De mi temprana niñez en Ciudad Guayana, esa amalgama fluvial que une a Puerto Ordaz y San Félix, guardo pocos recuerdos. Los que tengo son, más bien, una bruma espesa de colores lavados, sensaciones vagas: fugacidades, atmósferas, temperaturas, de pronto algún aroma, destellos sueltos de pertenencia a un momento y un territorio, a cierta forma de ser anclada a una promesa de progreso y expansión.
Veo una casa de aluminio a ras de suelo con un patio externo, pero tal vez la veo porque lo sé. Quiero decir que si me esfuerzo llegan a mi memoria imágenes que no descarto que existan gracias a las fotografías que mi madre atesoraba en sus álbumes viejos y yo heredé luego de su muerte, como una alfombra, juguetes de plástico, el cabecero de fórmica marrón y blanco de una cama, la tela de un mueble naranja oscuro, una mesita de centro con patas lacadas, adornos de cristal, una ventana enorme por la que siempre entra la luz. No sé si las confundo con otras que vinieron después, de otras viviendas, de otros hogares. Es muy posible.
En lugar de acciones me asaltan palabras como ideas que giran en torno a mi madre y el levantamiento de algo nuevo para ella en aquel entonces, cuando yo apenas era un niño que aprendía a hablar con dificultad: una ciudad pequeña y calurosa, un trabajo estable en la industria metalúrgica. Disciplina, tenacidad, juego. Esfuerzo, conocimiento, recompensa. Sueños de bonanza. Trabajo y brindis como medios para el encuentro; eso lo veo con más nitidez. Mi primer recuerdo más o menos claro con gente alrededor es una fiesta, en ella me dan un regalo, una especie de escritorio para dibujar. Hay un chiste que no entiendo: dos mujeres, allegadas a mi madre, afirman ser ellas quienes me lo han comprado. Una dice que la otra miente. Ríen.
Hablo de hace cuatro décadas y de una línea de tiempo que se extiende hasta hoy y ha estado siempre determinada por las amistades, la celebración, por el amor de esa gente que no lleva tu sangre y se aproxima, que se abre sin miedo y de pronto te muestra sobre todo lo mejor de sí, pero también lo peor. Como los valientes.
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Fui el único hijo de mi madre. Fui el único hijo de mi padre. Ellos se separaron pocos meses después de mi nacimiento. Tuvieron luego nuevas relaciones; largas, cortas, más o menos serias. Con los años, antes o después, cada cual se casó con otra pareja, y aunque quisieron a otros como si lo fueran, nunca tuvieron más hijos. Mi mami hermosa, mi papi bello. Joviales, parranderos y nocturnos. Inmensos en su alegría, compañeros solitarios. Me enseñaron un montón de cosas, en especial a sentir. Y a valorar la amistad.
Desde siempre entendí como algo natural que mis hermanos serían mis amigos más cercanos, y entre tantas mudanzas a lo largo de mi vida puedo afirmar con regocijo, con orgullo, que no han sido pocos. Lo he meditado y estoy plenamente convencido: he tenido una familia preciosa, amé a mis tíos y a mi tía, hoy muertos, amo a mis primas y a mis primos, daría mi vida por varios de ellos, pero sin mis amigos el camino que he trazado habría tenido menos bases. Quizás las mismas construcciones, pero menos bases. Y menos bases —o peores— acarrean el riesgo del desmoronamiento.
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A mis tres o cuatro años nos mudamos a Caracas mi madre y yo. Allí, en algún lugar desde no sé cuándo, estaba Mildred, su amiga y, a partir de entonces, mi tía bonita. Así la llamaba y así lo sigo haciendo: tía bonita. No nos vemos e igual es mi tía bonita. Con ella vivimos unos meses; con ella y sus dos hijos: Robertico y Víctor Daniel.
Aunque nos llamábamos primos, Víctor Daniel fue mi primer hermano. Un poco mayor que yo y muchísimo más listo, curioso y temerario, me enseñó a ir hacia delante. A esa edad de kínder me sembró la idea del desafío como una posibilidad. Cuando en mis textos aparece la imagen de una grúa o un gruero es porque antes he pensado en él: era un gran remolcador.
