Gracias a la transversalidad e inmediatez que ofrecen las plataformas digitales, hoy los intercambios culturales parecen ser, aparte de breves y veloces, también más democráticos. Claro, un mundo en el que cualquiera tiene la capacidad de compartir sus opiniones suena, en principio, más justo.
Bonito y no tanto, que lo digan los troles. Las opiniones son como el alma: todos tenemos una aunque no se vea. Lo que ocurre es que los juicios de valor no siempre entrañan conocimiento. Podríamos preguntarles a los programadores de IMDB, Amazon y Play Store. O al periodismo en general.
No todas las opiniones son igual de válidas por más que millones de personas se empeñen en creer lo contrario. El fundamento es esencial. El buen criterio se desarrolla con la experiencia que otorga el ejercicio de determinado oficio, hay un entramado previo de aprendizajes, relaciones y concepciones que no es gratuito. En esos cruces caben emociones y, cómo no, sensaciones y sentimientos. Ya sabemos lo que reza el dicho, que entre gustos y colores… la infinidad del universo.
En este sentido me gustaría señalar a los lectores en general y más específicamente a los que publican reseñas apoyándose en lugares comunes y en esos estereotipos que, hablando sobre otros tópicos, el crítico George Steiner definió como «verdades cansadas». Por supuesto, salpicará también a comentaristas de series o películas.
Comenzaré con cuatro tipologías muy obvias entre el vasto caudal de opciones que existen: por un lado está el lector amargado, al que no le gusta nada. Por otro, el lector entusiasta, al que todo le fascina. Existe el voraz, que lee una novela al día, y su contraparte, el displicente, que al año se lee una (corta, de ciento catorce páginas) y deja otra casi a la mitad.
Luego tenemos a uno de mis favoritos: el lector irreverente, ese que rechaza de plano cualquier novela que no ofrezca cuando menos una estructura fragmentaria porque antepone la experimentación en las formas por encima de la trama central y sus reflexiones inmanentes. Amante del nu jazz y de todo lo que haga la Collectif Jeune Cinéma, para este tipo de lector lo más importante en la vida es ser extraño o contracultural. Aunque idolatra las vanguardias, es fan del dadaísmo. De hecho, la mayoría de sus referentes son del siglo pasado. O antepasado. Frank Zappa y Tarantino son sus límites comerciales. No ha leído de lleno a la grandiosa Clarice Lispector, pero le encanta repetir que Aprendizaje o el Libro de los placeres comienza con una coma y termina con dos puntos, y cada vez que revisita el final del Ulises de Joyce alcanza el éxtasis. En su escritorio, donde espera escribir el clásico de la próxima década, hay un pósit con esta frase: «la litera-tura. es valiente. oh no. será…».
Su opuesto vendría a ser el lector concretista, cuya ley máxima es el famoso «menos es más». Detesta perder el tiempo y vive seguro de algo: ahondar en la vida interna de los personajes o ampliar las posibilidades que brindan las atmósferas y los entornos es «divagar demasiado». No es difícil suponer que sus días corren muy deprisa y necesita reseñar más libros en Goodreads. Es un admirador consecuente de los microrrelatos y los hilos del Twitter, aunque algunos se le hacen francamente largos. Desconoce lo que significa oír un disco entero, el tedio se lo devora y probablemente no llegue al final de este artículo, en minuto y medio comenzará a agobiarse porque sentirá que «no se lee de un tirón».
Gracias al concretista fue que algún genio en Netflix creyó que instalar la opción de ver películas a una velocidad de 1.5 era una idea fabulosa. Para ellos el arte narrativo ha de asemejarse a un audio de WhatsApp.
Hay otros dos tipos de lectores que me suelen generar desconfianza. El lector ampuloso, que desprecia la espléndida y luminosa simpleza del lenguaje. Y el lector extraviado, que exige libro tras libro y novela tras novela una mayor depuración (no se sabe muy bien de qué) y un menor número de personajes, porque si no, dice, «se pierde»; es como si le temiera a las multitudes, tal vez se deba a que en la niñez se confundió en la fila de golosinas de la abarrotada feria de su pueblo. Una experiencia traumática.
El ampuloso, tal vez muy enamorado de las pomposas solemnidades del mundo académico, necesita leer más y verse menos el ombligo; se sienta en la misma mesa del amargado y el irreverente. Eso sí, sobre música barroca y Henry Purcell sabe muchísimo.
