Desde antes de llegar insistieron varias veces en que el barrio era peligroso. Una vecina hizo una seña apenas se detuvo el carro; estaba en la antesala de su vivienda y habló con sigilo.
—No vayan para allá abajo.
—¿Por qué?
—Porque los pueden robar.
Pero hacia allá era justamente adonde íbamos.
Dara Katheryn González, de treinta años, es una de las personas que vive por “allá abajo”, en una casita modesta y oscura con piso de tierra. Ella duerme con su madre y sus tres hijos en la única habitación de la casa.
Entre una sala mínima y el patio trasero duermen también siete hombres, desperdigados en hamacas y colchonetas.
Ahora Dara está afuera, cerca de la acera, sentada en una silla de plástico. Los colores bajo un sol picante son intensos; las plantas, jóvenes, medianas, sirven de refugio para los que buscan sombra. El verde de las hojas estalla, igual que el gris arenoso de un pavimento que no existe. Hay niños y motos por todos lados.
Dara habla con voz débil porque respira hondo para no llorar. Cuenta que migró hace más de un año y lo hizo sin decirle a su padre, quien además de diabético es hipertenso y ha sufrido tres infartos. Su último año ha sido duro. Hace meses murió uno de sus primos en Venezuela. Como ella no pudo ir al velatorio, reunió durante semanas un buen lote de alimentos y viajó más tarde para acompañar a su familia y llevarles algo de comer.
Junto a su suegro y su hijo menor tomó un transporte para cruzar la frontera por la Guajira, a través de caminos desérticos, donde hay mafias que extorsionan a los que pasan de un lado al otro.
—Cuando ya habíamos salido del terminal de Maicao, nos metieron por la trocha y ahí salieron unos hombres armados y encapuchados, nos quitaron todo —relata Dara—. Yo pensé que me iban a matar. Mi hijo gritaba: “¡Mami!”. Y yo lo abrazaba; o sea, me quitaron todo, me quitaron la comida, me dejaron sin cédula, me dejaron sin nada.
Antes de migrar a Colombia, Dara dice que vivía feliz y cerca de toda su familia en Maracaibo, Venezuela. Su esposo trabajaba en una empresa que construía placas. Ella era maestra de preescolar en las mañanas y atendía una venta de lotería en las tardes. Afirma que vivían en una casa cómoda y espaciosa, pero llegó “la situación”.
Maracaibo es una ciudad tanto o más calurosa que el departamento Atlántico colombiano. Entre la angustia por la inflación, la ausencia de papel moneda y el desabastecimiento de alimentos y medicamentos, Dara llegó a desmayarse varias veces haciendo filas de dos, tres y cuatro horas para comprar productos.
—¿Qué es “la situación”? Esa es “la situación”. Trabajar y no poder comer, que el dinero te alcance solo para un kilo de yuca al mes; hay vecinos que no tenían ni eso. Gracias a Dios, como vivíamos cerca, cocinábamos para todos, pero hay niños que no tenían qué comer, si hacíamos una sopa agarrábamos a los más pequeñitos y les dábamos, cuando se podía. En mi barrio hay una escuela que ya se quedó vacía, sin alumnos. La mayoría de los compañeros de mi hija están aquí, regados en Colombia. Y muchos no están estudiando.
Los hijos de Dara, sin embargo, sí lo hacen, en el Instituto Mixto La Candelaria. El problema es que deben pagar una mensualidad y actualmente tanto ella como su esposo están sin empleo. Para ocupar su tiempo en algo productivo, Dara se ha convertido en voluntaria de la Fundación Plan Internacional, que les ha brindado un espacio para el esparcimiento y la atención psicológica.
—Algunos venezolanos de la comunidad se dirigen hacía mí a ver si los podemos ayudar con la educación de sus hijos. Otras veces es por la comida, más que todo. Ahora hay una muchacha que tiene un niño pequeño y el esposo no está trabajando. Hay situaciones de extrema pobreza —advierte—. Antes de ayer fuimos al barrio Don Bosco y vi cómo viven, me dieron ganas de llorar: puras casitas de tablas, sin acueducto, y los niños tienen mucho salpullido. A mis hijos también les están saliendo cosas en la piel, por la arena, porque como verás, aquí no está casi nada construido.