Recuerdo nuestros disfraces de Carnaval –él de payaso, yo de torero; él de El Zorro, yo de El Zorro– nuestras risas desdentadas bailando tambor en una fiesta infantil, las ligas que sacábamos de las tapas de compotas y usábamos como pulseras, unas vacaciones que compartimos durante nuestra adolescencia en las que me dijo, tocándose la lengua, que la herramienta más importante que tenemos es la palabra.
Aunque ya no nos veíamos y casi nunca hablábamos, si no lo hubieran asesinado para robarlo en Caracas hace veintiún años tal vez me habría podido enseñar más cosas. La última vez que coincidimos, meses antes de que lo mataran, me recogió en una calle en la que mi novia y yo nos habíamos accidentado, y me llevó a mi casa. No solo me brindó su ayuda, esa tarde, mientras me hablaba de su bebé, me dio una última lección: le quise pagar por sus servicios y me dijo que a los amigos de toda la vida no se les cobraba.
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Mi padre nació y murió en Porto Alegre, al sur de Brasil, pero sus abuelos y bisabuelos eran de Portugal o Alemania. Vivió casi treinta años en Ciudad Guayana, donde nací yo. Allí supo arroparse de un entorno propio y familiar, lleno de música y saraos de madrugada. Mi madre nació en San Cristóbal, Venezuela, sus antepasados eran españoles y había una línea, me parece, del Líbano. Menuda mezcla. Ella cursó estudios de bachillerato en Colombia, se mudó a Caracas, vivió dos años en Jamaica en los tempranos setenta, me parió en San Félix, se mudó a Caracas, vivió en Puerto Cabello y Valencia, se mudó a Caracas. Ese ida y vuelta, ese vaivén, marcó sus relaciones y también las mías.
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Una vez que mi mamá se estableció en una nueva empresa, nos despedimos de Mildred y sus hijos y nos movimos al piso 13 de un edificio en una urbanización en la calle de enfrente. Así llegó Luisito, mi siguiente cómplice. Él vivía con sus padres y su hermana mayor en el piso 14.
A Luis y a mí no nos gustaban las mismas cosas, exagerábamos y nos mentíamos, discutíamos y competíamos: quién salta más lejos, quién baja más rápido las escaleras, quién tiene el regalo más caro, quién batea mejor. Estudiamos juntos en tercer y cuarto grado y compartimos el transporte escolar. Era mi llave. Nos contamos secretos, nos quisimos, nos protegimos y nos apoyamos desde nuestras diferencias. La vida separó nuestros caminos, pero después de un porrón de años sin vernos, cuando ya de adulto aparecí de la nada para pedirle que me diera una mano con una investigación periodística que envolvía cierto peligro, no dudó en hacerlo. Por nuestra vieja amistad.
Había pasado media vida y al mismo tiempo habían transcurrido solo tres días. Regresé a esas plazas rodeadas de edificios de mi segunda infancia que él seguía habitando a diario y comprendí que hay una dimensión paralela donde el tiempo pestañea a otro ritmo.
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Cuando volví con mi madre a Ciudad Guayana, a mis diez años, mi padre estaba casado con una mujer bella, encantadora y lúcida que tenía dos hijos. El menor, Juanky, era un poco mayor que yo, pero estábamos en el mismo grado escolar. A él fue al primero al que llamé hermano de viva voz. Así lo sentía y casi lo era, porque era mi hermanastro.
Gracias a Juanky llegué a un nuevo colegio con nuevos compañeros y desde el primer día me sentí parte de algo: porque él no solo era popular y divertido, además era generoso. Y yo era su hermano. Nos convertimos en aliados, teníamos formas distintas de comportarnos, pero un sentido del humor que nos acercaba.
Mi nuevo hermano me protegió con simplicidad infantil, me enseñó a ser precavido y menos violento. En algún punto durante nuestra pubertad se mudó con su padre a otra ciudad y perdimos contacto, pero nunca del todo. Cada cierto tiempo —cuatro meses, cinco años, eso es lo de menos— nos escribimos y nos decimos que pronto nos veremos, una esperanza que permanece encendida como el sol que nos quemaba la cara y los hombros mientras jugábamos fútbol en la calle con dos piedras como arquerías.
