos poemas que después fotocopié y encuaderné en cinco o seis ejemplares y uno de ellos se lo regalé a esa estupenda profesora que se había convertido en una guía fundamental.
Entre las decisiones capitales de mi existencia se encuentra la de abandonar el grupo de teatro porque necesitaba ganar dinero y para ello debía trabajar y debido a eso ya no podía dedicar mis tardes, como lo había hecho en los cuatro años anteriores, a estar compartiendo reflexiones y risas con un grupo afortunado de estudiantes. Estaba en mi último año en la universidad y a partir de entonces me ha costado mucho, muchísimo, volver al teatro como espectador. Casi nada me gusta. Todo lo critico. Me parecen pobres los marcajes, torpes los actores, débiles las puestas en escena, malos los chistes.
Hoy tengo una hija de casi siete años que quiso hacer teatro desde los cinco. La apoyé, por supuesto, pero tuve miedo. No sé por qué. Creo que me incomodaba la idea de que malinterpretara, a su corta edad, lo que significan el juego y la acción y pensara que la actuación es solo un medio para obtener aplausos. A esa niña que amo como nunca he amado a más nadie, la llevé a ver una obra infantil de Teatro Ucab cuando ella apenas tenía tres años. Era una versión de Don Quijote. Salió aterrada, en algún momento de la función se volteó a mirarme y me dijo: “Papi, no mi gusta el triatro”.
Ya ven como son las cosas.
Estoy absolutamente convencido de que si no me hubiera atrevido a hacer aquella audición en octubre de hace dieciocho años, hoy sería un hombre más superficial y con menos fortaleza emocional. No habría optado por la lectura y la escritura como formas significativas de realización interna. No contaría con decenas de maravillosos amigos regados por el mundo, orgullosos de haber escogido pasar algunos años de sus vidas inventando ser otros, inventando ser ellos mismos. No sería tan buen padre ni un buen compañero como creo que soy.
A Virginia la he visto muy pocas veces desde que abandoné Teatro Ucab, pero en esas ocasiones nos hemos saludado y nos hemos abrazado con complicidad. Hablamos poco. No tengo un contacto estrecho con el grupo de teatro como institución, pero en mi corazón, o en mi cerebro, celebro su profundidad y su alcance.
La verdad es que no sería quien soy en este momento si Virginia Aponte no se hubiera atravesado en mi vida. Esta frase era la que encabezaba el texto, pero decidí ubicarla aquí después de una relectura para reforzar la idea principal de esta confesión y que ustedes, que están leyendo, no olviden cuál es mi intención con esto que escribo: dar las gracias y reconocer la vital importancia de una mujer que ha entregado casi todo de sí para hacer de este mundo un lugar mejor, más armónico y amable.
Virgi, función es una palabra que te define. Déjala que siga siempre y siéntete orgullosa porque también gracias a ti somos quienes somos. Esa luz cenital que cae del cielo te ilumina porque nosotros, que contamos por miles, tenemos cuarenta años aplaudiendo desde nuestras butacas tus decisiones, tu atrevimiento, tus errores, tu fortaleza y tu fe.
Este texto fue publicado originalmente en mi antiguo blog, en octubre de 2015