Llegué temprano al aeropuerto y me topé con lo que ningún viajero quiere: una atenta y justa funcionaria de la aerolínea que me aclaró, con amable paciencia, que mi boleto nunca fue comprado, que mi cédula y mi nombre no aparecían en la lista de pasajeros y que lo sentía mucho pero que diera paso al siguiente hombre en la fila, por favor.
Por fortuna, tuve una buena educación y nunca reacciono responsabilizando a otros de mis despistes, así que le di las gracias y ella me devolvió el gesto abriendo por compasión una lejanísima posibilidad.
—Señor, allá están anotando a los que se van a «colocar» en la lista de espera.
Cabizbajo y con mi maleta rodante, fui a que otra mujer me advirtiera, con expresión de desconsuelo, que ya había muchas personas y que ni lo pensara, porque sería prácticamente imposible que yo abordara ese avión. De paso, era el único vuelo diario de Láser a donde yo me dirigía, la pujante Barcelona de Anzoátegui.
Cuando no son las 7 de la mañana, lo único que te sobra para sostener la esperanza de resolver cualquier descalabro es el tiempo, además de la velocidad con la que logres actuar.
Miré rápidamente la pantalla de salidas y llegadas disimulando mi desespero para descubrir qué otra aerolínea viajaba a mi destino, y como de la nada apareció un ángel de la guarda con bigotito, carretilla y uniforme azul, un caletero andino que al parecer tiene facultades adivinatorias, porque apenas se me paró al lado, susurró:
—¿Quiere que le consiga un boleto a Barcelona? Yo soy amigo de una gerente de Aserca.
Cuando me ocurren este tipo de situaciones, lo primero que tiendo a pensar es que se trata de un «peine», debe ser porque de adolescente pasé muchos años con sus noches en un bloque y allí aprendes a curtirte en el arte de mirar de reojo y no hablar más de la cuenta para que las doñas chismosas no te agarren la caída. Moví la cabeza diciendo que sí y me dijo que lo esperara allí, que iba a hablar con ella.
Yo lo vi. Fue hasta el mostrador de Aserca, donde había una cola larga de personas, y algo le dijo a la mujer. Ella le respondió junto a una seña a mano abierta. Pidió tiempo y eso fue lo que el gochito del uniforme vino a decirme, que le diera diez minutos. Después, por todo el cañón, demostró que no es de los negociantes que se andan con rodeos:
—Eso le va a costar 2 mil bolos.
Noté cómo encima de su bigotito comenzaba a desdibujarse la aureola. El hombre empezó a justificar su tesis en «los errores del pasado»: es un amante del sexo y le fue bien con las mujeres en su juventud, pero nunca «se cuidó» y terminó con diez muchachos. Todos suyos, por si acaso. Ahora tenía que rebuscarse porque con lo que se gana llevando maletas de un lado a otro no le alcanza para pagar por sus pecados. La culpa y la paranoia tienen un lado serio: mientras él hablaba, yo me convencía cada vez más de que se trataba de un policía disfrazado para engarzar a los viajantes corruptos, para desenmascarar a los aprovechadores. Es obvio que a veces puedo llegar a ser muy ingenuo.
No nos engañemos, en este punto estamos claros en algo: yo estaba dispuesto a pagar de más por un boleto que por las razones que fueran no fue comprado con antelación, pero el destino quiso que ninguno de los cajeros del aeropuerto me diera dinero, así que le tuve que regatear al primer eslabón de esa pequeña mafia de pasajes aéreos que se ha instalado en Maiquetía.
—Lo que tengo son mil quinientos.
El hombre hizo pulso, habló de propinas y comisiones. De lo que le tocaba a cada quien. Para él, era obvio, me estaba haciendo un favor, porque en ese intercambio era yo el principal beneficiado. Todo negociante sabe que el que más necesita no es quien impone las condiciones, pero yo insistí y por una mezcla de realidad práctica y pudor, me planté en ese monto con un silencio matemático.
Él aplicó la del porvenir con dificultades para ejercer presión, cuando señaló que un par de efectivos de la Guardia Nacional estaban –en efecto– caminando detrás de las responsables del chequeo de los pasajeros, justo donde se ubicaba «la gerente amiga».