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Mi siguiente hermano fue Víctor Peña. Le decíamos Peñita. Estudiamos juntos. La primera vez que fui a su casa, su madre, una maestra de otro colegio a la que recuerdo como una mujer fuerte y decidida, salió de la cocina secándose la manos, me agarró la cara y dijo riendo: «Yo sabía que eras el hijo de Edith, eres igualito a ella. Esta mañana le pedí a Víctor que te trajera porque ese nombre, Leo Felipe Campos, solo lo puede tener una persona en el mundo». Se equivocó, creo que hay otro por allí, pero cómo iba a saberlo si en aquel entonces no existían las redes sociales. Mamá Chela, que descanse en paz. Nos llevaba a todos lados en su Chevrolet Caprice, a Peñita, a mí y a una parranda de adolescentes jediondos entre los que solían estar los alegres Pedro Briceño y Pedro Caraballo. Resulta que mi tío, hermano de mi padre, era el padrino de Peñita. Casualidades de las ciudades pequeñas.
Mamá Chela tenía otros dos hijos, Peñita es el del medio. Por eso a veces yo no entendía que él me llamara hermano si ya tenía uno mayor y otro menor. Pero me encantaba serlo. Nos fundíamos a golpes entre juegos, conversábamos, nos prestábamos ropa, salíamos a pasear, a hacer ejercicios, a practicar baloncesto, nos aliábamos, en las fiestas nos poníamos uno cerca del otro, nos convertimos en una dupla casi infalible jugando truco y apostando desayunos.
De Peñita siempre admiré sus silencios, su discreción, su disciplina, su sinceridad y su capacidad de análisis. También esa sonrisa de ojos brillantes. Leía más que yo, era un espejo en el que quería verme. Me enseñó a dar. Nos distanciamos pronto, cuando regresé a Caracas para estudiar en la universidad. Su vida y la mía son muy diferentes, no creo que nos hayamos visto en persona más de tres o cuatro veces en los últimos quince años, pero hace poco le dije que de mis amigos él sigue siendo al que más me parezco.
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«Tengo amigos íntimos a quienes veo tres o cuatro veces al año —dijo Jorge Luis Borges en una entrevista que le hicieron en 1980—: la amistad no necesita frecuencia. El amor sí. Pero la amistad, y sobre todo la amistad de hermanos, no. Puede prescindir de la frecuencia o de la frecuentación».
Borges contrapone amor y amistad como términos para referirse a las relaciones de pareja, eso lo entiendo. Y desconozco si era un buen amigo de sus amigos, pero estoy absolutamente de acuerdo con su clarividencia.
Las amistades nacen de los amigos, pero tienen vidas propias. Algunas terminan y otras se quedan suspendidas como las líneas infinitas que surgen de todo punto final. Aunque aquí hay nombres sueltos, nombres y apellidos que significan poco o nada para nadie y para mí son fundamentales, lo que pretendo hacer es un homenaje a mis amistades, que incluye a mis amigos, pero no son ellos. Un amigo es una persona. Una amistad son dos. O más de dos. Una amistad es una energía indestructible.
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Ya instalado en Caracas conocí a Carlos Rojas, que también era de Puerto Ordaz y estudiaba en la misma universidad. Él, Ingeniería; yo, Comunicación Social. Compartimos apartamento, primero, y después habitación. Menos mal que no hablan las literas. Carediablo: así le puse y así lo llaman hoy muchas personas, mi hermano de los 17 a los 21. Formamos una dupla simpática. Me enseñó a oír rock, trip hop, grunch, yo le mostré el universo Fania y sus recovecos populares.
Carediablo es guitarrista, como lo era mi padre, y al igual que él, tiene ideas firmes y un corazón noble. A mitad de la carrera se mudó, cambió de universidad, y más adelante me acogió en su nueva habitación cuando yo me quedé en la calle. Lo hizo sin preguntas ni presiones, hasta que a ambos nos echaron injustamente de ese apartamento. De no haberme aceptado, eso no habría ocurrido. Y él nunca me lo recriminó. Ni una sola vez.
