Cuando me entrevistan o preparo una charla para hablar de mi reciente libro de cuentos, por lo general menciono peligros y ahogos, crisis y contrariedades; después fabrico un chiste y suelto palabras como “renuncia”, “coraje” o “derrota” para referirme a sus personajes, pero luego de este primer viaje a Miami, que he intentado aprovechar para reencontrarme con afectos escondidos entre las redes del pasado y algunos otros que se habían traspapelado por el vuelo de las decisiones adultas, un viaje que me ha servido para observar de cerca historias que exigen entereza, paciencia y una profunda convicción para no perder de vista el sentido de nuestra existencia, creo que ha llegado el momento de sacar a la luz dos aspectos importantes que se encuentran también en la entrelínea de estos relatos: el miedo y el amor.
Y para hablar del miedo y el amor voy a contar una anécdota que desnuda la inmensidad del personaje más poderoso que he conocido; uno complejo que he procurado reescribir de forma inconsciente a fuerza de memoria, pasión y admiración: el de una mujer menuda y frágil con una voluntad como el mar y una fe inquebrantable en el ser humano.
Ella fue alegre y triste a la vez. Con esto quiero decir que nunca tuvo mayores complejos para mostrar sus emociones. Era como un electrocardiograma, no el de un corazón agonizante sino el de uno acelerado, a veces impulsivo, un corazón que cabalgaba la noche a brincos.
Este rasgo, que tengo presente para mi vida y mis ficciones, fue algo que me incomodó durante mi adolescencia porque lo asocié casi en todo momento con la debilidad, que es uno de mis mayores temores.
Sin embargo, con el paso del tiempo, al que tanto respeto, y de mi paternidad que tanto valoro, he aprendido a apreciar ese mismo rasgo como una virtud inestimable. Hoy ubico esa cualidad junto a la de ser honesto, a secas, honesto sin más, honesto sin apelativos, incluso honesto sin cuidado.
Quiero creer que esto tiene mucho que ver con la literatura. O al menos con mi literatura.
Al contrario de lo que pensaba entonces, la autoconfianza que le permitió a esa mujer ser una fiel exponente de sus sentimientos —sin exhibicionismos gratuitos—, hizo de ella alguien valiente y consistente; segura de lo que era o de lo que quería ser desde sus creencias más profundas, que mucho tenían que ver con no dañar al otro.
Diría que, de una u otra manera, ella está presente en casi todos mis relatos. Hablo de mi madre, y esto es algo que nunca antes había dicho en público, aunque para algunos de mis amigos cercanos pueda resultar muy evidente.
Mi madre es o le presta bastante de sí a muchos de mis personajes, también a las atmósferas o paisajes que recreo, a los conflictos o situaciones absurdas, hilarantes y atormentadas que dibujo, algunas veces con cierta torpeza y otras con elasticidad y soltura.
Mis ganchos al hígado son los suyos, pero sobre todo son las formas de defensa inesperadas que le vi emplear para entrar a su propia felicidad y salir de situaciones duras, espinosas, para caer y levantarse, para esquivarse a sí misma, para reírse de sí misma, para anticipar el final, para danzar en el ring a través de movimientos arriesgados, con la guardia baja y la barbilla expuesta.
A mí me conmovió de manera especial aquella película de Clint Estwood, con Hilary Swank en un formidable papel protagónico: Million Dollar Baby, en la que un experimentado entrenador le repetía a su boxeadora que no olvidara protegerse. Hasta que en un segundo infeliz de una pelea importante, después de la campanada de un round que había dominado de inicio a fin, todo se torció porque ella desatendió el consejo y fue a dar no a la lona, sino al banquito de madera que su entrenador le estaba poniendo para que se sentara.
Se confió. No vio venir el golpe tramposo de su rival.
Entonces una parte de su cuello se rompió y con ella se le torcieron el futuro y la relación con lo que amaba.
Esa ha sido la única vez que grité en el cine. Y ese momento del grito es, también, aunque no sabría cómo explicarlo, la belleza, la luz y el poder que le otorgo a la imagen que guardo de mi madre. Ese momento es al mismo tiempo cualquiera de mis personajes principales. Un crac. Una fractura. Un trastorno. Una lucha y una nueva necesidad, que es la misma de siempre: no la de salir adelante, sino la de seguir amando a toda costa.