Ya había transcurrido casi media hora y yo comenzaba a dar por hecho que solo me quedaban dos opciones para solventar la situación, o compraba un boleto por la vía legal para el día siguiente o esperaba unos minutos a ver si el ángel gocho me hacía el milagrito. Ocurrió lo segundo. Detrás de mi nuevo amigo de fogoso pasado apareció un tercer personaje: otro funcionario de Aserca que me dirigió a otra fila más corta, en otro mostrador, y me señaló a una rubia de cejas tatuadas con quien debía hablar para comprarle el pasaje. En ese momento ya me sentía un gánster.
Pero como toda historia de persecución de objetivos debe tener más de un obstáculo, allí estaba otro nuevo: una pareja. Él, peruano y muy silencioso, visiblemente preocupado, ella, venezolana y oriental, haciendo de la angustia un grito. Asumí que estaban en una situación similar a la mía, pero algo los detenía y la joven no ayudaba con su actitud. La rubia me miró, cerró los ojos y asintió, un gesto que quise entender como afortunado, hasta que vi que detrás de mí se paró un guardia nacional. Recordé mi adolescencia en el bloque.
—¡Señores, ya no hay más cupos! Ni siquiera en lista de espera –gritó la mujer y casi se me viene el mundo abajo.
El peruano quiso abandonar, dijo algo en voz muy baja, pero su mujer no lo dejaba, hasta que me armé de valor y les pregunté con serenidad, aunque aumentando un poco los decibeles:
—Buen día, disculpe, ¿ustedes están en la cola?
El hombre se aterró y dijo que no, se apartó. Su mujer también se hizo a un lado, y entonces noté algo que ellos no vieron: el guardia nacional bolivariano, con su honor como divisa, le pasó un fajo de billetes de cien a una mujer que estaba al lado de mi cómplice de cejas tatuadas y ésta le emitió un boleto enseguida, sin mayores sobresaltos. No contó el dinero. No emitió factura. Yo vi el final del arcoíris.
Con un leve soplo de ilusión, en estricto mutis, coloqué mi cédula en el mostrador y me paré lo más firme que pude. La rubia me soltó el consuelo clásico del déjame ver qué puedo hacer.
Le pidió ayuda a otra compañera e intentó en dos computadoras distintas como si se prestara a socorrer a un hermano en peligro. Después de varios minutos volvió con una sonrisa.
—¿Cómo va a pagar?
Yo pensé en los 1.500 bolívares en efectivo, por supuesto, era lo que había acordado con mi angelito andino, pero volteé y no estaba. Tampoco el funcionario que me había acompañado hasta esa fila. Así que en un arranque ebrio de moralidad, le dije que usaría mi tarjeta de débito. La rubia, como si nada. Cobró lo que cuesta un boleto, me lo entregó y me pidió que adelantara otra fila que había al lado para chequear mi equipaje con otra señorita.
De repente comencé a percibir en mí cierto dejo de culpa, porque estaba faltando a mi palabra de pagar para saltar la talanquera legal y recibir un «privilegio». Ese era mi castigo, recorrer el andamiaje de ese pequeño nido de corrupción para salir ileso y sin extorsiones. Había cancelado lo justo por un pasaje comprado a última hora. De alguna forma, se habían volteado los valores, sentí que no estaba bien que no dejara por allí algunos billetes a modo de comisión. Y me atreví a contraatacar mi triunfo: se van a desquitar con la maleta. Pero no fue así.
Atravesé el camino hasta la sala de abordaje como si fuera un prófugo de la justicia. En cualquier momento, creí, aparecería alguien a denunciarme por malagradecido, por no pagar los 1.500 bolívares en efectivo y dejar con menos amparo a los 10 andinitos hijos del pequeño maletero con bigotes. Por no cumplirle a mi cómplice de las cejas tatuadas como sí lo hizo el guardia con su compañera. Imaginé que por mi egoísmo ella sería objeto de burla ese día en el trabajo.
En la última fila, justo antes de abordar el avión y sin tiempo para un cafecito, vi al funcionario que me había llevado hasta la rubia. Tenía los brazos cruzados y cara de pocos amigos, pero no me dijo nada. Allí comencé a sentir ciento alivio y una especie de transformación redentora que terminó de liberarme cuando subí al aparato y pude notar que sí había cupos, porque al menos doce asientos volaron vacíos.