Volney Valoyes asiste con dedicación a una modesta oficina que renta en el centro de Caracas. Carga, con la lentitud de sus 64 años, un bolsito curtido donde guarda un sobre transparente que tiene cuatro grapas en el cierre. Adentro, recortes de prensa y documentos viejos, amarillentos, en carpetas deterioradas. Sus dedos se mueven con dificultad a través de ellos para apoyar sus quejas. Es un moreno humilde y hoy siente una presión sobre sus hombros, porque fue él quien coordinó la campaña del presidente Santos en los barrios de Venezuela. Lo hizo a petición de José Jorge Dangond Castro, quien ha sido cónsul general de ese país en cuatro ocasiones.
Santos obtuvo en Venezuela más de 16 mil votos y fue en gran parte, dice Valoyes, gracias a su empeño. “Ganó por poco margen, pero ganó. En los otros países donde hay más colombianos, Estados Unidos, España y Ecuador, ganó Zuluaga”.
Quienes le oyeron y confiaron en él en ese entonces, ahora le exigen y le increpan porque al problema económico, que afecta directamente el envío de remesas, se ha sumado una ola de deportaciones a indocumentados sin parangón en la última década.
Valoyes es un colombiano popular y activo entre sus connacionales en Venezuela. Llegó allí en 1978 a pasar unas vacaciones y decidió quedarse. Actualmente dirige una organización llamada Fraternidad Popular que organiza asambleas y actividades políticas, recreativas y de salud. Tiene sede en 16 estados y solamente en la Gran Caracas cuenta con 97 comités. Si alguien ha escuchado relatos y denuncias sobre maltratos, extorsiones y promesas insatisfechas es él.
“La persecución contra los colombianos se ha intensificado, eso nadie puede negarlo. La Guardia Nacional los saca de las colas de los supermercados, de las paradas de autobuses, de las panaderías. Incluso, la semana pasada un funcionario me confirmó que se llevaron a 16 de la cola del consulado en Caracas”.
Según los informes de Migración Colombia y a los cuales tuvo acceso El Espectador, el Estado venezolano ha deportado en lo que va de año a 1550 colombianos. El aumento frente al mismo período de 2014 es del 97%. Se espera que en apenas cuatro meses se alcance la cifra total del año pasado, cuando deportaron a 1772. Para comparar: en 2012 expulsaron apenas a 131.
Esta nueva política se asemeja a la que existió en la década de los noventa, cuando las deportaciones de colombianos desde Venezuela eran numerosas y superaban los miles anualmente, según declaró una cónsul que trabajó en ese entonces en una ciudad del interior y prefirió mantener su anonimato. Lo que no se explica ella es el motivo de este proceso actual.
Que los ciudadanos colombianos son los principales responsables del contrabando que existe en la frontera con Venezuela es una de las acusaciones comunes del gobierno de Maduro: “A los inmigrantes que se les compruebe el delito de bachaqueo se les aplicará la deportación. En los casos revisados, la mayoría no poseía nacionalidad ni residencia”, declaró a finales de febrero desde el estado Anzoátegui, en Venezuela, Juan Carlos Dugarte, el director del Saime, el organismo encargado de tramitar los documentos legales.
“Venezuela está en su derecho de expulsar del país a los indocumentados, porque la verdad es que muchos han sido negligentes, pero que lo hagan de una forma humana”, exige Valoyes, quien además dirige un periódico mensual llamado Tribuna Colombiana.
Entre las denuncias registradas están las detenciones abruptas y masivas, la extorsión por parte de efectivos de la Guardia Nacional, quienes piden dinero a cambio de dejar libres a los indocumentados, la falta de agua y comida durante el traslado de los deportados a la frontera, en el que no se les permite ir al baño, y el hecho de que son expulsados sin poder recoger sus enseres o despedirse de sus familiares.
Cientos de los deportados fueron detenidos previamente en una cola para comprar comida
María Padilla fue por primera vez a Venezuela en 2006 y luego de ir y venir en varias ocasiones, tuvo una última entrada en 2013. Desde entonces no ha regresado a Colombia. Afirma que en Venezuela no le ha ido mal, “a pesar de todo”. Hoy no tiene sus documentos en regla, pero está afiliada al Movimiento Bolivariano de Países Hermanos (Mobpah) y ostenta un carnet que así lo certifica. Llegó ahí, dice, buscando solución a su situación como inmigrante.
