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Mi tercera noche en Sao Paulo, Brasil, conversé con algunos contemporáneos que acababa de conocer: profesores de historia, productores audiovisuales, filósofos, artistas; estábamos en una fiesta. Fue en el año 2005. Había buena música en vivo y cachaça de calidad. Por eso no sé cómo ni por qué terminamos hablando de dos temas que, como sabemos, son menos para hablar y más para hacerse: política y sexo.
Y habrá sido por mi pésimo manejo del idioma, pero en uno de mis regresos de la cocina, con la vista nublada y una botella en cada mano, entendí que el primer tema les interesaba más que el segundo. Total, que después de los movimientos libertarios, los medios de comunicación alternativos y el cine de guerrilla, saltó el nombre, o más bien el apellido, que a todo venezolano le sueltan en el extranjero desde hace una década, más o menos, siempre en señal interrogativa: ¿Y qué tal Chávez?
Yo siempre me río, no sin cierta amargura. Y si estoy en una fiesta, pido un trago. Y si no hay trago, pienso en sexo. Pero respondo. Primero con una pregunta, en broma: “¿Quién es ese? No lo conozco”. Después con lo que me salga para llevar la contraria.
Sin embargo, esta vez me hice el oráculo: “¿Qué quieren saber?”
Una buena amiga, a quien admiro por su buen carácter, su experiencia y algo que me gusta concebir como su claridad maternal, me suele decir: “Esto que está pasando en Venezuela es interesantísimo”, y hace una pausa antes de terminar la frase: “Si viviéramos en Francia”.
Más o menos por ahí quise comenzar a responderle a mis nuevos «camaradas» de la noche bilingüe, pero se me ocurrió algo mejor: invitarlos a quedarse en mi casa los días que ellos quisieran, aprovechando la celebración del Foro Social Mundial, que se celebraría en Caracas —como en efecto fue— en el primer trimestre de 2006, al año siguiente.
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Esto ya lo había escrito antes, pero vale la pena repetirlo: durante la celebración de ese festín multitudinario y «encantador», uno de mis compañeros de trabajo de ese momento supo convencer a una turista neohippie de su «admiración» por el presidente, quien, le aseguró él, había hecho todos los esfuerzos por construir el Metro de Caracas enterito para ellos y en tiempo récord. “Y aquí está”, le dijo, me gusta imaginar que guiñándole un ojo antes de tomarle la manito.
La mujer, por supuesto, se enamoró. De mi amigo, del Metro y de Chávez. Mi amigo tiene una orientación política definida, apunta siempre al centro, hacia ese lugar exacto que se ubica entre las piernas de las chicas. Digamos que en ese instante ejercía la diplomacia. Nunca me dijo si logró acostarse con la extranjera, pero de hacerlo, ¿quién podría negar que una mínima cuota de responsabilidad sobre ese polvo le correspondía a las mentiras que se desprenden del poder del presidente, esas que solo pueden creerse los más ingenuos de sus seguidores?
La mentira necesita de la verdad para vivir, pero sobre todo necesita del tiempo para existir. Una mentira no es hasta que se revela, hasta que se comparte, hasta que se grita. Pero tiene un problema, desconoce las distancias y se transforma según la geografía.
Eso fue parte de lo que vivieron también los dos valientes brasileños que se atrevieron a venir y quedarse en mi casa, entonces un anexo que compartía con una novia, que ahora vive en Europa con otro novio y no para de hablar de las bondades de andar en bicicleta, por decir algo pequeño.
Aquellos valientes, pareja de las buenas y amantes del discurso antiestadounidense de Chávez, viajaron por varias ciudades de Venezuela y se detuvieron en Caracas. Él se enfermó y ella lo cuidó como pudo. Tuvieron que conformarse con aceptar que este gobierno estaba «muy crudo» y notaron que los precios de los productos y servicios, versus los salarios básicos y promedios, eran «muy elevados», pero que «desde afuera se veía mejor». Yo, para que no salieran tan decepcionados, les dije que el balance estaba en entender que desde adentro también había muchos que lo querían ver peor.
