Terminó. Mi padre ha muerto. Siento alfilerazos en el pecho y un profundo ardor en la boca del estómago, allí, justo al lado de la memoria. Un sexto infarto acabó con la música que salía de sus manos, cuando cerraba los ojos y sonreía en cada canción que era un susurro. Hacía algunos años que había bajado su volumen. Respiraba lento. Ganó una molesta torpeza en su pierna y su mano derecha. Tenía ilusiones y ganas de volver a la noche, que a veces alternaba con la resignación. Me lo dijo hace un mes. Acababa de mudarse a la playa, una vez más, para escapar del frío. Llegó a su nueva casa, se sentó en un sofá y miró por la ventana hasta que se le detuvo el corazón. Estaba lo suficientemente solo como para que nadie supiera que había muerto hasta después de dos días. Me avisó una desconocida. Después hablé por teléfono con la policía. Con mi familia. Pedí un dinero prestado. Tomé un avión al sur. Así es el protocolo de la despedida.
No conversaba con él desde hacía un par de semanas. Tal vez no haya sido una maravilla como padre, pero puedo jurar que he conocido, estado y compartido con miles de personas, y él era una magnífica compañía; de las mejores que he tenido hasta hoy. Además, era mi padre y nos parecíamos hasta el miedo. Aunque nunca viviéramos juntos, estar frente a él era estar conmigo mismo. Por eso me siento tan débil, porque a uno no le gusta estar consigo mismo todos los días, pero tampoco es bueno saber que jamás volveré a mirarme en el espejo de su mirada, que era, al mismo tiempo, cálida y simple.
Vine a Brasil para perderme y el destino me ha sacado el tapete de los pies con tanta fuerza que me siento mareado. Tengo que agarrarme de las cosas por momentos y desde hace algunos días también tengo dolores en el pecho y en el culo, de tanto cagar impotencia. Vine a Brasil, entre otras cosas, para ver morir a mi viejo y ni siquiera tuve el coraje suficiente para ganarle al tiempo. Después de 3 meses en el mismo país me tuve que conformar con sus últimas palabras vía Skype. Además, por escrito: un regaño disfrazado de chiste porque olvidé felicitarlo el día del padre, que en Brasil se celebra en una fecha distinta, qué ironía. Luego otra sonrisa, su “te amo, hijo”, que se hizo una constante en nuestras conversaciones de los últimos años, y una última abreviación del dios te bendiga.
Ese cierre inesperado lo resume frente a mí: un reclamo suave, una broma, un gesto de amor y una bendición. Solo nos faltó hablar de fútbol y mujeres, como cuando lo visitaba una vez cada tres años. Guardo junto a él más de 20 momentos maravillosos y casi todos ocurrieron entre las 9 pm y las 4 am. Aunque podamos despertar con el sol y preparar un almuerzo, fuimos y somos de esas horas. En la mayoría de esos encuentros, él estaba tocando su guitarra o su teclado antes de ponerme una mano sobre el hombro o acariciarme el rostro, y en todos esos momentos brindamos por algo.
Mi madre, que murió hace cinco años, era todo para mí. Mi padre, que murió hace días, era uno de mis mejores cómplices, un amigo entrañable. Y me duele no haberle dado un nuevo abrazo antes de irse, como si tuviéramos que conformarnos con atragantarnos de esperanza y recuerdos. Además, sé que voy a extrañar su barba y el color bronceado de su piel. Su cuello y sus brazos flacos. Su sentido del humor.
¿Qué es lo que hacemos de nosotros y con nosotros mientras estamos vivos? No paro de preguntarme lo mismo una y otra vez. ¿Qué decisiones tomamos y por qué? A pesar de sus depresiones finales, mi padre nunca perdió la fe. La lentitud que le dejaron sus infartos y sus accidentes cerebro-vasculares no evitó que se las arreglara para tocar de tanto en tanto la puerta del goce. Fue cómodo y egoísta hasta cierto punto, pero también ese temple lo admiro porque después de todo él supo lidiar con una soledad de espanto en los últimos años de su vida gracias a las amistades que construyó y al empuje de sus amigos cercanos. Sobre todo, al de su hermana de oro, una mujer fuerte, sensata y estoica como probablemente nunca conozca a otra.
