Desde lo alto de las ventanas, en el pasillo que conduce al área de inmigración en el aeropuerto internacional Simón Bolívar, en Maiquetía, se ve el movimiento de seis escoltas entre una patrulla policial y dos camionetas de lujo en la pista de aterrizaje. No hay nadie cerca. Esa imagen es la primera que atrapo sobre suelo venezolano, antes de sellar el pasaporte bajo una gigantografía del fallecido expresidente Chávez, sonriendo y rodeado de niños. Junio, 2016. Tengo siete meses sin venir a mi país.
En el bolsillo cargo cinco billetes de la más alta denominación, lo que hoy alcanza para adquirir, con suerte, una taza de café. En Venezuela existe un control cambiario que pena, por ley, la compra o venta de moneda extranjera fuera de centros autorizados por el Estado. Sin embargo, es común que la gente acuda al mercado negro para cambiar dólares. Es lo que hago después de formar una fila de 15 personas para usar un cajero automático. 40 minutos.
El desuso de la tarjeta me impide obtener dinero de mi cuenta, así que pido a un taxista que busque a alguien que quiera 20 dólares. No tarda dos minutos. Frente a mí se para un desconocido con un fajo de 180 billetes de la más alta denominación. Ese es el valor de 20 dólares: un salario mínimo local.
La inflación en Venezuela es difícil de asimilar incluso por quienes viven allí. De combatirla, ni hablar. Con el billete más alto se pagan dos caramelos. El más bajo es casi un estorbo. Faltan productos en los anaqueles y las filas de personas frente a supermercados y farmacias comienzan desde la madrugada. Es común ver, a primeras horas de la mañana, cuadras repletas de gente guardando puesto, contando anécdotas, discutiendo porque alguien intentó colarse.
Hay redes de especuladores que tienen conexiones con empleados de los comercios y con militares. Compran productos regulados por el gobierno, que impone un precio por debajo del costo real del mercado. Es un oficio ilegal que hoy envuelve a miles de personas. Se les llama “bachaqueros”. Ellos revenden los productos 300, 500 o 1.000 % más caro a quienes no quieren hacer filas durante horas. En este país se trafica con el tiempo.
Si en Venezuela hay una guerra económica impulsada por el sector privado, como repiten voceros del chavismo, la perdieron hace meses. Quien vive afuera podría pensar que las charlas habituales de sus habitantes tienen que ver con Nicolás Maduro, Diosdado Cabello, Leopoldo López o Henrique Capriles. O con el referendo revocatorio. Y no. Durante casi un mes en Caracas tomando notas no hay encuentro, esquina, estación de metro, fisgoneo o entrevista en el que no se mencionen un crimen, el altísimo costo de la vida, el hambre que se padece o la búsqueda de alimentos y medicinas que ha transformado la cotidianidad de la mayoría.
Converso con evangélicos, criminales, investigadores, funcionarios, abogados, profesores, comerciantes formales e informales, jubilados, cocineros, administradores, jóvenes y adultos, hombres y mujeres, y salvo empresarios y aquellos que obtienen ganancias en dólares, todos coinciden en algo: la situación crítica que viven hoy no tiene parangón en sus vidas. Compran menos, comen menos, no les alcanza el dinero. Y temen al hampa más que antes.
En el Banco Central de Venezuela (BCV), el joven Juan David Oliveros, de 27 años, entra armado y disparando al aire la tarde del 20 de junio. Grita que tiene hambre, que tiene una bomba y exige la presencia de Maduro. Según relata una analista de seguridad, dos efectivos de la institución le dan la voz de alto y el chico les dispara, hiriéndolos. Luego corre hacia las escaleras del edificio, sube y en el piso 2 toma a una rehén que sale del ascensor. No vuelve a disparar. Minutos después es asesinado por la policía.
Este hecho extraordinario, producto del desespero de un hombre que se convierte en noticia, no describe ni define la realidad total de Venezuela. En cambio sí es un hecho común que del otro lado de la avenida Urdaneta, donde está el BCV, frente a la sede de la Vicepresidencia de la República, un hombre enciende casi todas las mañanas un equipo de música con canciones populares y cánticos a la memoria de esa persona que flota a un costado en forma de muñeco inflable: Hugo Chávez. El 21 de junio, seis efectivos de la Policía Nacional Bolivariana descansan junto a ese equipo de sonido, leen el diario y se ríen. La romería es una práctica institucional.
