Junio del 2016: en la Copa América Centenario que se celebra en Estados Unidos, la selección nacional de fútbol de Venezuela acaba de lograr un triunfo importante e inesperado. Ha derrotado 1-0 a Uruguay, favorita de su grupo, con lo que asegura su clasificación a la siguiente fase.
En otro momento, años atrás, esta victoria habría desatado la celebración nocturna de centenares de jóvenes en algunas plazas al aire libre. Hoy no es así. Las avenidas principales están mal iluminadas y, al menos en la capital, las personas abandonaron la noche para refugiarse en sus hogares. Tienen miedo de los delincuentes, que roban, extorsionan, secuestran y asesinan a su antojo.
El Servicio Nacional de Medicina y Ciencias Forenses de Caracas, conocido como la Morgue de Bello Monte, recibió unos quinientos cadáveres según las cuentas de los periodistas de sucesos. Esa cifra de escándalo supuso un alerta, porque representaba un aumento respecto a los meses y años previos. Pero en julio entraron más: 535. Por eso las autoridades decidieron, ese mes, que cerrarían la fachada de la morgue con una cerca perimetral para controlar aún más el acceso de los reporteros.
Ojos que no ven, corazón que no siente, reza un refrán popular muy usado en Venezuela.
Esta noche del triunfo de la Vinotinto, como también se le llama a la selección nacional de fútbol, tomo un taxi con la intención de rodar por urbanizaciones donde supongo que puede haber festejos espontáneos y callejeros.
En un trayecto en el que no se ven más que avenidas semidesiertas a las diez de la noche, el conductor recibe una llamada. A los treinta segundos se nota visiblemente alterado. Con la voz entrecortada y a los gritos, interrumpido por silencios cuando recibe respuestas del otro lado de la línea, dice esto:
—¿Por qué no te vienes pa’ Petare, chamo?
—¿Ah?
—¿Mataron a un chamo?
—¿Los plomearon?
—¿Pa’ Valle Fresco? Y si están bachaqueando eso es un lío.
—Hijo, no, no te vayas. Vamos pa’ Guarenas.
—Coño, chamo. Si están saqueando por ahí… y esa zona que es tan peligrosa. Coño.
El taxista lanza el celular contra el asiento y golpea el volante. Me habla a mí, pero es como si lo hiciera con él mismo, con la noche, con un fantasma:
—Nojoda, y eso que se lo dije temprano, que no se fuera a esa hora… parece que tirotearon a cinco chamos por ahí…
Mis ganas de ver una celebración se esfuman. Su hijo ha quedado atrapado en una balacera en el sector Mariche del estado Miranda, donde entonces gobierna el dirigente opositor Henrique Capriles. El chico vive ahí, relativamente cerca, pero no tiene cómo moverse. Ni en moto ni en carro.
En ese momento nadie circula por la zona, me cuenta. Su hijo está escondido, no sabe a qué hora podrá llegar a su casa. Lo ha llamado a él, que es su padre y me lleva en el taxi, para pedirle que lo vaya a buscar. Su padre no quiere, tiene miedo. Tampoco sabe el lugar exacto donde está su hijo. Está furioso, pero sobre todo se siente impotente. Se trata de su hijo. Su hijo, repite. Coño, repite. Y él es su padre. Se supone que debe protegerlo.
Entro a Twitter y ya algunas cuentas informan sobre el hecho en Valle Fresco. Disparos, muertes, confusión. Esta anécdota no es una rareza entre los habitantes de Caracas, una de las ciudades más peligrosas del mundo en la actualidad, según las cifras de homicidios que manejan las organizaciones especializadas.
Keymer Ávila forma parte del Centro de Estudios Penales de la Universidad Central de Venezuela y los datos que ofrece en una larga entrevista son una lápida, un epitafio para la tranquilidad ciudadana. Para él existe una McDonalización de la violencia, impulsada incluso desde el mismo Estado:
—Las tasas de encarcelamiento se han disparado y eso es congruente con el aumento de homicidios, porque ahí, en las cárceles, los malandros hacen un doctorado criminal.