Es imposible contar todo lo que vivimos durante esos años de aprendizaje, ron y temeridades en los que nos cansamos de reír y amanecer despiertos. Sostuvimos una complicidad avasallante. Carediablo me retaba con su perspicacia. Además de música, me enseñó a pensar en mi futuro y a tener más ambición.
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Durante ese período, otros dos de mis amigos de la adolescencia en Puerto Ordaz se transformaron en mis nuevos hermanos sin importar la distancia. Tenían vidas y personalidades opuestas, y creo que nunca se conocieron entre sí, pero mientras yo estaba en Caracas ambos fueron un gran apoyo para mi madre y, por ende, para mí.
Por supuesto, eso es algo que nunca olvidaré. Lo hicieron por puro cariño, por su bondad.
El primero es Carlos Eduardo Acuña, el Maracucho, al que asesinaron a balazos en extrañas circunstancias y aún me da un poco de rabia no haberme acercado más a su familia en aquel momento para decirles cuánto me dolía su tragedia.
De él rescato dos anécdotas: en uno de mis viajes decembrinos para visitar a mi madre y a mi padre, fui a Unare, al barrio donde había vivido algunos años y habíamos sido vecinos. No intento ser más preciso porque me he mudado tantas veces que para cualquiera que no sea yo resultará imposible ubicarse con exactitud en tiempo y espacio.
Lo que importa es que aquella noche de Navidad fui al bloque donde él vivía, estuve en su apartamento bebiendo, comiendo y bailando, dando y recibiendo abrazos, y al salir me vi envuelto en una pelea que terminó con diez o quince muchachos, todos conocidos, persiguiéndome para propinarme una paliza. El único del barrio que salió en mi defensa sin importar que luego yo volviera a Caracas y él se quedara allí, fue el Maracucho. Al final no me tocaron ni un pelo.
Al año siguiente, él me visitó en la capital y la recorrimos, se quedó conmigo, conversamos, asistimos a un concierto. Luego viajamos juntos a unos carnavales en Carúpano con mi primo y mi madre, a la que él respetaba y adoraba. De allí nació uno de mis cuentos publicados en Gancho al hígado.
Después llegó la segunda anécdota: en otra de mis vacaciones navideñas en Ciudad Guayana fui a una discoteca y, al salir, lo vi a lo lejos. Esta vez era él quien estaba involucrado en una pelea. La situación era confusa, había muchas personas a su alrededor. Tenía la camisa rota y maldecía, amenazaba. Yo iba de traje y corbata; me acerqué con cautela. Al verme, en medio de la tensión, el Maracucho cambió el semblante. Estaba borrachísimo, sonrió, comenzó a gritar: «Ya va, ya va. Un segundo, esto es más importante. Aquí está mi hermano». Corrió hacia mí, me abrazó, me cargó y me besó. Tenía un labio partido y los ojos aguados.
Nadie entendía nada. Ni yo.
Le pregunté qué ocurría. Algo trató de explicarme, pero lo interrumpí como si fuera su hermano mayor: «Te vienes conmigo». Me pidió que no lo obligara porque no quería quedar como un cobarde; en un entorno como el nuestro aquello podía marcarte. «No me importa, se acabó la pelea». Se marchó cabizbajo, nos montamos en un taxi y lo llevé al apartamento de mi madre, que al día siguiente nos preparó algo de comer y lo mandó a él a su casa para que no preocupara más a sus padres. Así comenzó un nuevo año.
Meses antes de que lo mataran me había enviado una foto suya con una dedicatoria en la que ponía que me extrañaba. Mi madre me dijo: «Deberías llamarlo más, él te quiere mucho».
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Para mí, el significado de lealtad nace con el Maracucho. Y con Tato, el segundo de esos amigos de la adolescencia que se transformó en mi hermano. Hasta el día de hoy.
