Mi madre fue una mujer atenta y amable, también coqueta y cariñosa, pero lo primero que llega a mi cerebro cuando la recuerdo es que nunca temió ser honesta con sus sentimientos. Lloraba como reía, sin taparse el alma. Y así me demostró que el amor incondicional existe.
Por lo general, ella sentía que podía confiar a plenitud en mis decisiones y se convertía en la más despreocupada de mis mejores amigas. Su aliento fue constante, nunca me prejuzgó, aunque cuando pensaba que debía ser rígida lo era, y si creía que yo había cometido un error, me lo decía o me lo preguntaba en un tono que era más bien una caricia o un golpecito en el pecho para que yo pudiera entender luego de una reflexión casi automática.
Me regañó muchas veces y discutimos bastante, por supuesto, un poco más durante mi adolescencia, aunque eso quizás se deba a que me fui de casa a los 16 años, apoyado por su empuje y su fe en mi aprendizaje, mi crecimiento y mi futuro. Recuerdo con claridad algunos de esos regaños en los que incluso llegó a levantarme la voz, justamente porque no era habitual en ella.
El más antiguo en mi memoria ocurrió cuando yo tenía ocho años. Una selección infantil de fútbol que representaba a Colombia jugaba en Caracas un campeonato de clubes y estaba haciendo un buen papel. Le había ganado a Venezuela. O a Brasil. Mi madre, emocionada porque sabía que me encantaba el fútbol y que yo miraba esos partidos por televisión y algunas veces iba hasta el estadio con otro grupo de niños, quiso establecer una conversación de igual a igual hablando del excelente torneo de los colombianos. Supongo que algo habría escuchado en la radio mientras volvía de su oficina.
Pocas veces como esa borré su sonrisa del rostro de una forma tan estúpida. Le respondí que esos malditos drogadictos terminarían perdiendo el campeonato. La retahíla de frases que me soltó de inmediato, con una contundencia insólita, se transformó en una lección que nunca iba a olvidar. Jamás la había visto así, como en ese momento. Me preguntó, con el tono bien arriba, si sabía en realidad por qué llamaba de esa forma a unos muchachos que venían a nuestro país a jugar fútbol, a hacer lo que a mí tanto me gustaba, con lo que soñaba, y de paso lo hacían tan bien. Me preguntó si tenía una idea clara de lo que significaba la adicción. Me preguntó si creía que en Venezuela, en Caracas e incluso en la urbanización en la que vivíamos, en El Valle, no había drogadictos. Me preguntó si sabía que ella había vivido algunos años de su niñez en Cúcuta y Pamplona, y que esas ciudades estaban en Colombia. Me demostró que era un pendejo ignorante, prejuicioso y mal perdedor que en realidad no sabía de lo que hablaba. Lo hizo a los gritos y noté su decepción en la mirada. Yo estaba furioso. Pensé que ella exageraba, que era injusta, pero entonces se extendió y me dejó claro que estigmatizar a las personas era no solo indigno, sino profundamente triste, y que obligaba al silencio del otro, que tenía que soportar insultos gratuitos. Que era yo quien estaba siendo injusto por dejarme llevar por comentarios malsanos y negligentes de quién sabe quién en la calle.
La segunda vez fue más fuerte, también por la misma época. Yo no pasaba de los diez años, y junto a un grupo de amigos decidimos robar placas de marcas de carro y coleccionarlas. Usábamos tenedores, cuchillos, navajas y destornilladores. Hacíamos competencias para ver quién tenía más y quién lograba robar las de moda: Malibú, Chevette, Sierra, Fuego, Samurai, Camaro. A nuestros padres les decíamos que nos habíamos encontrado eso en un terreno abandonado, dentro de unas bolsas y cajas regadas por allí. La memoria tiene sus vericuetos. Por alguna razón guardo la imagen de un visitante preguntándole a mi madre, con obvia extrañeza, de dónde había sacado yo ese puñado de marcas de carro. Disimulé. Ella repitió, confiada, lo que yo le había contado. Esa noche o alguna de las siguientes, con una sonrisa, tomó un martillo y varios clavos y decoró la pared de mi cuarto con el fruto de mi pequeño robo. Quería adornar mis días. Es curioso, a mí nunca me gustaron los carros, pocas cosas me parecían más aburridas que esa mirada emocionada de mis amigos junto a sus padres frente a un motor lleno de grasa. Sin embargo, adoraba la competencia y ya desde entonces me encantaba estar con mis amigos fuera de casa.
Pasó una semana hasta que las administraciones de los edificios del conjunto residencial se pusieron en contacto. Nos habían descubierto. Mi madre me interpeló. Hice algo terrible: primero robé y después le mentí. Sus gritos fueron escalando. Había traicionado su confianza, la había hecho quedar como una imbécil en cada martillazo. Entonces vino algo que no entendí en ese momento: con lágrimas en los ojos me dijo que nunca debía tomar por la fuerza aquello que no era mío y que así empezaban los asaltantes de bancos. Otra vez me pareció que exageraba y pensé en los helados que a veces me comía sin pagar en un abasto cercano. Para mí había una diferencia obvia entre un helado y una bóveda de oro. Pero, claro, ella tenía razón y seguía gritando cosas sobre la honradez, sobre los criminales, sobre el amor y el respeto de un hijo hacia sus padres. Me hizo llorar. Me imaginé con un antifaz negro y un traje a rayas, como los maleantes de las caricaturas.