Casi desde el principio de su mandato se instaló entre muchos venezolanos que conozco una fórmula simple para analizar la política nacional: si te gusta Chávez, lo defiendes; y si no, lo atacas. Fin del asunto. Cualquier duda te ubica en la acera contraria o, peor, en un limbo inaceptable. En un hoyo negro. Chávez ha acumulado mucho poder. Secuestra culpas y méritos. Casi todo lo que ocurre es su responsabilidad. Si el país está bien, es por él y su gobierno. Si está mal, también, aunque a veces entran en juego los lugares comunes de los medios de comunicación y el perenne fantasma de «los gringos» para la izquierda.
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Me niego a participar de esa mentira automática. Por ejemplo, doce años después de llegar al poder y vender un Socialismo del Siglo XXI que puede tardar cien años en descubrirse, a Chávez se le ha metido en la cabeza algo que ha llamado “Misión Vivienda”, que no es otra cosa que ofrecer la construcción de millones de casas para millones de personas que no las tienen. Algo digno de aplaudir, si los indicadores macroeconómicos y de producción no lo contradijeran con una realidad que pasma.
No solo participé en una investigación periodística de dos meses sobre estafas inmobiliarias en Caracas y Nueva Esparta, que perjudican a las clases baja y media venezolana, y son consecuencia, entre muchos factores, de la corrupción grosera de este gobierno, de la baja producción de cabilla y cemento, y del enfrentamiento entre el sector público y las constructoras privadas en el país; sino que además tengo un promedio salvaje de mudanzas: 0,87 veces por cada año de mi vida. Si me llegara a mudar nuevamente antes de octubre, ese promedio aumentaría a 0,90.
De modo que sé lo que es padecer el hecho de no tener un techo propio. De modo que me encantaría que se cumpliera esa promesa sostenida un año antes de las elecciones presidenciales, por la alegría de un gentío. Pero no soy la extranjera del Metro. No soy mis despistados huéspedes brasileños. De modo que quisiera, pero no. Yo sé que es imposible. Otra mentira más.
Es la forma que tiene este país para caminar. Hace un mes, Chávez anunció en VTV, el principal vocero comunicacional del gobierno, que suspendía una gira a países de América Latina debido a un derrame en su rodilla izquierda. Curiosa analogía.
Tres semanas más tarde supimos que el líquido le «subió» a los genitales, pues el propio canciller anunció la operación de emergencia del presidente de Venezuela en La Habana, a causa de un —supongo que doloroso, asqueroso y desagradable— absceso pélvico. Curiosa analogía.
Pregunta obvia: ¿quién sabe, en realidad, la verdad que se esconde detrás de su ausencia? Yo tengo mis cuentas, claro.
Cuando Chávez prometió que se cambiaría el nombre si pasado un año de su gobierno seguían existiendo niños indigentes, la mentira no se había consumado. Pero así son las revoluciones, exigen nuevos paradigmas, y el costo de verdad que arrastra un hombre apasionado por sí mismo, por el poder o por la historia, suele llevar consigo el pesado lastre de la memoria. Han pasado doce años y hasta donde sé, se sigue llamando Hugo.
Es entonces cuando se hace necesario recurrir al peso de las palabras. Nombrar las cosas de otra forma es ofrecer nuevas perspectivas, imaginar, construir posibilidades, aunque junto a ellas nazcan contradicciones y paradojas. Eso es, entre algunas medidas sociales positivas y una larga lista de fracasos, sobre todo, lo que se ha hecho.
Primera década del Socialismo del Siglo XXI: donde antes había una realidad con un nombre, ahora hay una realidad muy parecida, buena o mala, pero con un nombre distinto. Y sobre todo, cargada de esperanza para los más necesitados. Eso, cómo no, tiene algo de revolucionario, pero mucho más de populista que de socialista. En el futuro, las mentiras no existen. Y un buen político, al igual que un buen artista, debe saber que como escribió Antonio Machado, la verdad también se inventa.
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Este texto fue publicado originalmente en junio del 2011 en mi antiguo blog, que ya no está disponible en la web