Tato, que en realidad se llama José Andrés Delgado, es un ser humano ejemplar. Tiene una mirada limpia, como su alma. Me ha enseñado bastante de lo que sé sobre la nobleza y la ética. Muchas veces he creído que él quería ser un poco como yo —menos equilibrado, más disoluto— y yo quería ser un poco como él —centrado y estable, libre de vicios—. El Flaco, así lo llamo a veces, ha tenido que ajustarse a circunstancias adversas a fuerza de carácter, y siempre ha tomado decisiones sensatas en beneficio de su familia. Posee temple, se alimenta de cultura y sabe más de lo que quiere aparentar.
Cuando yo vivía en Caracas y quería regalarle un ramo de flores a mi madre, que seguía en Puerto Ordaz, le pedía a él que por favor se lo comprara y se lo enviara en mi nombre. Él lo compraba, pero no se lo enviaba, sino que se lo llevaba en persona. Y después la ayudaba con cualquier diligencia que ella le pedía.
En un mismo año, el 2008, sus padres fallecieron de forma trágica, murió mi madre, nació su primer hijo y nació mi hija. Eso nos hermanó aún más, por supuesto. Pero ya desde antes estábamos marcados por una amistad a prueba de fuego. En la prosperidad y en la desgracia, me parece que dicen los filósofos. Para mí es una bendición saber que existe y tenerlo cerca. ¿No es para eso que se escoge a un hermano?
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De mi segunda etapa en Caracas, que abarca casi veinte años, guardo relaciones fabulosas y diría que perpetuas, como las de María José Coronel, Mary Joe, mi aliada en la universidad, mi otro yo de entonces, mi compañera de tesis y primera mejor amiga, una llama que no ha parado de buscarse y encontrarse a sí misma. Pienso en mis panas Juancho Delgado, Karim Días, Carlos Luis Rodríguez, y en el combo maravilloso y único del grupo de teatro: Merlyn González, Thais Guerrero, Ana O’Callaghan, Nicolás Barreto, Ricardo Riera, María Virginia Rosales, Pedro Nava, Adriana Puleo, Carlos Corao, Mónica Santana, Luben Petkoff, Carlos Caque Armas…
A Luben lo exalto porque nos vinculan el hedonismo, el placer y las preguntas, a Caque lo admiro porque reúne lo mejor de mis mejores amigos: es la síntesis de la concordia y la justicia. Y se quedará gente por fuera, eso es seguro; es el peligro que tiene tratar de nombrar a tantos.
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Hay quienes afirman que los verdaderos amigos se cuentan con los dedos de una mano. Sospecho que esa idea viene muy atada a la inmovilidad; tiene lógica si el barrio o la ciudad (incluso el país) de la crianza, la adolescencia, la adultez y la vejez es el mismo. Entonces, los amigos serían los cuatro o cinco de siempre, los de la infancia o el colegio.
Yo creo que hay diversos tipos de amistades, en ese sentido seré un pulpo o un ciempiés para poder contarlas. O seré Roberto Carlos, el músico brasileño que cantaba que quería tener un millón de amigos.
En todo caso lo que soy es un privilegiado, un ser humano que ha crecido rodeado del afecto, el cuidado y la ternura de mucha gente que no lleva su sangre.
Y hablando de manos y de brasileños, rescato esta belleza que el gran Paulo Leminski escribe en uno de sus poemas:
Mis amigos
cuando me dan la mano
siempre dejan otra cosa
presencia
mirar
recuerdos
calor
mis amigos
cuando me dan
dejan en la mía
su mano.
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Otra de esas manos fue el Parra, Jesús Ernesto, que tomó el testigo de Carediablo cuando me gradué en la universidad. Gracias a él pude entender que yo era más inteligente (y más ignorante) de lo que pensaba, me impulsó a afinar conceptos, a profundizar mis conocimientos, a mejorar el ojo crítico. Lo que hoy sé de literatura inició con sus consejos y recomendaciones.
Jesús, un conversador rabioso, me enseñó a encarar riesgos y, como Carediablo, a pensar en grande. Era un lector voraz, un chico con ego y carácter. Juntos ideamos, con Chuchi y el Junior, con Enrique Aular, Héctor Barbosa y un buen lote de descarados, una de las experiencias profesionales más enriquecedoras en las que he participado: la revista plátanoverde.
