Hoy creí entenderlo mientras leía una novela y sentí el fogonazo en los ojos. Eso pasa con los buenos libros, te revelan ideas, descubres luces que luego tratas de reescribir para evitar que se apaguen.
He publicado pequeños ensayos sobre el amor, la energía o el aprendizaje que me regalas, sobre mi paternidad o sobre tu valor, sobre tu carácter y tu inteligencia, sobre la renuncia, el tiempo, nuestra identidad y el dolor por la distancia, sobre qué somos o qué queremos ser cuando estamos juntos, pero esta mañana lo entendí de pronto en un enredo de recuerdos inmortales, que es lo que queda cuando no convives a diario con la persona a la que más amas en la vida. En mi caso, tú.
Me refiero a la ilusión.
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Es curioso, porque hasta hoy había pensado que no me gustaba ilusionarme. Y si pensé que no me gustaba, básicamente, es porque no me gusta desilusionarme y terminar imaginando que había vivido una mentira.
La anterior es una noción que suele llegar con el crecimiento y la madurez. Y es un poco tonta, a decir verdad. Después de todo, en esta lucha interna que surge del miedo al fracaso o al desengaño hay que procurar ser valientes y atrevernos a creer en algo porque de lo contrario viviríamos vacíos. Tampoco habrá mayores problemas con las desilusiones, en caso de que lleguen, siempre que seamos capaces de renovar nuestras posibilidades.
Y esto nada tiene que ver con el peligro de confiar en desconocidos, charlatanes o líderes políticos. Una cosa es ser ilusa y otra, muy diferente, sentirte ilusionada o tener ilusiones. La primera es una condición propia de gente sin criterio, las otras dos son pilares de la autoestima y la determinación.
Se trata de creer en ti, en tus mejores amigos, en tu familia cercana. Mi idea de la ilusión tiene que ver con soñar y con alegrarte por aquello que puedes hacer y por aquello que te alimenta el ánimo, a pesar de ser invisible. Eso me parece bonito. La inocencia tiene un lado mágico y maravilloso.
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Por lo general suele haber dos enormes fuerzas en tensión: una que te paraliza y otra que te mueve. La primera es una alerta, pero también puede ser una trampa. La segunda implica un riesgo, una salida, incluso una esperanza. Es así como se construye el sentido, es así como se aprende que los puntos de partida casi siempre han sido, son y serán inciertos.
Tener ilusiones es para personas fuertes y con carácter, para gente atrevida y con deseos.
Y hoy vine a descubrir que eso es lo que he procurado construir para ti desde que naciste: espacios sólidos, algunas veces más festivos e impredecibles, otras, apacibles y aburridos, para que desarrolles la capacidad de ilusionarte sin temores.
Sé que por fortuna no he sido solamente yo, allí han estado muchos seres humanos maravillosos, y estoy seguro de que no siempre lo he logrado, pero lo he intentado, en ocasiones sin notarlo.
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Creer es bueno. Me gusta creer y me gusta que creas y que anheles porque cuando te ilusionas, sonríes. Bailas. Avanzas. Adquieres algo que no logro describir pero que se parece a uno de mis mejores estados de plenitud, ese que nace del brillo de tu mirada.
El tiempo hará lo inevitable, pondrá algunas creencias en su lugar, te ayudará a moldear expectativas y a entender que las acciones tienen sus motivos, sus razones de ser, y que, si el motivo o esas razones fueron nobles o bellas, habrá estado muy bien sentir algún tipo de ilusión.
Es lo que un buen padre, me digo, quisiera obsequiarle a su hija, es lo que me encantaría darte hoy, cuando cumples doce años y por primera vez no estaré en persona para celebrarte, abrazarte, cargarte y besarte: una ilusión tremenda, como la que me entregaste tú cuando naciste y te sostuve en mis brazos, tan pequeñita, frágil e indefensa, tan llena de realidad como de venas y oxígeno. Una ilusión para siempre.
Feliz cumpleaños, mi cielito hermoso. Sigue creciendo, sigue reconociéndote, sigue apostándole al cariño, a la ternura, al juego y a la felicidad. Sigue ilusionándote. Yo haré lo mismo. O al menos voy a tratar.
Toda mi vida te voy a estar agradecido porque tu llegada a este mundo me ha permitido, al mismo tiempo, abrir los ojos y confiar. Creer muchísimas veces que la esperanza y la voluntad pueden ir de la mano. Que van de la mano. Que viajan de la mano, pegando brincos y abrazadas. Igual que nuestras almas.