Nunca voy a olvidar las flores que compró mi madre aquella tarde bajo la lluvia. Y no voy a hacerlo porque llegó peleando con su cansancio, pero mostrando su entusiasmo, ilusionada, con el ramo en alto y el monedero vacío. No voy a hacerlo porque sé que ella esperaba un abrazo y en cambio recibió unas «gracias» apagadas, a la carrera, bajo una fiesta de luces tenues que celebraba, justamente, a esa misma persona que ahora ignoraba su regalo. No voy a hacerlo porque la miré contenta y orgullosa después de una trompa que duró siete minutos y un refresco, aplaudiendo entre lágrimas el éxito ajeno.
No voy a hacerlo porque a pesar de no entender la intensidad superlativa de sus sentimientos, tampoco podré olvidar la primera vez que recorrí, después de su muerte, la acera donde estaba el kiosco que vendía las flores, y noté la distancia que lo ubicaba casi a mitad de camino entre la estación de metro Agua Salud, muchas gotas de lluvia después, y la casa donde ella vivía, unas cinco o seis cuadras más arriba.
La tarde que me detuve frente a aquel kiosco el cielo estaba despejado, de modo que la distancia se medía más en minutos que en insultos perdidos al vuelo. Mientras caminaba, imaginé a mi madre maquillándose frente al espejo con fotos de su escaparate. Siempre guardaba retratos y rostros sonrientes: en su cartera, en una gaveta, en su bolso, en el corcho de su cuarto.
Las fotos, tamaño carnet y algunas un poco más grandes, representaban la estricta alegría de sus relaciones, la capacidad de evocar no un momento, sino la gloria vivida en su tránsito por tantos lugares. Tantos niños y dientes de gente que incluso yo había olvidado o ni siquiera conocía, me habían parecido antes una debilidad. Sus ganas de asistir a una fiesta que no le pertenecía, también. Pero en ese momento, meses después, cerca del kiosco, sobre mis pasos y a escasos metros del terror que produce el vacío, entre los lloriqueos del niño débil en el que empezaba a convertirme, ese parecer cambió por un mazazo de cemento en el estómago.
Fue una epifanía: la comprensión de algo que hasta entonces yo no había sabido mirar.
Mi madre salió con horas de antelación para llegar a tiempo a la fiesta y evitar la hora pico; con sus mejores ropas, o casi las mejores; con esa emoción espontánea y el gesto de detener sus pasos bajo la lluvia —a cuatro canales de la otra acera— frente a ese pequeño lugar donde vendían astromelias y girasoles, para gastarse el 90% de lo que tenía en un obsequio innecesario.
Así funcionaba su lógica, para sacar el amor que le sobraba adentro tenía que hacerlo tangible, aunque a veces escogiera destinatarios antipáticos y distraídos, o gente con miedo.
Hacía tarjetas con las manos para paliar su falta de dinero, caminaba durante horas hasta encontrar esa camisa resistente, bonita y económica que pudiera regalar, cocinaba arroz con pollo, cambiaba chistes y anécdotas por frutas, pedía sin vergüenza para los demás. No era una heroína, ni una mártir, era mejor: una persona que pensaba en el otro.
Aquella noche de la fiesta, yo estaba resguardado en la frescura del Centro San Ignacio y ella tenía unos zapatos que había limpiado con sus manos después del almuerzo. Tenía los pies mojados, desde el final de las botas de su pantalón. Se sacudió el cabello y me pidió que le sostuviera el ramo de flores. Con ganas de ir al baño, como siempre, me dio un abrazo y me preguntó, coqueta: “¿Estoy linda?”.
Sí, mamá, estabas tan hermosa que ahora me da pena.
Tampoco podré olvidar su despedida a mitad de la fiesta, pasada la medianoche, porque en su cara brillaba la satisfacción. Para ella era fundamental la compañía y estaba cumpliendo con la primera parte de lo que creía que era su deber, apoyar no solo a la gente que la quería a ella, sino a la gente que me quería a mí. La segunda, una trampa: dormir donde yo vivía.
Lo que pasó del taxi en adelante no importa tanto, ella acostumbraba a esperarme despierta, con el televisor encendido, y siempre buscaba la forma de contarme la película que acababa de ver. Era una crítica sin mordida, casi todo le gustaba, y había visto más películas en la televisión que cualquier persona que yo hubiera conocido. Aún así, me quedé con ganas de regalarle una columna en alguno de los medios en los que yo participaba. Sus últimas frases solían ser las mismas en cada despedida: que descanses, dios te bendiga, algo un poco largo que terminaba con las palabras «manto violeta».
Hace una hora me descubrí diciéndole casi lo mismo a una persona muy pequeña antes de dormir, y recordé, otra vez, las flores y tantas cosas. A veces me pregunto qué sentido tiene enmarcar estos momentos y hacerlos públicos, como si se tratara de algo que pudiera importarle al resto.
Pienso en el tiempo que corre y en el deseo, pienso en los medios y en el reconocimiento, pienso en el poder y en la inmensidad y en el reflejo. Pienso en que alguien, fuera de mí, se lo merece, aunque a veces tengo dudas.
¿Qué es de la vida de aquél pequeño ramo marchito? Ya lo dije. Lo tengo yo, tatuado en ese espacio desconocido que unas veces llamamos alma y otras memoria, iluminando la única forma de inmortalidad que conozco hasta ahora.