Con Jesús viajé a Mérida, Maracaibo, Bogotá, Guadalajara, Sao Paulo, Buenos Aires…, durante cinco o seis años compartimos miles de madrugadas, habitaciones, brindis y confidencias; fuimos íntimos compinches, cooperantes culturales al servicio de la inventiva. Hoy no sé de su vida, prácticamente no hablamos, pero en su momento construimos una hermandad atronadora.
Las buenas amistades son relaciones únicas, especiales. Barbosa es como una montaña que ríe, Chuchi sigue siendo el candor y el fervor, el Junior es un chispazo incesante de profunda tenacidad, un amigo con el que viví momentos imborrables, como por ejemplo, cuando junto a Verónica, la madre de mi hija, estuvo a mi lado para ayudarme a cuidar a mi madre con cáncer en su última noche con vida.
Una vez al año, el Junior aparece con un mensaje telefónico divertido y yo siento como si hubiéramos continuado una conversación que dejamos suspendida el día anterior.
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¿Por qué cuento todo esto? No lo sé. Porque quiero, supongo. No procuro buscarle otro sentido. Para algunos podría parecer que me estoy despidiendo de algo; nada más lejos de mi intención. Este es un homenaje a secas, un homenaje porque sí. Pasa que estamos acostumbrados a hablar públicamente bien de los otros, incluso de nuestros amigos, una vez que han fallecido o cuando nos atraviesa algo contundente, como una enfermedad crónica. ¿Por qué? ¿Por qué esperar a que se produzca un corte vital para hacer reflexiones que creemos trascendentales?
Hay una conocida frase del escritor argentino Roberto Fontanarrosa que resume muy bien lo que la amistad significaba para él. Una vez le preguntaron qué soñaba para su hijo, y él respondió: «Que sus amigos sonrían cuando lo vean venir». Es lo que me pasa a mí con esas personas a las que he nombrado arriba y voy a nombrar abajo: me alegro cuando los veo acercarse.
Me parece más que suficiente.
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De aquella época caraqueña nacieron también amistades que me han hecho crecer como ser humano: las de Iván Palmero, Alexander Gutiérrez y Marjoury Portal, sinónimos de la benevolencia y el cariño; las de Marcelo Carneiro da Cunha y Valentina Fraiz, mis guías, maestros y protectores en mis viajes y estancias en Brasil; las incandescentes de Marc Caellas y Boris Muñoz, dos de mis hombres favoritos, sin quienes no hubiera podido escalar en mi vocación periodística y literaria, pero, sobre todo, en mi búsqueda intelectual y espiritual.
La constelación de nombres y apellidos que llegan a mi cabeza con alegría y nostalgia incluye también a Bibi Núñez, Irene del Carmen, Audrey Lingstuyl, Rapa Sáez, Kaury Ramos, Héctor Bujanda, Carla Mariña, Jován Pulgarín, Antonio Briceño, Maru Juárez, Valentina Oropeza, Liliana Strubinger. Y a otros tres de mis muertos: mis adorados y adorables Alberto Cianmaricone, Francisco Izquierdo y Willy McKey.
Con cada uno tracé o he trazado una amistad a ratos bonita, a ratos intensa, a ratos desafiante, a ratos tranquilizadora. De cada uno aprendí algo que atesoro.
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Cuando me hice padre hubo personas que me ayudaron en momentos clave. Guardo una inmensa gratitud por todas ellas. Pero al hablar de hermandad he de mencionar a Gabriela Arenas y Gabriela Ríos, dos amistades adquiridas de mi maravilloso noviazgo con Selva Ramírez, hoy otra aliada extraordinaria. Así es la vida. O así también puede ser la vida.
Las Gabys son, para mí, hermanas que mi hija ha heredado como tías: mi familia escogida, su familia extendida, igual que Renata Ríos. Y con ellas vinieron en la mochila tres rayos de luz que se desprendieron de sus vientres. De modo que, como aquella Mildred amiga de mi mamá durante mi infancia, he sido también un poco tío de otra sangre. Incluso un poco papá. Papaleo.