Logró comprarse una pequeña vivienda en Petare, uno de los barrios más grandes de América Latina, ubicado en el este de Caracas, donde a falta de censos oficiales se estima que hay alrededor de un millón de colombianos. Vive allí con su hijo menor, quien –según ella– está en tránsito como turista porque ha logrado mantener el bamboleo de salir y volver cada tres meses con su pasaporte.
Cuando habla de familiares y amigos cercanos, María es precavida. Frena los nombres o los esconde por minutos. Arrastra los apellidos, que termina con sílabas casi inaudibles y una mirada esquiva. El temor es generalizado, especialmente cuando no se tiene una visa de trabajo. Así está su hijo, quien a pesar de su estatus legal, trabaja en la industria de la construcción. “Él es quien me ayuda”, cuenta.
Otro de sus hijos, también indocumentado, tuvo un bebé en Caracas con su novia de Santa Marta, quien tampoco tiene visa. A principios de 2015, empujados por las circunstancias, tomaron la decisión de irse antes de que los echaran. Conocieron de varios casos por su barrio en los que hubo extorsión y despedida forzosa. Aquellos que son deportados, dejan desamparadas sus propiedades y quedan penalizados por al menos dos años para poder regresar.
“Mi nietecito nació aquí y fue presentado, pero se tuvo que ir con su mamá y su papá. ¿Cómo va a hacer él para volver si sus papás no tienen papeles? Yo todos los días pienso en eso”, lamenta María desde un café a pocas cuadras del consulado colombiano en la capital de Venezuela. Hoy ha ido hasta allá, pero no se atrevió a ingresar porque escuchó que hace días la Guardia Nacional se llevó deportados desde allí a unos cuantos.
El nieto de María va a cumplir un año y una de las dificultades que enfrentaba la familia era no poder comprarle pañales desechables, porque al no tener documentos, sus padres perdían el derecho a formarse en las largas filas de los supermercados y abastos Bicentenario, donde ahora atienden por días según el terminal del número de cédula. A veces acudían a los buhoneros, que tienen de todo, o casi, “pero mucho más caro. Mi hijo llegó a comprar un paquete de pañales en 800 bolívares en diciembre (un sexto del salario mínimo), y eso no siempre podíamos pagarlo. A mí me daba dolor ver a mi nietecito así, desnudo”, recuerda Padilla.
“A nosotros aquí nos tienen como ‘bachaqueros’, pero, ¿cómo pasan esos alimentos y esa gasolina por la frontera? Para lograrlo tienen que atravesar puntos donde está la guardia. Yo me pregunto: ¿por esas mafias tenemos que pagar los que tratamos de vivir humildemente y hacer un mercadito?”.
María padece cáncer de mama y esa fue una de las razones por las cuales no regresó a Colombia cuando le correspondía, a finales del 2013: “Comencé a sentirme mal y me fui quedando. A raíz de mi enfermedad no pude salir. Es duro vivir así”.
Actualmente recibe tratamiento de quimioterapia en hospitales públicos y consigue los medicamentos en las farmacias de costo. “Aquí me han tratado bien”, reafirma, “aquí la gente me ayuda”, repite. “Vivo de la misericordia de los demás”, insiste. ¿Y por qué no se legalizó mientras pudo? “Ay, hijo, ¿qué no hemos hecho? Nunca conseguimos el apoyo con nadie en ese punto, nunca recibimos una respuesta concreta”.
Ella quiere corregir su situación y ayudar a sus compatriotas que están en lo mismo. La semana pasada fue con un grupo de afiliados al Mobpah hasta la sede principal del Saime, y dice que no salieron todos los que entraron: “A uno de esos muchachos lo deportaron y eso que él está casado aquí. Yo ya me cansé del Saime: tengo mi carta de buena conducta y mi carta de residencia, pero no quiero ir porque me da miedo”.