Darianny es una de las hijas de Dara, estudia quinto grado, tiene doce años y una mirada cautivadora. En Colombia aprendió a jugar fútbol, ahora es arquera de un equipo infantil y también, como otros niños de su cuadra, se beneficia de la fundación. Le gusta que los niños aprendan a leer y hacer manualidades, que reciban clases de matemáticas y orientaciones sobre los derechos humanos y el cuidado del cuerpo.
—Pero yo extraño prácticamente todo de mi país, mi antiguo colegio, las amistades, mi familia y mi casa, que era bonita, era grande. Ahora me toca acostumbrarme aquí, donde no tengo ni cuarto, y yo sin mi privacidad me siento incómoda —dice la niña.
Junto a Darianny está Yohannys Martínez, también de doce años, también maracucha, también arquera y vivaz. Con la diferencia de que ella en su país cursaba sexto grado y en Colombia no cuenta con la posibilidad de ir a un colegio. Lo mismo que Rixon Alberto de la Cruz Méndez, quien acaba de cumplir dieciséis. Este chico, delgado, dispuesto, de buen talante, sonríe con seguridad. Igual que ellas, es arquero. Se muestra educado y empático. Cursaba noveno grado en Venezuela, ahora está sin estudiar. Dice que le encanta dibujar y cuidar a su mamá, con quien vive en Soledad, además de su hermana. Por parte de su madre tiene cinco hermanos. Por parte de su padre, otros ocho.
—Mis hermanos no son como yo, ninguno salió como yo. —dice serio—. Mis papás querían tener un hijo que les diera futuro, ¿verdad?, y yo quiero ayudarlos. A mí me encanta eso; es lo que quiere mi papá de mí, que estudie, y eso es también lo que quiero yo. Me gustaría ser arquitecto.
Cuando muestra sus dibujos, Rixon se emociona y palpita. Su sonrisa y su pecho se expanden. Todos ellos viven en Villa Selene, un sector de Soledad. Allí, las motos, que van y vienen, encienden las alarmas de los vecinos cuando aún no son ni las dos de la tarde. Murmuran que hay malandros a la caza, merodeando. Anticipan un robo como algo natural e indiscutible. Se siente el nerviosismo de la mayoría, menos de los niños, entregados a la curiosidad y al deseo de conversar y jugar fútbol.
Entre todos nos obligan a salir de allí mucho antes de que caiga el sol. Por precaución, dicen. «Para que no los roben». Nos oponemos, pero al final ganan ellos, y nos movemos.
En Soledad hay hacinamiento y pobreza, comenta Miyer Pérez, un economista que llegó desde Bogotá para trabajar en la Fundación Plan y ofrecer, junto a un equipo multidisciplinario y la Fundación Halü Bienestar Humano, kits de aseo y protección para la piel, mosquiteros, complementos nutricionales para madres gestantes y lactantes, charlas sobre derechos sexuales y reproductivos, promoción de hábitos saludables, prevención de violencia de género, de enfermedades, de xenofobia. Además de programar actividades recreativas y brindarles refrigerios a los niños del sector.
—Se pudiera decir que Soledad es donde duermen los obreros de Barranquilla —comenta.
Miyer habla pausado y demuestra un profundo compromiso social. Toca temas gruesos: narcotráfico, focos de delincuencia, insalubridad; es un chico que apuesta por el amor y la solidaridad como contenedores del desborde.
—En el Espacio Protector atendemos a niños y niñas de entre seis y catorce años, ahí llegan personas desescolarizadas por su condición migrante —como Rixon y Yohannys—. Con esto también les brindamos una posibilidad a los padres y madres para que puedan salir un poco más tranquilos a la calle a rebuscarse lo de la comida, porque eso es básicamente lo que hacen. Paralelamente, los compañeros de Halü atienden citas médicas, ofrecen orientaciones psicológicas y hacen entrega de medicamentos. También hay días, no todas las semanas, en los que se trabaja el componente Cash for work.
El Cash for work contempla una retribución económica a personas migrantes sin recursos a cambio de un trabajo comunitario, como pintar parques o fachadas, barrer calles y limpiar o hacerle mantenimiento al Espacio protector. Este dinero se destina al pago legal en notarías y otros organismos del Estado para que quienes lo realizan puedan acceder a sus documentos y regularizar su permanencia.