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El camino de mis duplas —Víctor Daniel, Luis, Peña, Carediablo, Jesús— lo siguió el Negro Jairo, un inmenso cobijo. De cara a la galería, Jairo es un estupendo creativo publicitario, de los mejores de Venezuela, un emprendedor de ideas brillantes, un joven empresario de éxito y un amante sinuoso, temible, controvertido. Las relaciones se establecen según los sentimientos, los intereses, las voluntades, los lugares, los azares, las circunstancias. Para mí es un protector.
Nuestra amistad se cimentó porque nos apoyamos en momentos de fragilidad, sobre todo él a mí. Una tarde me llamó para que nos reuniéramos en su casa. Nos conocíamos apenas, no éramos cercanos. Él quería hacer un libro sobre el beisbolista venezolano Johan Santana, una estrella consagrada de las Grandes Ligas, y me propuso escribirlo. El proyecto no se dio, pero a los quince días me mudé con él y terminamos viviendo bajo el mismo techo durante seis años. En ese tiempo solamente discutimos un par de veces, tuvimos una química impresionante.
Jairo me ayudó en todo momento y me enseñó que no importa cuántos proyectos se caigan, siempre habrá uno nuevo y mejor que nazca de tu cerebro, de tus inquietudes, de tu amor por la vida.
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Esta historia resumida estará entre las menos atractivas de las millones que protagonizan los migrantes venezolanos que hoy padecen en sus trasiegos, pero es la mía y la quiero. He sido, por fortuna, dueño de mis decisiones, estoy donde quiero estar, he escogido tener los problemas y también los amigos que tengo. En eso me felicito. Porque ellos y su permanencia me otorgan la fuerza indispensable para plantarme ante lo que soy y lo que no. Me ayudan a cuidarme, a cuidar de los míos. Por ejemplo, de mi hija.
Y mi hija hoy vive en otro país, el mismo donde vive Alejandro Tapia.
Alejandro estudió conmigo en la universidad, fuimos bastante cercanos durante los primeros años de carrera. Abundamos en afinidades: el baile, los chistes, la música, el deporte. Como pasa con gente a la que aprendes a querer a esa edad, perdimos contacto cuando entramos al mundo profesional. A pesar de eso, uno de mis empleos lo obtuve gracias a su recomendación y un par de veces hallamos en un partido de fútbol televisado la excusa perfecta para vernos. La distancia impuso silencio hasta que el destino volvió a unirnos. No tenía idea de su hospitalidad ni del tamaño real de su corazón, que debe de medir más que el Maracaná y latir más que un estadio turco.
No es tan fácil, hasta ahora lo noto, hablar de tus hermanos.
Alejandro me ha ofrecido su hogar con una generosidad insólita para que me sienta más que a gusto cuando visito a mi hija. Me ha brindado no solo un espacio, sino el calor de su familia. ¿Cómo se cuenta eso? ¿Cómo se describe? A cambio no ha pedido nada, si acaso sostener conversaciones y discusiones como las que teníamos cuando ni siquiera nos salía barba.
Es curioso, hay personas que persiguen la verdad, el bienestar y la virtud que llevan dentro sin saberlo. Yo creo que en esa prolongación está la naturaleza del amor, pero no se lo pienso decir. Que lo descubra por sí mismo. Así somos los amigos.
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Tener una vida errante te empuja a echar anclas que luego levantas, una tienda de campaña aquí, otra allá; recuerdos y desmemorias. Las raíces se vuelven aéreas. Si eres de los que cree que ya de adultos no es posible establecer amistades genuinas e indelebles, será mejor que no cambies de ciudad, mucho menos de país. O te sentirás en estado de abandono.
Antes y durante mi tránsito por Colombia y España he contado con personas que por deseo o instinto me han aproximado a la alegría de vivir: Andrea Gutiérrez, Margarita Posada, Juan Esteban Osorio, Silvana Bonfante, Ariadna Padrón, Iván Ospina, Esteban Giraldo, Camilo Rozo, María Corujo, Erasmo Ferrante, Mariana Nevado y el nuevo combo integrado por Daniel Fermín, Ariana Basciani, Manuel Gerardo Sánchez, Ana María Lanz, Juan Trejo, José Chacho Vargas, Giulia Lo Monaco, María Elena Molero, Alex Maldonado, Lúber Mujica, Mikel Muñoz, Araí Zanguitu y mis rescatados Leonardo Carré, Marianna Gómez y Claudio Urosa.