El extraviado es un flojo, un flojazo, también necesita leer más y, por lo visto, andar con un GPS colgado en el cuello. Suele darle likes a las reseñas del concretista. El año pasado por fin vio Dark y, honestamente, no comprende que se hablara tanto sobre esa serie tan loca.
Aparte, tenemos al lector intenso, ese que le exige a la obra lo que nunca ha pretendido su creador. Este tipo de lector es capaz de abordar un relato policial y destrozarlo mediante una comparación con lo mejor de Tolstoi, Kafka y Rubem Fonseca, no importa si de ellos apenas recuerda un par de resúmenes que leyó cuando estudiaba Letras o Filología en la universidad. Cuando termina una novela erótica comienza a pontificar sobre Anaïs Nin o Virginia Woolf, y si lee una comedia romántica, antes de lanzarla a la papelera menciona a Faulkner, Borges o Herta Müller. Las relaciones entre géneros le importan un bledo, como las épocas, porque, total, hace rato que nos fuimos a la mierda, ya nada es tan bueno como antes. Excepto Emmanuel Carrère y Michel Houellebecq.
El intenso quiere que todos los libros estén por encima de Crimen y castigo en cuanto a su calidad literaria. Como es previsible, tampoco resulta fácil acompañarlo al teatro, a conciertos ni a ver una película en el cine. Va de Mozart a Ramones, de Agnès Varda a Korosawa. Aunque también le gusta David Lynch y le dio su chance a Rosalía (no está mal, pensó, pero hasta ahí, tampoco tiene la calidad de Charly García o el Metallica de los inicios). Al igual que el experimental, está cocinando una obra maestra, solo que con menos diálogos. Una vez que la acabe comenzará a leer estrictamente ensayos y biografías; al diablo con el entretenimiento y la ficción contemporánea.
No me puedo olvidar de su opuesto, el lector insolente. Este es tremendo y abunda más de lo que podríamos llegar a imaginar en una primera instancia. A su edad no se ha leído más de diez novelas, pero sin ningún tipo de vergüenza se despacha a criticar obras de Camus y García Márquez como si fuera un erudito. Emplea frases del tipo: «Está bien, pero me esperaba otra cosa», «le falta algo», «meh, no me ha sorprendido», «tiene un no sé qué que no me gustó». Dos estrellas de cinco. Es de los que piensa que la vida tampoco hay que tomársela tan en serio. Se sabe algunas coreografías de la música urbana y va a muerte con Dua Lipa y Taylor Swift.
El insolente suele ser un tipo de muchacho atrevido con un manejo diestro de los gifs y los emoticonos, de allí su éxito, modesto aunque indiscutible, en foros digitales.
También hay lectores —estos son legión— a los que llamo pildoritas: se deslumbran por los constructores de grandes frases. Da la impresión de que más que sentir o comprender la obra que tienen frente a sus ojos, lo que quieren es cazar versos con rotuladores para luego compartirlos en sus redes y pasar por mentes audaces. Funcionan como adictos. Si terminan de leer un poema, enseguida buscan esa línea, esa combinación de palabras para recitarla en voz alta antes de mostrar una sonrisa de satisfacción.
El pildorita se balancea un par de horas al día entre Instagram y Tik-Tok. Hace poco compartió un párrafo breve y sublime de Annie Ernaux, ya la había leído, pero esta vez sintió algo único. Es el rey del aforismo. En Spotify tiene una playlist que escucha los sábados en la tarde y combina temas de Shakira, Jorge Drexler, Bad Bunny y Karol G. No es necesario que pongamos esa cara porque todos en algún momento hemos caído en esta categoría. ¿Para qué engañarnos?
Delicadísima la que sigue: el lector ideológico. Este es más de las polémicas del Twitter. Dice sentirse abrumado o muy incómodo cuando un protagonista o su historia no calcan su manera de ver el mundo. Como feroz guardián de sus doctrinas morales —las que sean— y de lo políticamente correcto, puede llegar a la locura de asumir que la voz de un personaje fundamentalista, racista, clasista o machista en una trama de ficción es la misma voz del autor. Muy occidental. Se asume como alguien noble, justo, que quiere lo mejor para el planeta y los seres que lo habitamos, incluyendo, por supuesto, a los lémures y las ballenas.
