Estuve 17 días en Caracas luego de dos años sin ir. Y quiero comenzar por lo bueno: todos los afectos con los que tuve tiempo de compartir siguen de pie, luchando por no perder sus espacios de cordura, creación y leve disfrute. Emprendedores, trabajadores, empleados, periodistas, fotógrafos, productores, profesores, editores. Mi particular círculo cromático de gente que se quiere y cree en lo que hace.
Caracas no es en la actualidad una ciudad como cualquier otra. En medio de los conflictos típicos de cualquier capital latinoamericana fue, como otras, amplia, variada y vital, pero hoy no vive, sobrevive. Y lo hace a duras penas.
Los servicios básicos de luz y agua, así como los sistemas de transporte y salud, se soportan sobre una estructura que ya era insuficiente hace 20 años, y que al término de la segunda década del siglo XXI son sumamente precarios. Se nota la decadencia.
Por poner un solo ejemplo, el mismo día que salí de Venezuela hubo una falla en el sistema eléctrico del Hospital Universitario de Caracas, donde las plantas eléctricas estaban quemadas y no habían sido reemplazadas. Por esa razón, según reportaron los medios locales, murieron dos personas que estaban en la sala de Emergencias. Por supuesto, el gobierno chavista apeló a la misma excusa de siempre: fue un sabotaje.
La salud es un calvario. Si contara lo que no puedo porque forma parte de un reportaje que está por publicarse y pronto compartiré, de una colega periodista…
La capital de la llamada revolución bolivariana es el ejemplo más claro de los peores males que le achacan con justa razón al capitalismo salvaje: un ínfimo porcentaje de la población puede pagar lo que necesita, pero la gran mayoría vive en una pobreza tremenda. Es doloroso.
Una tarde de la primera semana de enero invité al cine a dos sobrinos. En la sala éramos solamente seis personas. Ir al cine es un lujo, incluso para la llamada clase media. En la mañana del 11 de enero, mientras me tomaba un café, una señora de setenta años se me acercó a pedirme dinero. Cuando le dije que no tenía, sacó de un morral viejo y sucio un vasito de plástico, me pidió un poquito de mi café. Se lo di y hablamos durante veinte minutos. Fue una de las conversaciones más jodidamente esclarecedoras que tuve sobre el padecimiento de los pobres en Venezuela.
La fiesta Caribe y tropical de la que Caracas fuera protagonista en los setenta, ochenta y noventa, incluso hasta el 2010, hoy no existe. Ya no hay luz en las noches y los negocios cierran temprano por miedo a la delincuencia. Es una ciudad que se encierra por pánico.
A pesar de la enorme cantidad de oficiales uniformados con armas (PNB, GNB, Sebin, Faes, etc.) que hay en las calles, en Caracas se respiran la hostilidad cotidiana y la violencia criminal. Sus avenidas y barrios populares están tomados por la indolencia y la delincuencia.
El descalabro financiero es tal que, cuando llegué, el 26 de diciembre, el dólar negro, que marca la economía cotidiana, estaba en 750 bolívares soberanos. Menos de tres semanas después había llegado a 3000. En apenas medio mes casi todo costaba cuatro veces más. Una locura.
En una sociedad poco bancarizada, además, casi no hay efectivo. Los bancos y los cajeros automáticos son un mal chiste. El salario mínimo equivale a seis combos de dos empanadas más un jugo en el local más barato del centro de la ciudad. No es una metáfora. Saqué la cuenta.
Valga decir, para quienes no sepan, que desde el 2008 el gobierno chavista le ha quitado ocho ceros a la moneda. O sea, lo que hace una década costaba diez bolívares, hoy vale 1.000.000.000. Los adultos mayores viven sacando cuentas sin entender a cabalidad lo que era y lo que es.
Para esas reconversiones monetarias el chavismo decidió apelar al apellido. A la moneda, que se llama bolívar, primero le pusieron «fuerte». Después «soberano». Pero ni uno ni otro. La catástrofe se palpa en diario en cada intercambio, en cada compra, en cada mercado. Una noche saqué veinte billetes de la más alta denominación para pagar una cuenta y un taxista que me acompañaba se rio de mí, porque entendió que eso no alcanzaría para pagar mi parte.
Los dictadores han pretendido imponer el falso relato de una guerra económica teledirigida por el gobierno de Estados Unidos para justificar una hiperinflación sin precedentes, pero no pienso perder el tiempo para desmentir tamaña idiotez. Que le pregunten, por ejemplo, a Evo Morales.
La gente que se mueve en transporte público y se muere en hospitales, esos que cuentan semanalmente lo poco que tienen para comprar algo de comida, deben recurrir a la extorsión del gobierno a través de sus mecanismos de control.
La comida que la dictadura determina que debes consumir como un rehén llega en cajas a precios subsidiados, llamadas Clap. Modelo cubano. Alimentos insuficientes y a veces en mal estado a precios irreales, por debajo del costo del mercado. Para eso necesitas un carnet, y por ahí te presionan.
Esto alimenta a las mafias que controlan las importaciones, y estas mafias están dominadas por los militares, que son prácticamente dueños de las fronteras, aduanas, puertos, aeropuertos y el transporte de alimentos. Es un gran negocio para el microtráfico de productos, en especial los subsidiados.
Mientras tanto, la gente común, que no tiene choferes ni escoltas, que no cura sus enfermedades en clínicas del extranjero, invierte su tiempo en sobrevivir como puede. Algunos hacen filas. Otros, con más recursos, se rebelan o se evaden para sufrir menos.
De allí que protestar sea tan urgente como complejo. Ni hablar de disfrutar, crear, celebrar o compartir. Hay quienes lo logran, por supuesto. Y no todos son criminales ni corruptos. Renunciar del todo al placer es humanamente imposible.
Caracas, como capital, aún ofrece espacios de encuentro y desarrollo, de contemplación o resistencia maravillosa, y saldrá adelante como lo han hecho antes otras ciudades apresadas por regímenes dictatoriales. Pero en sus calles la pobreza, el empuje, la rabia y la esperanza se mezclan a diario, de forma constante, en medio de una catástrofe ciudadana.
Mi sensación, luego de estas semanas, es más o menos la misma que tenía cuando me fui en el 2015: nos domina la incertidumbre, pero así como no todos salen a batallar con fuerza, tampoco son todos los que bajan los brazos. Y aunque esto tiene algo que ver con los que se van y con los que se quedan, no representa para mí solo un tema geográfico espacial, sino que tiene que ver con cierto foco energético; porque de alguna forma quienes vivimos y venimos de allí estamos hechos de un tiempo que siempre cambia pero tiene, a la vez, una fuerza inmutable.
El peso estructural de la dictadura y los daños que ha generado es incuestionable, pero una ciudad como Caracas nunca puede morir del todo.