Entre los presos hay líderes, llamados pranes. Ellos cuentan con armas de alto calibre, como metralletas; tienen municiones y granadas, y controlan prácticamente todas las decisiones que se toman en varios de los penales venezolanos. Además, poseen tentáculos más allá de los barrotes: aliados o vasallos que se encargan de tejer redes para el robo y la extorsión en las calles. De eso viven y, según un comerciante de una barriada llamada El Cementerio, algunos ya comienzan a cobrar ‘vacunas’ en dólares: a él, por ejemplo.
Ante el desborde de las cifras en materia delictiva y el fracaso sistemático de los planes aplicados desde el Estado, el gobierno ha respondido a las balas con más balas.
—En Venezuela pasamos del discurso de la lucha de clases al de la lucha contra el delincuente hoy en día —dice Ávila—. ¿Por qué? Porque el discurso de la impunidad tiene un sesgo que entienden los políticos: la gente lo que quiere es mano dura.
Ávila se refiere la Operación de Liberación y Protección del Pueblo (OLP), el vigésimo segundo plan de seguridad creado por el gobierno chavista en diecisiete años y el primero abiertamente represivo, que ha arrojado resultados más que discutibles, a pesar de la campaña comunicacional oficial que habla de un éxito casi rotundo.
Entre los diferentes cuerpos de seguridad mataron a 245 civiles solamente durante los primeros seis meses de redadas de la OLP. La cifra no es de un dirigente antichavista, sino del informe anual que hizo la entonces Fiscal General de Venezuela, Luisa Ortega Díaz, ante la Asamblea Nacional.
De esos asesinatos, reflejados como consecuencia de supuestos enfrentamientos armados, al menos veinte fueron ejecuciones extrajudiciales, según otro informe, el de las ONGs Programa Venezolano de Educación – Acción en Derechos Humanos (Provea) y Human Rights Watch (HRW).
Fue un hecho público que apenas en el primer día de acción asesinaron a quince personas en la Cota 905, una barriada popular en Caracas donde existe una batalla frontal y permanente entre la policía y los delincuentes.
En materia de violencia criminal, homicidios y seguridad ciudadana, los números de Venezuela son comparables a los de una guerra brutal.
—Ha habido muertes emblemáticas de algunos líderes criminales que justifican las ejecuciones de los inocentes. Es algo muy funcional. Ojo, esto tampoco es nuevo en este gobierno —advierte Ávila—. Ya en el 2010 se dio algo que se llamó el Madrugonazo al Hampa. Eran supuestos bloques de captura de la policía que no capturaban, sino que ejecutaban. Hubo denuncias. En ese momento acabaron con las cabezas de algunas bandas, tal como están haciendo ahora. Lo que pasa es que siempre van quedando los más jóvenes, que suelen ser más loquitos, ellos heredan el negocio y son más peligrosos. Cuando se rompe el orden comienzan a matarse entre todos y aumenta la violencia.
En el informe de Provea y HRW se puede leer la forma típica de acción de la Guardia Nacional, la policía científica y la Policía Nacional: «Las muertes por disparos que investigamos, y los casos en los cuales las personas fueron vistas por última vez bajo custodia policial y luego fueron halladas muertas, en general ocurrieron durante la madrugada, cuando agentes de seguridad se llevaron a numerosas personas y saquearon viviendas. En algunos casos, los testigos relataron que agentes de seguridad dispararon a las víctimas a quemarropa».
Durante apenas medio día en la morgue de Caracas, a mediados de ese 2016, pude conocer tres casos de ejecuciones policiales durante operativos en barriadas pobres.
Claudia Carrillo es psicóloga y coordinadora del área psicosocial de la ONG Comité de Familiares de las Víctimas (Cofavic), una organización creada a partir de la masacre perpetrada por el efectivos del Ejército venezolano en 1989, luego de una revuelta popular conocida como El Caracazo y que a la larga precipitó la salida del entonces presidente, hoy fallecido, Carlos Andrés Pérez.