Curiosamente, el ideológico suele tener buen gusto musical a pesar de esa ridícula afición por el ska y la nueva trova. Es un defensor de la libertad, pero —pero— insiste, hay que tener cuidado con lo que se escribe. Es aficionado a revisar obras de hace treinta, setenta y ciento veinte años con los parámetros de la sociedad actual; de hecho, aplaudió que HBO retirara de su plataforma Lo que el viento se llevó y esa semana hizo campaña activa con memes de denuncia. Cuando lee una novela sobre dictadores, sádicos, terroristas o genocidas, siente cosquillas, pero arruga la nariz. Ojos que no ven…
El que sigue es el más peligroso, para mí se lleva el premio gordo entre los (malos) lectores que opinan y comparten reseñas críticas: el lector centralista. Es aquel que se siente violentado por las distintas formas del lenguaje, por las palabras, frases y dialectos de otras regiones del extranjero, incluso de su propio país, por lo coloquial y lo callejero. Este es un tipo de lector que, desde su ignorancia, pretende una especie de pasteurización del idioma, una homologación neutra y plana, porque de lo contrario «no se entiende, no se entiende».
Al centralista (de mentalidad parroquial, provinciana), además de oído y capacidad de contextualización le falta mundo, un poquito de geografía. Ni música escucha. ¿En qué cabeza cabe rechazar la riqueza de voces que se extienden desde el norte de México hasta el sur de Argentina o viceversa y que vuelan a lo largo y ancho de España con todas sus islas? A veces he llegado a creer que le irían bien los cuentos o novelas en español con subtítulos en español. Como hicieron con Roma, la película, para el mercado de España.
Este listado, no cabe duda, podría ser muchísimo más extenso: hay lectores generosos, que ofrecen siempre una segunda oportunidad; lectores dialogantes, que rayan páginas y páginas de sus novelas como si hablaran con los autores, los narradores o los personajes; lectores feroces, que en tres sentadas manosean un libro y lo dejan como si acabara de pasar un huracán; lectores influencers, que le dedican una hora a retratar la portada y tres minutos al contenido; lectores Hallmark, puro amor y caritas felices; lectores de madrugada, lectores en voz alta, lectores correctores, lectores agradecidos, lectores ensayistas, lectores bondadosos, lectores fotográficos, lectores epistemológicos, lectores de lectores…
La belleza de leer es única, pero no así los tópicos sin sustento, que pueden reproducirse como los virus, los chismes, los prejuicios o las medias verdades. No se trata de que nos gusten los mismos libros porque es imposible que nos gusten los mismos libros, sino de aproximarnos a un ejercicio sano de opinión a partir de aquello que leemos. ¡Y de gozar, porque leer es un placer!
Lee poesía. Lee crónicas. Lee ensayos. Lee obras teatrales. Lee y relee los relatos y las novelas que te apetezcan, lee todos los libros que te llamen la atención, traza tu propio viaje sin que importen más los apellidos que las obras en sí, menos aún el género novelístico ni las nacionalidades ni las opiniones externas. Y deja de lado aquellos que no disfrutes. El goce es tuyo.
Lo bueno, en todo caso, es que los lectores de corazón casi nunca son estáticos. Las razones se les mueven con el tiempo, eso mismo que los llevó a pensar y sentir que una novela los había cimbrado y emocionado y sorprendido y les había modificado las perspectivas, es aquello que más adelante los empuja a opinar diferente. Y al revés. Todos, salvo —si acaso— tres puñados de sabios tocados por los dioses de la palabra, hemos pasado por esa evolución.
Es para celebrar que, rodeados como estamos de tantos estímulos, sigan naciendo y aumentando los lectores. Aprender a leer es irreversible. Y maravilloso. Un sueño, un gran descubrimiento en el mejor de los casos. Escribo esto y exagero para que pensemos y también para que nos divirtamos a ambos lados de la pantalla y escojamos alguna de estas categorías para nosotros y nuestros amigos, a fin de cuentas no son excluyentes y quienes vivimos cerca de los libros, en especial los de ficción, seguramente habremos entrado y salido de una o varias de ellas sin darnos cuenta.
Y tú ¿qué tipo de lector eres? ¿Qué otra categoría sumarías a esta lista? Comparte, cuéntame. Vamos a leernos.