Recordé esta anécdota luego del primer viaje fuera de Venezuela que hice como periodista, hace ya unos quince años. Después de cuatro días en Aruba, regresé a RCTV, el canal de televisión donde trabajaba, y entregué parte de los viáticos en dólares que me habían dado. Las caras de extrañeza de los administradores de la empresa eran dos poemas de los malos. Algunos compañeros me dijeron que yo era un gafo, pero yo sabía que no lo era. En adelante me he llevado sin pagar algunos ajos de los supermercados y aunque a veces me concentro, soy de esos a quienes se les olvida devolver encendedores o bolígrafos. Libros no. Con los libros es diferente. De las ferias de Guadalajara y Bogotá me robé un puñado, pero por lo general prefiero que me los quiten a mí. En fin, gracias a aquel regaño contundente de mi vieja entendí que no puedo quedarme con aquello que no es mío. Que robar no es malo, es malísimo, y que siempre es mejor reconocer un error frente a la persona que amas.
Me regañó también cuando unos días después de operarme las amígdalas y no comer y lloriquear durante tres noches, fui sorprendido besuqueándome a lengua viva con mi noviecita de entonces. Tenía doce años y ella era unos meses menor. Semanas después me regañó con más decisión cuando supo que, en ocasiones, yo trataba a esa chica como un patán porque pensaba que era lo correcto. Insistió en tres ideas que tampoco olvidé. Las mujeres son como las flores. Ella era una mujer. En algún momento yo podía tener una hija.
A esa hija la tuve y entre las poquísimas cosas que lamento en esta vida es que mi madre no la conociera. Carlota nació cinco meses después de su muerte y sé que descubrirá muchas formas del amor, pero pienso que hubiese sido hermoso que gozara con esa bondad ciega que solo podía regalarle mi madre.
Recuerdo que después de una pelea con aquella misma novia de la preadolescencia, una niña muy linda, mi mamá me convenció de invitarla a almorzar una comida que ella iba a preparar para que yo le ofreciera disculpas. Me enseñó que las parejas conversan y que es importante ser educado, cortés, incluso galante, crear espacios para el disfrute. Que a todo el mundo le gusta que lo traten bien. Me sentí raro, pero fue bonito. A esa chica, no en ese momento, sino durante mi ausencia, la bañó de consejos en cálidas conversaciones. Le dijo que una mujer debe quererse a sí misma, hacerse respetar, y que yo era su hijo, pero que no aceptara por ningún motivo que nadie la hiciera sentir mal. Que ella era la persona más importante en su propia vida. Si lo sé no fue porque me lo contara mi mamá, sino ella misma, mi noviecita. En el momento pensé que se trataba de otro necio y predecible pacto entre mujeres. Suelo ser torpe, o lento, para entender lo evidente. El tiempo es tan sabio que hoy me encantan las flores. De hecho, las admiro.
En el último lapso del bachillerato, antes de graduarme, decidí dejar de esforzarme en los estudios por unos meses, porque esas calificaciones no serían tomadas en cuenta para el promedio final. Creí que podía darme ese lujo porque lo merecía y porque sí, como se creen la mayoría de las cosas cuando se tienen 16 años. Otra vez entre gritos me aclaró que ella no le veía sentido a renunciar a algo que me hacía bien, y que si no quería convertirme en un mediocre, nunca dejara de dar lo mejor o, al menos, de intentarlo.
No sé cuántas otras discusiones tuvimos, pero sí que muchas veces pienso, cuando estoy frente a determinadas personas o situaciones, en qué me habría aconsejado ella. Sé que los rasgos de honestidad, bondad, justicia o nobleza que puedo llegar a mostrar, aunque sean pocos, se deben en gran medida a esas conversaciones que tuvimos. Sé que cuando noto que estoy siendo soberbio, inmediatamente la recuerdo, porque ella era todo lo contrario y por eso la admiraba como ser humano. Sé que me gusta ayudar a otros porque ella lo hacía de forma natural y yo nunca entendí cómo ni por qué razón, como si hiciera falta, y hoy trato de asimilar esa extraña satisfacción. Sé que era una mujer llena de errores, pero quería mucho y quería querer y sabía hacerlo de una manera absolutamente transparente. Tres noches antes de morirse me ofreció disculpas porque ella sabía, dijo, que me jodía mucho, que me atosigaba, que le costaba ser menos invasiva, pero que había tratado de mejorar y que si lo hacía de esa forma era porque no tenía otra para amarme.
Sé que a ocho años de su muerte ya no me va a volver a regañar nunca más, pero cómo me gustaría que me pegara de vez en cuando unos griticos desde el cielo.