Siempre hubo mujeres que le tendieron su mano y su corazón a mi padre con experta complicidad. Creo que fue un hombre afortunado y también comprensivo. Eso se lo agradezco, como le agradezco haberme dado alguna vez aquel gran consejo que nunca he podido seguir a rajatabla: “Donde hay amor no pongas el orgullo, porque no sirve de nada”.
Se ha roto algo dentro de mí en este viaje, a pesar de haber contado con la mejor compañía, una chica única y sensacional, a la que jamás olvidaré, que ha medido casi todos sus pasos para hacerme sentir tan bien como es posible en esta circunstancia. Pero es duro. Y es intenso.
Mi próximo libro de relatos lleva por título Gancho al hígado y una de sus dedicatorias, escrita hace dos años, dice: “A Celso, músico, porque me enseñó todo lo que olvidé del blues”. Celso es mi papá y así va a permanecer la dedicatoria. Ahora estoy un poco desconcertado, porque a pesar de saber que ocurriría más temprano que tarde, por su condición de salud, su muerte me tomó por sorpresa; fue un verdadero mandarriazo directo a mi zona lumbar que salió de repente y me agarró fuera de guardia. Pensé que yo era capaz de dominar el ritmo de la pelea. Y no.
Sé que me toca salir round tras round y aguantar con lo que tengo, con lo que he aprendido. Sé que espero levantarme de la lona y llegar sano al final del combate, pero, de momento, no quiero conocer gente. Quiero pensar, quiero estar junto a mi hija. Quiero volver al aeropuerto y recomponer el despegue. Quiero planear sintiendo apenas la brisa en mis oídos, sin que exista otra cosa. Que el sol me dé de lleno en la cara. Ver montañas y aguas y no ver más nada sino sonrisas. Quiero entender el dolor no desde el consuelo, ni desde los recuerdos alegres, sino desde el silencio de nuestro amor, que era potente y delicado en proporciones iguales. Necesito cambiar algunas preguntas del cuestionario, cambiar la manera de imaginar mi futuro. Esta hoja de ruta será nueva, casi de forma obligatoria, porque así lo estoy mirando y porque soy una persona que respeta sus perspectivas.
Me siento irremediablemente solo y es verdad que así se puede llegar muy lejos, pero no quiero caminar tanto de esta manera. Acabo de perder el deseo de descubrir cosas nuevas. De vivir experiencias. Si voy a viajar, será para despejarme. Para asomarme a la ventana, tal como estaba mi padre al momento de partir. Para ver colores, inmensidades, gente que habla sin que yo pueda escuchar. Estoy frío y el tiempo se encargará de subir la candela. Eso lo sé. Eso lo sabemos todos. El tiempo. El tiempo. El tiempo es finito y poderoso. Damos vueltas en la vida y muchas veces estamos abajo, otras encima y otras aplastados. Estaré encima más adelante, pero tener certezas no te hace necesariamente más sabio, ni más fuerte, y yo en este momento no tengo siquiera la menor idea de en cuál ciudad voy a estar el mes que viene.
Tengo la vista nublada, pero no necesito consuelos, ni monsergas, ni proverbios antiguos o frases hechas. Espero que me entiendan. Soy hombre y soy libre. Y soy padre. Sobre todo. Y me enfermo poco y me curo rápido. Y me gusta dudar y pensar como a mi padre y también a mi madre les gustaba dudar y pensar, con música de fondo. No sé mucho de música pero he aprendido algunas cosas sobre el amor y las pérdidas. También sobre la buena compañía. Soy cómodo, egoísta, afortunado y comprensivo. Soy padre y quiero hacer lo que un padre tiene que hacer, ahora también en homenaje al mío, que en paz descanse.