El barrio Las Mayas, en Caracas, colinda con el hipódromo de La Rinconada, el más importante del país; un espacio venido a menos con destacamentos militares y el mercado de mayoristas de alimentos más grande de la capital, que actualmente es el último eslabón de una cadena de mafiosos.
Allí, las frutas, verduras, carnes y demás víveres se venden a precios que deciden algunos grupos armados con la venia de los militares, según compradores y algunos dueños de abastos y bares consultados.
Esta región del suroeste de la ciudad está apartada del epicentro financiero, empresarial o urbanístico; es una zona geográficamente marginal, con casas modestas que bordean las calles que suben hacia los cerros, una barriada desasistida, con precariedades: una huella que se repite a lo largo del valle que es Caracas.
En la panadería que da entrada a Las Mayas, frente a una redoma salpicada por una decena de mototaxistas, donde hay otros comercios con vitrinas y anaqueles vacíos, no hay café y casi no quedan panes.
Las personas de la comunidad se acercan a comprar sobre todo bebidas energéticas, libras de un queso cuyo precio no está regulado por el gobierno, yogur, chucherías…
La conversación esta mañana es sobre los productos que faltan desde hace tres años, pero también en torno al crimen, a la violencia que cobra vidas.
—Hace poquito mataron a uno por allá arriba —dice la vendedora.
—No, mija, si anoche mataron a otro en mi zona, aquí, a dos calles —responde el cliente como si hablara del clima, antes de comprarse un bocadillo y despedirse.
Recientemente se han construido en ese sector pequeñas urbanizaciones de edificios bajos que corresponden a la Gran Misión Vivienda Venezuela, un programa nacional impulsado por Hugo Chávez, un plan descomunal de construcción de casas y apartamentos que, a juicio de diversos analistas locales, le valió su reelección en 2012, semanas antes de morir.
Dicen las cifras oficiales que, para la fecha, gracias a este plan integral se concluyeron más de un millón cien mil viviendas, un número para nada despreciable en un país que tiene alrededor de treinta millones de habitantes, si bien los beneficiarios de estos hogares no cuentan con registros de propiedad y existe un gran número de denuncias periodísticas y ciudadanas sobre fallas en la construcción. El Colegio de Ingenieros del país y organizaciones como Transparencia Venezuela ponen en duda estas cifras, avalados en datos macroeconómicos del Banco Central que hablan de la caída abrupta de la industria de la construcción.
Entre esas urbanizaciones recientemente levantadas en Las Mayas está una llamada el Renacer de la Revolución. Curiosa alegoría donde reina el silencio: porque de no ser por las antenas que se asoman en cada piso o por la ropa que cuelga de las ventanas para secarse al sol, se diría que en estos bloques de ladrillos de tres pisos no vive gente.
Llego allí con un grupo de cristianos evangélicos que impulsarán una actividad comunal: una sopa llamada sancocho en este Caribe soleado. Cargan ollas y bolsas con verduras que han comprado en el mercado mayorista de Coche, también una pequeña bombona de gas y platos de plástico. Lo hacen por vocación, porque su misión es convencer a otras personas de que Dios es todo.
Cuando le pregunto a una de las mujeres si podemos hablar me responde que sí, siempre que sea en el nombre de Dios. Le contesto que por supuesto, que todo lo haremos en su nombre.
Antes de hablar con ella, encargan a una niña de unos doce años para que toque las puertas de las viviendas y realice un censo. Necesitan saber cuántas personas de la comunidad bajarán hasta una especie de bohío de cemento ubicado en el patio común de los edificios, para comerse la sopa que prepararán entre todos.
Es sábado, son las diez y treinta de la mañana, pero la chica llega con una respuesta desalentadora detrás de su largo pelito negro: la gente está durmiendo.
Apenas llegar y descargar los implementos el grupo se reúne y forma un círculo. Se toman todos de las manos. Son catorce personas, entre ellas dos chicas adolescentes y tres niños. Destaca la presencia de un solo joven entre tantas mujeres. En esta ciudad y este país son ellas, las mujeres, quienes suelen empujar más actividades populares y grupales, quienes intentan organizar y congregar a la comunidad.