Miyer explica que Soledad no es una sino tres, la Vieja, en mayúscula, que nació como una invasión; otra a la que llaman 2000 porque surgió con el nuevo siglo, y otra que se conoce como Central, donde continúan llegando miles de personas desde Venezuela. Es un municipio inmenso, muy habitado, el tercero en población del Caribe colombiano, detrás de Cartagena y Barranquilla.
Karina Huggins, de 42 años, tiene dos hijos y es otra venezolana que migró hace más de un año. Hoy trabaja como voluntaria; vive en la entrada del barrio, en una zona que, se supone, es más segura. Su voz se cuartea cuando recuerda lo que ha soportado desde que salió de su país. Oculta con vergüenza anécdotas dolorosas, que luego cuenta en privado y permite que salgan a la luz: en Colombia intentaron violarla en dos ocasiones, pero logró evitarlo. Ha tenido pensamientos suicidas, que descarta de inmediato, rabiosa y entre lágrimas, por el amor a sus hijos. Conoce a varias mujeres que luego de buscar trabajo y no hallarlo durante meses, terminaron prostituyéndose. Dice que incluso llegó a meditar esa opción para ella, pero no se atrevió.
—Sí, conozco a muchas —revela—. Sé que lo hacen porque tienen la necesidad. Ellas dicen que salen a vender caramelos, pero es que ¿cómo le dices tú a tu hijo que vas a atender un cliente, que vas a hacer «eso»? No puedes. Tienen que dejar a sus niños al cuidado de una vecina. Es muy duro. Yo no las juzgo.
Aunque la casa que alquila Karina es una de las pocas que tiene baldosas, estando ahí supimos que no quería recibir extraños porque le apenaba no poder ofrecer ni una silla, por eso la tarde anterior compró unos vasos de plástico y logró que le obsequiaran un pequeño mueble. Es una luchadora. En Venezuela era comerciante, tenía un negocio, casa propia y un carro. Cuando le preguntan por qué emigró responde lo mismo que la mayoría de venezolanos en circunstancias similares: la ruina y el hambre los alcanzaron con inclemencia.
Como ejemplo, Karina explica lo difícil que se le hizo a muchas mujeres comprar toallas sanitarias todos los meses. Habla siempre desde el agradecimiento y desde su rol de madre, y desde ese lugar recalca las penurias que le ha visto sufrir a otras mujeres como ella.
—Uy, si me pongo a contarte historias de otras compatriotas… esto es horrible. Hay una que trabajaba de interna por doce mil pesos diarios (menos de cuatro dólares), de domingo a domingo, hasta que un día su jefa decidió que ya no le servía porque quería que fuera también como maestra de su niño. Esta compañera tiene tres hijas en Venezuela, va para un año que no las puede ver, ¿y cómo se trae esas niñas? —pregunta—. A mí me tocó traérmela para acá, no es que yo viva con lujos, como están viendo, pero me pongo en su lugar. Y mira hasta dónde nos ha servido de ayuda de la fundación, que otra compañera de allí le acaba de conseguir trabajo con una familiar, y ahora está en una casa de familia.
Karina y su esposo, incluso su hijo mayor, hoy de dieciocho años, trabajaron durante años en las minas de oro del suroriente venezolano, donde también hay miles de brasileños y colombianos. Ella dice que este fenómeno migratorio es una “arepa-arepa”, y que ahora esa «arepa» se volteó.
—Muchos nos acusan de que hemos venido a quitarles su trabajo, pero no es que queramos eso, sino que nuestra necesidad es muy grande. Yo por veinte mil pesos (unos seis dólares) limpio una casa así tenga que salir a las diez de la noche.
Además del choque cultural, Karina cierra hablando de la dignidad y de lo complejo que resulta establecerse en una ciudad del extranjero donde no siempre se tienen las mismas oportunidades. Y aunque puede sentir miedo, dice que no se arrepiente. Después dice que sí. Que sí se arrepiente. Y llora. Luego agrega que su error fue no haber emigrado antes.
—Es que yo decía: “Algún día quiero conocer Colombia”, claro, de paseo —entonces ríe—. Jamás pensé que iba a quedarme aquí tanto tiempo. Y menos así. Pero bueno, aquí estamos.
Darianny y Yohannys posan antes de jugar fútbol. Una estudia, la otra no
Esta crónica fue escrita en julio del 2019 para la Fundación Plan