Quiero pensar que esto tiene mucho que ver con la literatura.
En el año 2006, un poco antes de comenzar a escribir el primero de estos cuentos, mi madre fue hospitalizada de urgencia en Valencia, Venezuela. El hospital era tan grande como caótico, y tan precario como peligroso. Entramos y salimos tres veces. Todos sabemos que no existen milagros sin desdichas.
Debí aprender a medio dormir algunas noches en unas bancas de cemento, a pocos metros de la entrada de Emergencia, porque desde ese lugar, por un parlante, llamaban a los familiares de los pacientes que estaban en estado crítico; a menudo para pedir exámenes y medicamentos, o para dar noticias poco alentadoras. Había gente en carpas.
Yo despertaba tiritando del frío justo antes de las cinco de la mañana, e invariablemente pedía un café negro en un vasito de plástico. Bebía solo la mitad porque la otra se me botaba sobre la mano debido a mis temblores. Mientras me quemaba pensaba a qué hora debían despertar aquellos vendedores ambulantes de café y golosinas. Cómo serían sus vidas y rutinas. Sus padecimientos y delirios.
Estos personajes, en apariencia pequeños, están en mis relatos. Me fascinan porque son también las personas que me importan para hacer y entender el ejercicio periodístico. Una vez que los veo o los conozco se quedan ahí, en algún rinconcito medio oscuro de mi cerebro.
Durante esa corta estancia en el hospital, mi madre perdió muchos kilos y su piel se tiñó del color de una calabaza. Respiraba con dificultad. La tercera de esas mañanas de angustia me lo dijo, con un hilito de voz apenas audible: “Hijo, perdóname, pero no te preocupes, que no me voy a morir”.
Para ser honesto, no recuerdo con absoluta claridad cuándo ni de qué manera me lo dijo. Hay un par de momentos posibles, en dos lugares de aquellos pasillos manchados. Así funciona la memoria: “Hijo, no me voy a morir”.
Y no sé murió.
O al menos no esa vez. Yo, por no dejar, llamé entonces a mis familiares cercanos para decirles lo contrario: “Vengan, creo que mi mamá puede morir muy pronto”.
Dos o cuatro o nueve días más tarde fue a parar a una habitación compartida donde había otros pacientes: con lupus, cáncer, accidentes cerebro vasculares y acompañantes que susurraban sus penas. Mi madre reía. Sonará increíble, pero entre el dolor y la queja, mi madre peleaba y reía. A veces con carcajadas. Se relacionaba sin pudor, conversaba con los otros, los de las camas vecinas.
Yo debía viajar entre Caracas y Valencia todos los fines de semana por una autopista a la que le tomé cariño y asco a la vez: de dos a tres horas de música, cavilaciones, preguntas y maldiciones.
En uno de mis regresos, previo al lunes de Carnaval, llegué a aquella habitación y vi lo impensable: a mi madre dirigiendo un desfile de disfraces.
Había familiares maquillados, enfermos levantando sus manos con papeles de votación, gente aplaudiendo contenta; una pequeña fiesta en fila india donde hasta hacía pocos días solo se respiraba el dolor.
Semanas después asistimos a la primera edición del Clásico Mundial de Béisbol en un pequeño televisor que tenía un señor, el hijo o el hermano o el esposo o el amigo de una mujer que estaba en estado vegetal. Mi madre y otro de los pacientes de ese cuarto compartido eran los más entusiastas seguidores de aquella versión de la Vinotinto del diamante, que no cumplió con sus expectativas de gran favorita del certamen.
Johan Santana, Carlos Zambrano, Miguel Cabrera, Bob Abreu, Magglio Ordóñez, Omar Vizquel, Endy Chávez… En aquella habitación de Valencia, esos nombres de Grandes Ligas representaron por algunos días la esperanza de unos seres anónimos y con la salud deteriorada, a los que les hubiera gustado que Venezuela ganara por paliza, o que ganara en extrainning, o que uno de los nuestros se robara el home.