En el círculo, la intensidad de las voces del grupo baja poco a poco, luego aumenta, después vuelve a bajar. Es un coro de susurros: “Amén, amén, amén”; un mantra bajo el sol que arropa la oración de la señora que está en el centro y bendice y agradece —mi Señor— y pisotea e invita a que los demás también lo hagan, con fuerza, con las suelas, para alejar todo lo malo, lo demoníaco.
Llevan una camiseta amarilla con el nombre de su iglesia cristiana, a la que suelen asistir unas 350 personas. Se lee MIES y significa el rebaño del Señor. Ellos creen en la palabra de Dios y su faro es la Biblia, dice la pastora Elizabeth Meneses, quien admite que deben trasladarse a las barriadas pobres porque la gente ya no quiere ir a las iglesias.
Para ser un líder o vocero se debe tener un matrimonio sólido, afirma, porque para ellos ese es el centro de la vida.
—No podemos visitar familias si tenemos un matrimonio disfuncional.
—¿Cómo es eso? —le pregunto.
—Bueno, el hombre es el proveedor y la mujer su escudo, su respaldo. Tiene que ayudarlo en todo. Así debe ser.
Un matriarcado machista, me digo.
Para ella, que es la guía, es imposible ayudar a otra familia si no se está casado con alguien del sexo opuesto y si no se tiene al menos un hijo. Palabras como “fe” y “esperanza” y frases como “gran poder divino” están siempre presentes en sus conversaciones, que se interrumpen con cantos y alabanzas.
—Cuando me hice cristiana aprendí una doctrina y conseguí una guía. Restauré mi hogar. Quiero darle eso a los demás, a eso le dedicamos nuestro tiempo libre —cuenta Elizabeth—. Aquí pasa lo mismo que en otras comunidades: solamente a los niños y a algunas mujeres les importa nuestra presencia. Hay niños que pasan todo el día con nosotros, incluso hasta entrada la noche, y los padres ni se dan cuenta. A veces nos abren las puertas de sus casas, pero no se involucran con la iglesia ni cambian su estilo de vida —comenta con un dejo de resignación.
Esta mañana eso queda claro: de los apartamentos de El Renacer de la Revolución apenas aparecen cinco niños, uno de ellos con problemas motrices, y dos mujeres.
Los cristianos pican las verduras y calientan el agua en una olla enorme y maltrecha. Los más pequeños brincan, juegan. Se golpean. Beben agua del pico de un envase de plástico reciclado cuando aumenta el calor. Se sienten las ganas, pero también la pobreza, cierto aislamiento, el tedio. Las chicas ordenan un lote de ropa que han recolectado para regalar en su iglesia. Cuando una de las señoras bebe un café dulcísimo y más bien tibio que ha traído una de las vecinas, exclama sorprendida, a punto del grito:
—¡Ay! ¡Dios cumple los anhelos de tu corazón! ¡Amén!
—¡Amén! —repite otra, sentada a su lado sobre un banco de cemento.
Para la primera mujer ese café lo ha enviado el mismo Dios. Para la segunda, a juzgar por su amplia sonrisa, también.
Otra de las mujeres, emocionada hasta las lágrimas porque se ha aprendido una canción de alabanza que tararea a ojos cerrados, vive en un barrio cercano, famoso en la capital por formar parte de uno de los sectores donde los criminales tienen el control de todo lo que allí ocurre: poseen armas de guerra y se enfrentan a la policía por el control de la zona. En los barrios más necesitados de Caracas, igual que en otras ciudades del país, son fuertes la presencia del azar, la religión y el crimen.
Una de las evangélicas presentes se llama Irma Mota y es abuela de ocho nietos, una anciana de mirada franca; su atuendo es la definición de la humildad. Desde hace nueve años vive en un sector pobre llamado Zamora, de la parroquia El Valle. Antes vivía en Cerro Grande, una urbanización vecina donde ocurrió una masacre atribuida a los líderes de una de las barriadas más peligrosas: El 70.