Ella llegó a Venezuela en 2006, dos años después de que el fallecido presidente Chávez diera inicio a un proceso de flexibilización para que aquellos extranjeros que estuvieran en territorio venezolano de forma irregular, legalizaran sus documentos. El plazo era de diez años y culminó en abril de 2014.
“Se estima que cerca de 500 mil colombianos se beneficiaron de este proceso de Misión Identidad”, dijo un vocero del gobierno de Colombia que prefirió no ser mencionado por su nombre, pero advirtió que “muchos otros, por descuido, no hicieron nada. Hay quienes ni siquiera tienen papeles colombianos, es parte de nuestro folclor”.
Ricardo Blanco, de 35 años, es oriundo de San Onofre, en Sucre. Tenía más de una década viviendo en Venezuela, pero nunca obtuvo sus documentos. Trabajaba en el sector de la construcción. Hace tres semanas lo detuvieron en Guarenas, al este de Caracas, y fue deportado. Su prima, Amarilis, dice resignada: “menos mal”. ¿Por qué? “Porque así ya dejó esa zozobra”.
Existen denuncias sobre las irregularidades que presentó la Misión Identidad en su momento. Algunos extranjeros que obtuvieron sus papeles legales aparecían en el Consejo Nacional Electoral, con facultades para votar, pero no en el Saime.
Pablo Antonio Pedrozo es colombiano, de Magdalena, vivía en Catia, en el oeste de Caracas, y canta vallenato. Ya había sido, incluso, reseñado en la prensa local. Perseguía su sueño musical, que iba alcanzando de a poco. Él le aseguró a Yesiree, una de las vendedoras del periódico Tribuna Colombiana, que tenía sus documentos en regla. Ahora ella no sabe si creer en esa letra, porque después de Semana Santa apenas si pudo hablar con él una vez por teléfono. Él músico le respondió desde Cúcuta, fue deportado en un operativo que se realizó en la playa donde estaba de vacaciones: “Me dijo que lo agarraron a él y a 40 más”, relata la mujer.
Distintas asociaciones colombianas iniciaron una campaña para evitar que se politice el hecho. Líderes de la oposición venezolana como María Corina Machado, en consonancia con declaraciones de voceros políticos como el expresidente Andrés Pastrana, han aprovechado la tribuna de varios medios para atacar a los gobiernos de Nicolás Maduro, por violentar los derechos humanos de los deportados, y del presidente Santos, al que acusan de hacer poco por solventar la situación.
En enero, los 15 cónsules acreditados en Venezuela sostuvieron una reunión con Frankceline Brattagoyo, entonces directora general encargada de la oficina de relaciones consulares de la cancillería venezolana. Expusieron las denuncias de hostigamientos y deportaciones masivas, y solicitaron un protocolo de actuación por medio de notas diplomáticas.
La canciller María Ángela Holguín visitó el centro de emigrantes de Cúcuta en febrero, para escuchar de primera mano el drama de los deportados, y logró que las autoridades del vecino país permitieran a un grupo volver de manera transitoria a los lugares que habitaban para recoger sus elementos personales. En el albergue caben más de cien personas. Allí permanecen hasta ser reubicados en sus ciudades de origen, y reciben alimento y atención médica que financia el gobierno de Colombia.
“Ellos salen vulnerables, siempre van a expresar inconformidad”, dijo la fuente consular, quien advirtió que esto no quiere decir que a veces no sean objeto de maltratos. “Se entiende que estas personas tuvieron tiempo para tramitar sus documentos y no lo hicieron, y es facultad del Estado venezolano deportarlos. Colombia no refuta eso, solo pedimos que se respeten los derechos humanos”.
El Espectador tuvo conocimiento de que recientemente, en una reunión sostenida con el Ejecutivo, la Canciller Holguín dio un brief sobre el caso e hizo alusión a una carta enviada por ella y el defensor del pueblo de Colombia a su homólogo venezolano, Tarek William Saab, en la que exponían la situación y pedían que se mejorara el trato en los operativos. Siguen esperando la repuesta oficial.
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Este reportaje fue publicado originalmente en el diario El Espectador, de Colombia, el 18 de abril de 2015