La segunda vez que vendo dólares en el mercado negro, se los doy a Z, un empleado del BCV. Trabaja allí desde hace más de 15 años. En la oficina le pregunto en cuál dependencia estamos, y responde con naturalidad: “En el área de cambio oficial”. No intenta hacer un chiste. Tampoco cuando aclara que el mayor beneficio que brinda hoy el banco a sus trabajadores es el servicio del comedor, que hace más de un año estaba a medio llenar, o incluso semivacío, pero ahora vive con larguísimas colas.
“Aquí se perdió la capacidad de consumo. Una persona que desayune y almuerce en este comedor, donde la comida es prácticamente regalada, se ahorra más de lo que gana con su salario. En este país se gasta todo en comida. Bueno, al que le alcanza”, dice. La diseñadora Gabriela García, extrabajadora del Grupo Últimas Noticias, un conglomerado de medios favorable al gobierno, complementa: “En mi empresa había gente que aprovechaba los precios bajos del cafetín para comprar dos almuerzos y comerse lo mismo en la cena”. Esto sí define, en buena medida, una realidad urbana de esta y otras ciudades del país.
Claro que hay amplitudes y contrastes. Aunque Caracas ofrece pocas opciones de fiesta nocturna, en urbanizaciones como Altamira o Las Mercedes aún se ven decenas de carros y camionetas aparcados frente a restaurantes y discotecas los jueves, viernes o sábados. Allí, un servicio de whisky puede costar el equivalente a más de cuatro salarios mínimos, y hay quienes los pagan a ojos cerrados mientras bailan la música de moda.
Para controlar la entrega de productos subsidiados de la canasta alimentaria, el gobierno creó los Comités Locales de Abastecimiento y Distribución (CLAP), una forma de hacer llegar bolsas de comidas a viviendas populares. Los líderes de las barriadas se organizan y, luego de un censo comunitario, reciben una dotación sin proteínas que contiene arroz, pasta, harina, leche en polvo y aceite. Los mismos productos, escasos, casi imposibles de conseguir, quintuplican, por lo bajo, su precio entre los “bachaqueros”.
El 17 de junio, estas bolsas de los CLAP llegan a La Vega. Allí David y Belkys, líderes comunitarios, cuentan que tienen un día organizando todo para coordinar la entrega. Luego de recibir el camión y almacenar los productos en una casa pequeña, la ansiedad y la satisfacción en la mayoría es inocultable. “Es poco, pero es mejor”. “No es que quiera esto, pero algo es algo”. “La bolsa ayuda”, repiten los habitantes desde un estrecho callejón.
También en La Vega, una semana antes, se producen intentos de saqueos y dos policías terminan heridos luego de una balacera con delincuentes. Comenzando ese mes hay protestas por falta de comida al oeste, en Catia. Al otro extremo de la ciudad, en Palo Verde, hay saqueos la tarde del 9 de junio. El 15 de junio le disparan en la cabeza a un estudiante de la UCV cuando intenta detener un robo.
El día anterior profanan las tumbas de dos expresidentes venezolanos y el alcalde local, Jorge Rodríguez, líder del chavismo, lo niega. El 22 de junio insultan y roban a ciudadanos que hacen fila, esta vez para validar sus firmas en el proceso del referendo revocatorio contra Maduro que impulsa la oposición. El hecho ocurre en Macarao, otrora bastión del gobierno. Según reportes de prensa, seguidores del oficialismo colocan canciones de apoyo a la llamada revolución bolivariana. Una de ellas dice: “Palo por ese culo”.
En Caracas se palpan la desasistencia, el mal estado de las vías, la poca iluminación, sobre todo las filas de personas que se multiplican en cada municipio. Falta pan. Falta café. Falta azúcar. Ante el desabastecimiento, el crimen y la inflación, los habitantes manifiestan estar agotados y desesperados. Muchos han cambiado sus hábitos alimenticios. Hay recortes de los servicios de luz y agua. El transporte es irregular y la noche un desierto. Los hospitales operan casi sin insumos. Se reseñan polvorines en todos sus rincones. Así está hoy la capital del «socialismo del siglo XXI».