Esta mañana, Carrillo está junto al abogado Ronnie Boquier. De sus bocas salen advertencias, datos y lamentos similares a los que ofrece Keymer Ávila.
El primer alerta de Carrillo y Boquier tiene que ver con la opacidad actual de las cifras oficiales del Ministerio Público, el corazón del cuerpo de justicia en Venezuela, uno que late cada vez con más dificultad. Afirman que no hay mecanismos formales de justicia porque la institucionalidad no le responde a la gente.
—Hay una militarización de las políticas de seguridad ciudadana, pero dinos tú, que eres periodista, ¿dónde está publicado el plan de la OLP? Hay declaraciones del ministro, pero no existe una sola información pública oficial disponible. Eso es peligroso. ¿Cuáles son sus alcances, cuáles son sus límites? —pregunta Boquier.
—La policía entra, separa hombres de mujeres, muy temprano en la mañana o muy tarde en la noche. Y cruzan una línea —dice Carrillo—. La afectación de las personas donde actúa la OLP es grave. Mueren cinco o seis personas en un operativo. ¿Y qué pasa en esos casos? Hay cuerpos mixtos de seguridad que se cubren los rostros con pasamontañas y allanan viviendas sin órdenes. Se producen detenciones masivas. Violaciones múltiples a los derechos humanos.
No es que estos representantes de Cofavic pretendan hacer ver a los policías como los malos del cuento. De hecho, insisten en que son las reformas policiales aplicadas las que han afectado su identidad negativamente, y que ellos también son víctimas, pues muchas veces son desplazados de las comunidades pobres donde viven.
—No pueden identificarse con sus uniformes. Hay presión y amenazas a sus familiares. La moral de los cuerpos policiales en estos momentos es muy baja. Aquí la violencia no está íntimamente ligada a la pobreza, sino a la debilidad institucional —sigue Carrilo—: ¿Cómo vamos a restablecer los códigos mínimos de convivencia? La gente no nos había reportado tanto terror como desde hace un año, cuando inició este plan. En líneas generales, la gente se siente en peligro.
El gobierno de Venezuela tiene brazos comunicacionales largos. Un sistema sólido de medios públicos y comunitarios, portales de opinión, diarios, semanarios, revistas, canales de TV, emisoras AM y FM, que controlan a su antojo con mensajes propagandísticos para combatir el trabajo de los medios privados, que cuentan a su vez con alianzas en empresas transnacionales y visibilizan los conflictos internos de Venezuela más que los de cualquier otro país.
Según estos medios de apoyo al gobierno, asumidos como chavistas o revolucionarios, Provea y Cofavic son instituciones pagadas por intereses estadounidenses, cofrades de la oposición local. Los hacen ver como especies de testaferros de la CIA, mercenarios del sensacionalismo que viven a cuerpo de rey, casi entre yates y langostas.
Sin embargo, lo que veo cuando asisto a sus oficinas, ambas en el centro de Caracas, son espacios más que modestos, en edificios viejos con alrededores sucios y descuidados, muy distantes de aquellos monumentos al modernismo construidos en los años cincuenta. Lugares que se fueron transformando, adaptando al paso de los años, y que perdieron brillo y grandeza. Lugares, incluso, con poca personalidad.
Ambas oficinas son humildes y pequeñas, parecen haberse estancado en algún momento de hace tres décadas o más. Y en sus linderos se respira una fuerte sensación de inseguridad. De hecho, una de las abogadas de Provea pidió posponer una entrevista porque hacía días acababa de ser atracada en el sector y tenía miedo de salir del trabajo después de las cinco de la tarde. Ni siquiera tiene vehículo propio.
Durante mi estancia en Caracas visito barrios y urbanizaciones distantes y heterogéneos entre sí, como Catia, al oeste; La Hoyada, en el centro; Coche, al sur; Chacao, en el este; o San Agustín, una zona que se extiende desde una importante avenida en el centro-sur de la ciudad hasta la copa de cerros y linderos altos, llena de viviendas humildes.