Todas estas zonas están cerca y en ellas es común la existencia de enfrentamientos a balazos entre bandas criminales. Jóvenes que tienen entre quince y cuarenta años y que han sido, incluso, retratados por algunos medios locales, conforman grupos e imponen códigos para el asalto, la extorsión, el secuestro, el asesinato o la venta de drogas.
Es algo que en Caracas se ha vuelto cada vez más común.
En Venezuela las cifras oficiales se han convertido en un secreto de Estado, en un enigma. Sin embargo, Luisa Ortega Díaz, la Fiscal General de la República a inicios del 2017, se atrevió a dar una cifra de homicidios anuales que parece más bien el saldo trágico de un parte de guerra: en el 2016 hubo 21.752 asesinatos, según las cuentas del Ministerio Público.
Esto quiere decir que, en promedio, asesinan a sesenta habitantes todos los días en Venezuela.
En febrero de 2015, recuerda Irma, vio una de las imágenes que más la ha impresionado en su larga vida, aunque no por eso llegó a poner en duda la presencia de Dios. Al contrario, afirma.
Cuando habla, su relato mezcla datos palpables con imágenes bíblicas, pero el hecho es este: un domingo en la mañana, luego de visitar su iglesia, un grupo de unos veinte hombres caminó en dirección a una casa cercana a la suya.
—Tenían pistolas, metralletas, motosierras y machetes. Y también cargaban unas bolsas negras, y picos y palas.
Como para persignarse.
Cuenta Irma que, entre susurros, el rumor en el barrio corrió como el agua: los bandidos buscaban a unos vecinos a quienes querían ejecutar, pero estos ya habían abandonado su hogar y nunca más volvieron. Durante días la banda de hombres se paseó por las aceras con sus armas a la vista.
Hoy, dice, el peligro sigue, pero la situación está más calmada.
—¿Y usted siente miedo de vivir allí?
—Yo no tengo miedo gracias a la gloria de mi señor Jesucristo.
Elizabeth, la pastora, ha dicho antes que la crisis los golpea a todos, pero que ellos tienen la esperanza que Dios les da, y que por eso insisten en trabajar con las comunidades más desasistidas, porque saben —afirma— que el discurso instalado entre los más jóvenes es que si no trabajan, no comen. Pero como ya el trabajo no da dinero, entonces «malandrean».
Malandrear, un verbo que no existe, se manosea en Venezuela de forma natural para referirse a alguien que se siente criminal. Y actúa como tal.
—Allí siempre ha existido un malandreo fuerte, pero si tú vives dentro de los códigos y los respetas, que nadie te los dice, pero tú los aprendes porque ves cómo es el movimiento, a ti te va bien —afirma Alexander Torres, otro integrante del grupo evangélico, un joven, padre de dos niños, que vive en el barrio El 70.
Este joven estuvo preso hace quince años por haberse involucrado en el cobro de un secuestro cuando apenas rozaba la mayoría de edad.
—Yo tengo treinta años allí en El 70 y te confieso que para otro barrio no me mudaría. Claro, está la inquietud de sacar a mis chamos, porque ellos ahí siempre tienen que ver los armamentos, tienen que ver, como quien dice, cuando los malandros se arrebatan, se drogan —cuenta Alexander—. La otra vez en ‘el achante’ de los malandros había cinco fusiles así, pegados de la pared. Ellos jugando cartas y las armas ahí.
—¿Siempre ha sido así? —le pregunto—. Porque yo me crié cerca de esta barriada y recuerdo que a los niños nos sacaban de esos círculos viciosos.
—¡Exacto! Antes no dejaban que entraran tan chamitos al malandreo —responde Alexander—. Hace dieciocho años, cuando ellos estaban ahí fumando o arrebatándose, le decían al menor que se fuera. Ahorita no. Más bien lo promueven porque buscan reclutar gente. Yo tengo un chamo de trece años, que es el mayor, y nosotros tenemos que pasar por ahí todos los días. Pero cuando matan a uno de los malandros le digo: «¿Te das cuenta? Mucho malandreo, mucha hampa y tal, y mira, todos terminan igual». Entonces aprovecho y le hablo de Dios.