No es casualidad que a varias de esas personas me las haya presentado Marcel Ventura, mi hermano más reciente.
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Marcel es, a mis ojos, una mezcla de todos mis hermanos anteriores: libertad para ser tú mismo, como dicen que dijo Jim Morrison, a saber si es cierto.
Podría cerrar este larguísimo comentario aquí, pero no sería justo si no nombro su capacidad de anticipación, la dulzura de su discurso y su descomunal amabilidad. Mi elogio hacia él siempre será corto porque representa para mí más que el respeto que me tengo.
Hay una idea de ánimo y soporte que me lleva de vuelta a esas sensaciones de mi infancia, a aquellas imágenes borrosas de una Ciudad Guayana perdida en mi memoria donde él nunca estuvo y tal vez nunca estará. Es el juego en estado puro, ideas similares a las que tengo sobre mi madre y su levantamiento de algo nuevo cuando yo era apenas un niño que tropezaba con sus piernas.
En una ocasión Marcel regresó a Venezuela de visita cuando yo aún vivía en Caracas y me dijo que quería verme. Así lo hicimos. Antes y después. En el intermedio habíamos acordado que nos reuniríamos para hablar no sé de qué, cualquier tema que perdió sentido cuando mi hija, entonces una bebé, tuvo que ser hospitalizada. Se lo solté y me convenció de recogerlo de camino a la clínica, dijo que podía acompañarme y servir de algo. Ambos sabíamos que no había utilidad posible en ese encuentro, solo dignidad, algo parecido a la paz. En el mismo trayecto sumé a mi primo y a mi tío, que no lo conocían. Marcel estuvo allí como uno más. No sé qué coño vio en mí, no sé por qué decidió mostrarme lo que no le enseña a casi nadie.
Muchísimo de lo que he conseguido en los últimos años, profesionalmente hablando y después de abandonar Venezuela, se lo debo a él, a su trabajo previo, a sus contactos y a sus buenas intenciones, pero nada de eso alcanza a determinar ni a significar nuestras voces y medidas que a veces se confunden en la confianza mutua. Él sabe que yo voy a fallar, yo creo que él va a fallar. Y no nos importa. A mí no me importa en lo más mínimo. Sus fallos serán los míos, y los corregiremos. Sus aciertos serán los suyos, y los celebraremos. No sé cuánto durará nuestra amistad, pero vivirá por siempre independientemente de nosotros.
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Así es lo simple, lo sencillo. Lo grandioso. Escuchar a los que quieres y despertar la consciencia. Buscar la virtud, la bondad, los retos, el hábito de la convocatoria a la acción. Recibir honestas críticas. Disfrutar las diferencias, las carencias, las contradicciones, y aprender de ellas, incluso aprovecharlas. Ofrecer y aceptar compañía, cuidar y dejar que te cuiden. Rearmar fragmentos, calibrar dichas y desdichas. Participar en los ritos, de pronto en una fiesta, llevar un obsequio, respirar esa atmósfera en apariencia trivial, hacer un chiste e instalarte como el primer recuerdo de un niño antes de brindar.
Poco más. Parece insignificante y lo es todo: la divina inmortalidad de un gesto.
Aún no sé quién me regaló aquel escritorio para dibujar, puede que haya sido mi madrina, puede que haya sido mi propia madre, puede que haya sido una mujer que ya no está o incluso puede que no existiera ningún escritorio y todo sea una trampa de mi memoria para ponerme a hablar de lo que ocurre cuando nos despojamos de cualquier noción de egoísmo para encontrarnos con otros. Eso es. El desprendimiento sin prejuicios para ser lo que verdaderamente queremos ser y, a pesar de eso, ser un poco buenos. No hay nada más incorruptible. Las grandes amistades, con sus tiempos e imperfecciones, con sus alternancias y curiosidades, son, para mí, una de las mayores evidencias de la sabiduría. De una portentosa sabiduría.