Este último barrio se beneficia del servicio de transporte de metro cable, un teleférico. Desde sus funiculares, la ciudad, abajo, se muestra imponente. Sus habitantes pueden ahorrar hasta dos horas diarias o más, si viven muy arriba, usando este servicio que inauguró el gobierno de Hugo Chávez.
Pero San Agustín es peligroso. Aunque en sus veredas y callejones, entre escaleras y pendientes y en las inmediaciones de sus canchas deportivas, palpitan el vigor y el dinamismo y se respira cultura, también hay muchos tiroteos entre bandas por rencillas y disputa del control territorial.
Para hacer entrevistas en esa barriada entro en contacto con los dirigentes de una asociación civil sin fines de lucro llamada Caracas Mi Convive. Se trata de una organización que apuesta por la reconciliación y el perdón, por acciones de convivencia en espacios donde la violencia está presente. Algo más que necesario en la capital de Venezuela y, al mismo tiempo, casi una locura por las condiciones actuales.
Esta iniciativa comenzó en el 2013 y, para la fecha, ha logrado desplegarse por más de dieciséis barriadas, siempre apalancadas por la presencia de un líder comunitario del sector al que acuden para dictar talleres y promover jornadas deportivas o culturales. Se sostiene gracias al apoyo de empresas privadas. Sus integrantes son chicos de clase media liderados por los jóvenes Leandro Buzón y Roberto Patiño, un ingeniero que estudió una Maestría de Políticas Públicas en la Universidad de Harvard, Estados Unidos.
Patiño milita en el partido político Primero Justicia, trabajó con el excandidato presidencial Henrique Capriles y no esconde su intención de ser alcalde de Caracas en un futuro. Sin embargo, asiste a las actividades que realiza sin los logos del partido y le dice a la gente que el trabajo comunitario es independiente de la militancia de cada quien. Después de su trabajo en la prevención de la violencia, su iniciativa se volcará hacia jornadas de alimentación comunitaria, para paliar la severa crisis de hambre que afecta a los más pobres en Venezuela.
Antes de hacer mis entrevistas en San Agustín le pido a Patiño que me permita acompañarlos a una barriada popular donde él irá por primera vez a ganarse la confianza de la comunidad.
Estamos en La Vega, una parroquia del suroeste donde viven unos ciento cincuenta mil habitantes según cifras oficiales, y donde la pobreza y la violencia también se mezclan con la vitalidad, la cordialidad y la alegría. Días atrás ha habido saqueos a algunos establecimientos comerciales y ha ocurrido un fuerte enfrentamiento entre policías y criminales, con heridos y muertos.
El sector al que vamos se llama La Ladera, pero está más bien en la parte baja, a solo tres cuadras de la avenida principal. Allí la topografía de lo que existe a menos de un kilómetro cambia por completo. Las calles se estrechan y los carros parqueados, casi todos viejos, solo dejan espacio para un canal por el que pequeños camiones se vuelven funámbulos sobre una cuerda floja.
El contacto entre las personas es más visible en estos sectores, donde las madejas de cables cruzan desde lo alto de aceras y casuchas de colores.
En el hogar en el que nos reciben vive otra de las líderes del sector, se llama Belkys y es una furibunda defensora del fallecido presidente Chávez, pero dice que ha aceptado recibir a Caracas Mi Convive en beneficio de la comunidad.
La sala de su pequeña vivienda, decorada con cuadros populares y unas cortinas maltrechas, está llena de retazos de cartón y granos de harina o azúcar sobre el piso de cemento. Terminan de entregar unas bolsas de comida que el gobierno ha creado como medida asistencialista, para combatir la inflación y la escasez.
Belkys usa una camiseta con las siglas del Partido Socialista Unido de Venezuela (Psuv) en el pecho y repite el calco del discurso oficial: «Los males del país y este desabastecimiento son una componenda del Imperio». Se refiere al gobierno de Estados Unidos. Patiño me había comentado que él le pide a los líderes comunitarios que por favor no usen indumentarias alegóricas a una u otra tendencia política, así sea la que él comparte, pero a Belkys no le dice nada.
