Un día como hoy, hace quince años, falleció mi madre. Desde entonces he sido cada vez más consciente de la fuerza que ella me brindaba y también de sus miedos y sus errores. Cometió muchos, muchísimos. No sé si fueron más o menos errores de los que cometieron otras madres; no pienso en ello, solo sé que fueron los suyos y que el mayor de todos fue morirse tan pronto. A pesar de eso no tengo nada que perdonarle porque durante los 28 años y medio que pude disfrutarla fue la mejor madre del mundo. Que lo digan quienes nos vieron juntos.
Mi mamá fue una persona transparente y compasiva, que actuó siempre desde el amor, la sinceridad y la generosidad, tres de las virtudes más admirables que he conocido en el ser humano. Con su bondad, su alegría, su temple, sus contradicciones y sus luchas internas me enseñó no solo a confiar en mí, sino algo más importante: a creer en los demás. Esto es clave para atesorar la vida, para estrecharla contra el pecho y apreciarla desde sus detalles minúsculos, en apariencia insignificantes, incluso desde las perspectivas más pragmáticas. ¿Qué somos sin los otros?
Estas semanas recientes he tenido conversaciones simples pero determinantes hasta límites casi paranormales con amigos cercanos y con afectos profundos, con gente que me estima aunque me conoce poco, con ese tipo de personas que preguntan cómo estás con el llano y extraordinario deseo de saber cómo estás. Algunas de esas charlas hubiera sido posible sostenerlas a solas, en mi mente, frente a un espejo imaginario, pero no todas. No todas.
Tomar conciencia de los hechos nos permite interpretarlos para decidir, actuar, aprender algo nuevo y construir planos alternativos, hojas de ruta, soportes, caminos, un universo de posibilidades. Tiempo. Paciencia. Observación. Aceptación: lo que ha sucedido, sucedió; lo que ha de ocurrir, ocurrirá. ¿Qué queda en nuestra manos? Todo eso. ¿Qué es todo eso? El poder suficiente para seguir acertando y desacertando. Ojalá más lo primero, aunque si no jodes a nadie a propósito tampoco será tan relevante.
Lo que intento decir es que mientras más conozco a mi madre desde la madurez de mis recuerdos y sus peculiares combinaciones, más la admiro y más la respeto. Tal vez sea porque la comprendo mejor. En vida ella me solía repetir que no juzgara tanto a los demás, que no la juzgara tanto a ella, que no me juzgara tanto a mí mismo. Creo firmemente que se pueden tener diferencias con tus padres y con otras personas a las que adoras, incluso después de muertas; eso me parece saludable, pero en este punto he intentado escucharla y hacerle caso.
Cuánto sabía mi vieja sobre las emociones y la empatía. Quince años después de su muerte puedo asegurar que la quiero más que en el 2008, ese año que llevo tatuado en mi antebrazo izquierdo. Y entonces ya la amaba. Era, de hecho, la persona a la que más amaba. Hasta que nació mi hija, que tiene su mismo empuje, una convicción impresionante, y esa mirada de chamana divertida que no pocas veces me transporta hasta mi infancia.
Hay una diferencia clara entre saber algo o creer saber algo y experimentarlo. Los científicos han hablado con suficiencia al respecto: hipótesis, conocimiento, método empírico y etcéteras. Hay diversas metamorfosis que no se pueden explicar hasta que las vives —una cosa es pensarlo, otra cosa es sentirlo—, como cuando te conviertes en padre o como cuando quedas huérfano. A mí me gusta repetirme que aquello que me llena, todo lo que me desconcierta, me regocija, me afecta para bien o para mal, pensando en que siempre, a la larga, será para bien, es a lo que llamamos estar vivos. Tiene que ver con crecer. Y no solo se crece por fuera.
Escribo esto porque aunque hace tanto tiempo que mi madre ya no está, sé que aún permanece a mi lado dándome lo mejor de sí; escribo esto porque desde hace días he comenzado a entender que se va cerrando un ciclo y, como es lógico, también se va abriendo uno nuevo; escribo esto porque hoy me siento de maravilla, tranquilo, con el horizonte despejado, y me pienso divertir de lo lindo.
Cuando te ves así, lo mejor es decirlo.
Gracias, mamita hermosa. Por ti y por ese nosotros que formaste con intuición y sabiduría, por esa visión tan luminosa del entorno y el presente que me ayudaste a cultivar desde pequeño.
…
Es más, ¿sabes qué? No me aguanto y te lo voy a contar: como la semana que viene habrías estado de cumpleaños, para celebrarte compré por adelantado una plantita de lo más coqueta y le puse tu nombre.
Esta mañana le di un beso.
Iba a ser una sorpresa, no se lo vayas a decir a nadie. Tú lo sabes porque tuviste unas cuantas, siempre te gustaron. Una planta es vida, naturaleza: es también el adelanto y la constatación de un ciclo. Es cuidado y atención. La luz, la sombra. La pienso tener cerca de mí para que me acompañe en silencio la mayor parte del tiempo, igual que lo haces tú. Para que vivir se trate también de hacer de cada mañana o de cada tarde o de cada noche algo un poquito más bonito. O al menos de intentarlo. Y si de pronto fallamos, qué más da, será otro error, pero uno nuestro, que sabremos corregir. Con amor. Con bondad. Con compasión. Con generosidad. Con sinceridad. Con placer. Con alegría.
Te amo, mi viejita linda.