Recuerdo que presencié la eliminación de la Vinotinto del béisbol en Caracas, en la casa de una amiga que tenía a su padre muy enfermo. Fueron semanas raras, semanas distintas. Semanas en las que el tiempo parecía andar espeso, y a veces retroceder.
Después de aquel out 27 pensé en mi madre, a unos 170 kilómetros de distancia. Pensé en la pasión y en las ansias. Por supuesto, también en el porvenir. Pensé en cómo levantar la cara y tomar aire. Pensé en lo que me rodeaba, en lo que se quebraba. Pensé en la irrealidad y en el encuentro con renovadas formas del crecimiento. Pensé en el por qué de nuestras decisiones. Pensé —y aún lo hago— en aquello a lo que le otorgamos importancia, y no la tiene.
En torno a todo esto, creo, reflexionan hoy algunos de mis personajes: el peso de nuestras miniaturas gigantes.
Hoy, por ejemplo, me preguntan con frecuencia por mi presente en Colombia y por la espantosa situación que atraviesa Venezuela debido a la aberrante dictadura que ha impuesto el chavismo. Suelo responder que la vida, al menos la mía, puede estar marcada pero nunca definida por lo que hagan o deshagan los mafiosos con poder; sus crímenes y las desgracias que generan son apenas párrafos de un libro corto en la historia de la humanidad. Ni hablar, por supuesto, de las redes sociales, tan presentes en nuestras diarias navegaciones de jueces y paparazzis.
Decía Octavio Paz que cada lectura, como ocurre en los viajes reales, nos revela un país que es el mismo para todos los viajeros y que, sin embargo, es distinto para cada uno.
El mundo es ancho e inabarcable, y es por esta misma razón que le presto tanta atención a momentos como aquellos, en apariencia minúsculos pero determinantes.
Durante este viaje he conocido más de cerca sobre historias que me hacen sentir privilegiado y avergonzado en proporciones iguales; y fueron esas historias vitales las que me empujaron a desvestirme esta noche, dejando un poco al lado los ropajes literarios.
Así como aquel grito en el cine, mi madre y su desfile de disfraces junto a los otros enfermos han vuelto a mi mente una y otra vez.
Tamaño aprendizaje, unido no a la ilusión, sino a la soltura, a la alegría, al brillo efímero, a esa especie de nudismo emocional al que me refería al principio, significó solo un juego para ella, pero para mí —para ese momento y para siempre— representó una nueva definición de la fuerza: la capacidad de seguir amando a toda costa.
Quiero pensar que esto tiene mucho que ver con lo que creamos.
A los pocos días de aquel desfile improvisado de flores, papeles y ropas viejas, no miento, murió una de las pacientes de la habitación. Era una niña y su madre supo agradecerle a la mía con lágrimas en los ojos por aquel último carnaval de su muchacha.
Mi madre, ese personaje que salió de su hospitalización con nuevas amistades, no estaba recibiendo un gancho al hígado, aunque moriría dos años más tarde de un tumor hepático. Tampoco lo estaba dando. No estaba, siquiera, perdiendo o ganando una pelea, y creo que apenas hasta ahora lo entiendo.
Ella, a pesar del miedo, o gracias al miedo, estaba recreando un mundo nuevo para los demás, personas lastimadas y con capacidad de conmoverse. Aquel mundo era breve e imposible pero igual de maravilloso.
Y quiero pensar que esto que acabo de decir y lo que sigue a continuación también tiene mucho que ver con la literatura: mi madre en realidad se estaba robando el home para beneplácito del pequeño estadio sin luz que era aquella habitación de hospital.
Y lo hizo sin necesidad de demandar un solo aplauso que no fuera para la gente que la rodeaba, para la gente que la leía, para aquellos que querían creer, como lo hacía ella, que comprender, querer y celebrar al ser humano, con todas sus partes podridas, pasa por la autoconvicción de que podremos poncharnos con las bases llenas en el noveno inning o besar la lona en el último round, pero nunca perder la fe en nosotros mismos.
Incluso hasta que nos llegue la muerte.
#GanchoAlHígado
Lectura realizada durante la presentación del libro, titulada «Literatura sin golpes bajos o cómo robarse el home», en la Librería Altamira, de Coral Gables, Miami, junto a la querida periodista venezolana Mari Montes.