Sobre esas bolsas de comida, llamadas Comités Locales de Abastecimiento y Producción (Clap), la población de La Ladera, en La Vega, tiene ideas encontradas: «Algo es algo, pero es insuficiente», «yo prefiero ir a un supermercado y comprar lo que necesito», «hay gente a la que no le llegó su bolsa», «algunas vinieron incompletas»…
Patiño asiste al sector con un solo acompañante de Caracas Mi Convive y un líder comunitario llamado Víctor. Toma un micrófono que otro señor de la zona ha conectado a unos parlantes y proyecta unas imágenes sobre la pared desvencijada de una vivienda de dos pisos de bloques sin frisar. Se inserta poco a poco, hasta que un grupo de veinte o treinta personas se va aglomerando para escucharlo. Su modo de hablar es diferente al que tienen los parroquianos de La Vega. Su modo de vestir también. Existe una resistencia mínima, pero él logra romperla. Habla sobre la violencia y muestra el caso de Miguelón, un despiadado forajido del barrio San Agustín, quien luego de quedar paralítico por recibir dos disparos en la espalda, perdonó a su verdugo y se regeneró a partir de su otra pasión: el baloncesto.
Hoy, desde una silla de ruedas, Miguelón es uno de los entrenadores deportivos más importantes de su zona, cuenta Patiño, e invita a señalar los puntos calientes del sector donde estamos, sobre un enorme mapa impreso que despliega en el capó de un carro viejo.
La historia de Miguelón es el retrato típico del crimen común en Venezuela: la violencia urbana impuesta por las bandas delictivas que se disputan el control de las calles de sus barriadas. No es una exageración afirmar que los habitantes de cualquier localidad y estrato social en este país han sido asaltados, secuestrados o extorsionados, o bien tienen un familiar o amigo que ha sido víctima de estos crímenes o, incluso, fue asesinado.
Miguelón creció en un ambiente de violencia familiar. Siendo un chiquillo fue asaltado. Sus tíos, hoy fallecidos, fueron microtraficantes de droga. Su padre mató a su segunda esposa y a su amante para luego quitarse la vida, y lo hizo con un arma que le había conseguido el propio Miguelón cuando tenía apenas doce años.
El padrastro de Miguelón también era delincuente. A su primera novia la mataron a balazos y él se quedó con una bebé huérfana de madre. En venganza, incendió la casa donde vivían sus asesinos. Luego comenzó a liderar una banda en su sector. Se convirtió en asaltante y homicida. Disparaba y le disparaban. Fue vendedor de marihuana, crack y cocaína.
Fue detenido y extorsionado por la policía, que lo soltaba a los pocos días de su captura. Hasta que una noche, en una fiesta, uno de sus compañeros le disparó y le destrozó la columna vertebral. Entonces su vida cambió.
Después de aprender a perdonar, Miguelón abandonó el crimen como modo de vida. Se refugió en la religión evangélica y en el amor de su pareja, con quien tiene dos hijos. Actualmente es un líder positivo: a medio afeitar, sentado en su silla de ruedas, con bermudas o jeans gastados, se toca con el índice la cabeza, sobre la que a veces lleva una gorra, y más bien seco, apoyado en el sarcasmo, muestra sus heridas y se pone de ejemplo frente a los jóvenes de su escuela de baloncesto. Sus piernas son más delgadas que sus brazos, prácticamente unos huesos forrados de piel. No les pide, les exige, que no sigan sus pasos o terminarán caminando mal.
Aquí en la noche de La Vega, en el sector La Ladera, donde Patiño hace su presentación, caminan niños y perros callejeros, y unos hombres beben cerveza en una de las tiendas de barrio. Uno de los presentes dice que ellos no tienen allí problemas serios de delincuencia, pero reclama que los maleantes de otros sectores hacen sus fechorías y escapan por los callejones de su caserío.
—El otro día venían dos chamos corriendo con una pistola en cada mano, como si fueran policías.
—Y con granadas, tenían granadas. Yo las vi —dice Belkys.
—Coño, y uno todo cagado viendo esa vaina. Aquí hay niños en la calle a toda hora.
Policías y periodistas de sucesos consultados sostienen que existen pactos entre bandas criminales que surgieron a raíz de uno de los tantos planes de seguridad que impulsó el chavismo, llamado Movimiento por la Paz y la Vida, que buscaba la pacificación de los grupos delictivos a través del intercambio de armas por beneficios socio productivos.
Este operativo data del 2012 y estuvo liderado por el entonces viceministro José Vicente Rangel Ávalos, quien antes había sido alcalde. En un acto televisado, Rangel Ávalos afirmó que se reunía con criminales para ofrecerles «una segunda oportunidad». Los hampones eran cinco. Mostraban sus armas con orgullo en pose gansteril y llevaban la cara cubierta. Delante de ellos estaba Rangel Ávalos con un micrófono en la mano.
El entonces viceministro, un hombre fuerte del chavismo, hacía las veces de presentador televisivo y entrevistaba a los maleantes, quienes prometían redimirse. Estas imágenes le dieron la vuelta al país entre comentarios esperanzados y críticas frontales, siempre patinadas por una fuerte polarización partidista.
Finalmente, esta estrategia, conocida como «Zonas de paz», fue cuestionada por algunos policías locales, quienes, siempre bajo anonimato, reprocharon un resultado adverso: las pequeñas bandas, atomizadas en un principio, aprovecharon una orden que delimitó la acción de la ley en ciertas barriadas, y gracias a la anuencia gubernamental se armaron mejor, establecieron pactos de no agresión, profesionalizaron su actividad delictiva y combatieron con más eficacia el patrullaje. Algunas se convirtieron en mega bandas que roban. Secuestran. Extorsionan. Matan. Pican y ocultan cadáveres. Sus víctimas son ciudadanos que estaban en el momento y el lugar más desafortunados, y también guardias y policías.
Cada vez más de unos. Cada vez más de otros.
Y casi siempre son jóvenes los que halan el gatillo. Si el futuro está en manos de ellos, como se suele repetir, en Venezuela están garantizadas la muerte y sus lágrimas amargas. Los uniformados son un trofeo para estos chicos: desde el 01 de enero de 2010 hasta el cierre de septiembre de 2015, fallecieron a manos del hampa más de mil funcionarios, según declaraciones del abogado criminalista Fermín Mármol García.
Otros datos que maneja el Centro de Estudios Penales de la UCV afirman que siete de cada diez funcionarios asesinados en 2013 en Caracas no se encontraban en ejercicio de sus funciones, pero el mismo estudio encontró que tres de cada diez victimarios eran funcionarios de los mismos cuerpos de seguridad del Estado. Policías matando a policías. Entonces, ¿quién protege a quién? ¿Quién le dispara a quién? ¿Por qué? ¿Qué está pasando en Caracas?
Keymer Ávila estuvo al frente de esta investigación, y aunque afirma que estos datos tampoco son una novedad, pues en los años ochenta ocurría algo similar entre los cuerpos policiales, la verdad es que en el año 2000, el primero de este siglo, la tasa total de homicidios en Venezuela era de 32 por cada 100 mil habitantes. En 2015 fueron 75 por cada 100 mil habitantes, según las cifras de la policía científica, que nada tiene que ver con el balance de otras organizaciones no gubernamentales, que la sitúan incluso por encima.
El aumento en los asesinatos es monumental. Si empezando este siglo asesinaron a un aproximado de ocho mil personas en Venezuela, el año pasado fueron más de veintiún mil. Datos del Ministerio Público. La diferencia es la mitad del estadio Universitario de béisbol, el deporte popular por excelencia del país.
La herida es profunda y estructural. Hoy se agrava, a juicio del investigador Ávila, porque no existe un efectivo control de armas y municiones por parte del Estado.
La Operación de Liberación y Protección del Pueblo (OLP) nació en julio de 2015, meses antes de las elecciones legislativas, en la cual el chavismo recibió una derrota sin atenuantes por primera vez desde que llegó al poder.
Más de catorce mil personas fueron detenidas por la policía durante los primeros seis meses, dicen las cifras oficiales. Pero de esas catorce mil, apenas cien fueron finalmente imputadas por haber cometido algún delito: esto es menos del 1%.
La enorme disparidad entre la cantidad de aprehendidos y los que fueron llevados ante fiscales para ser acusados sugiere que las detenciones fueron indiscriminadas y arbitrarias.
El entonces ministro de Interior y Justicia, Gustavo González López, afirmó en febrero de 2016 que gracias a la OLP se habían logrado desmantelar 144 bandas. Pero hay abogados y criminólogos, como Fermín Mármol García, que afirman que en Venezuela hacen vida alrededor de dieciocho mil bandas. De ser así, hablamos, otra vez, de menos del 1%.
El gobierno apunta a la existencia de paramilitares y hacia ellos, en abstracto, ha apuntado la responsabilidad del derramamiento de sangre que hay en el país. Para Keymer Ávila esto no solo es contradictorio, sino un error estratégico y comunicacional del propio gobierno:
—De esas casi quince mil detenciones arbitrarias que hubo en los primeros cinco meses de la OLP, ¿te has preguntado cuál era el perfil de los detenidos? Jóvenes pobres que viven en barriadas. Para que exista el crimen organizado debe existir también un apoyo de cuadros policiales, de militares, de jueces y políticos. La retórica del paramilitarismo impulsada por el gobierno es terrible para ellos mismos, porque configura ineficiencia o complicidad. Yo creo que nosotros en Venezuela no hemos llegado aún a un nivel alarmante de crimen organizado, pero existe un caldo de cultivo importante, hay un alto nivel de fuego en manos de las bandas criminales y, del otro lado, mucha debilidad institucional. Existen, y eso es innegable, redes de extorsión y redes de secuestros, por las cuales se obtienen rentas ilícitas. Hay datos que permiten saber que integrantes de los cuerpos policiales están involucrados.
Las cifras y conclusiones del Centro de Estudios Penales de la UCV son irrefutables. En los análisis de Ávila, más bien desapasionados, queda muy poco espacio para el optimismo.
El mismo día de la entrevista en su oficina, un estudiante había sido herido en la cabeza con un arma de fuego cuando intentó frustrar un asalto en las afueras de su universidad. Y el día anterior habían destituido a un directivo de la Policía Nacional que coordinó un operativo en la barriada popular 23 de Enero, donde hacen vida algunos grupos, muchas veces armados, llamados colectivos. Se trata de un componente peligroso con conexiones en el poder impulsado por el chavismo: civiles agrupados para la defensa político territorial en nombre de la revolución.
—Los límites de estos colectivos asociados al chavismo son difusos, y ese es otro de los graves problemas, porque a partir de ahí se permiten abusos graves. En el término colectivo cabe todo. Los cuerpos armados regulares, ni se diga los irregulares, no pueden ejercer la política. Y esa es la ciudad que tenemos, es un gran problema —dice Ávila—. Hace falta tener un mínimo de institucionalidad. El tema de los escoltas también se ha vuelto incontrolable, cualquiera se cree con derecho de ir por la vía cerrando calles con una pistola en el aire.
Dos días después de la entrevista, frente al colegio Francia, en la urbanización La Carlota, vi a un escolta bajando de un carro con un arma en la mano. A su alrededor había por los menos diez niños que estaban saliendo del centro educativo. En ese colegio estudia mi hija para la fecha. Por supuesto, no era la primera vez que veía algo así.
En noviembre de ese año, cuando regresé a Caracas, estuve con mi niña en la plaza de la avenida principal de la misma urbanización, una zona residencial de clase media con múltiples comercios alrededor. Nos comimos un helado al mediodía y nos sentimos contentos. Reímos y conversamos. Desconocíamos que al día siguiente, en ese mismo lugar y a la misma hora, un hombre sería asesinado a balazos.