En unas vacaciones de Semana Santa a finales de los años ochenta, cuando tenía poco más de nueve años, nos reunimos adultos, adolescentes y niños en una casa amplia que quedaba en lo más alto de una calle de las costas de La Guaira, al pie del cerro que divide el litoral central venezolano de la capital del país. Allí, bajo un cielo azul celeste y el calor del Caribe, rodeado de perros, gatos, patos y gallinas, creí enamorarme como solo se puede enamorar un niño a esa edad.
Aquellos fueron días de gran descubrimiento, no solo por lo que significaba para mí que me enganchara a una chica, porque la verdad es que había sido bien enamoradizo desde el kínder —me gustaban mi maestra y una compañera de nombre casi irrepetible que aún recuerdo: Aderley—, sino porque en algún momento, aburridos de tanto jugar y hacer caminatas entre el mar y la montaña, los cuatro o cinco niños que nos quedamos a vacacionar con permiso de nuestros padres decidimos crear un cineclub.
Yo no sabía ni para qué podía servir eso, las películas entonces me aburrían tanto como ir a misa; lo hice alentado por mi ilusión de ayudar al grupo en el que estaba esa nueva chica que me deslumbraba y porque algún adulto nos dijo que si arreglábamos el viejo y desordenado trastero que estaba en el patio, podíamos apoderarnos de ese espacio mientras duraran nuestras vacaciones y hacer allí lo que quisiéramos.
Día y medio trabajamos duro bajo el sol: sacudimos polvo y tierra, botamos objetos que ya no servían, barrimos, pintamos paredes, decoramos, inventamos un nombre…, al final terminamos tan exhaustos que lo estrenamos al tercer día, y esa misma tarde lo clausuramos. Sin embargo, nuestra satisfacción al verlo acabado fue de una inmensa realización colectiva. La emoción por lo que íbamos a hacer se transformó en la emoción por lo que estábamos haciendo. Desde entonces, a veces conscientemente, vinculo la creación de cada nuevo proyecto con una ilusión casi infantil.
Me pasó en los tempranos noventa durante mi adolescencia con un intento fallido de un taller de reparación de bicicletas en el patio de la casa en la que vivía con mi madre. El emprendimiento no duró ni dos semanas a falta de clientes. Yo no era el más entusiasta del grupo, porque la grasa, las cadenas y la mecánica me atraían lo mismo que las lechugas y la ópera, pero me dejaba arrastrar por la idea de crear algo propio y ganar dinero con nuestro esfuerzo y nuestras manos.
Lo mismo me ocurrió en 1996, cuando entré en la universidad, con un UTV, proyecto de canal televisivo que tampoco llegó a ver la luz, pero que se convirtió en mi primera experiencia laboral creativa. Si bien allí me acercaba más a ser un empleado que un visionario, formar parte de algo nuevo, que estaba a punto de nacer, me hacía sentir especial. Me animaba ser una pequeña pieza en un engranaje que no alcanzaba a dimensionar del todo. Adquiría conocimientos y, al mismo tiempo, ampliaba perspectivas y ensanchaba ideales.
Después de un afortunado paso por el Museo de Bellas Artes, por un cortometraje, un viodeclip, un documental, por una agencia de relaciones públicas y por El Observador, el noticiario de RCTV, fundé junto a un equipo de locos entusiastas la revista cultural plátanoverde, una publicación de más de cien páginas a full color que marcó para mí un camino de intensa exploración periodística y mis inicios como editor. Tenía apenas veintidós años cuando empezamos ese viaje. Ya me había graduado en la universidad, pero solo entonces comencé a comprender a cabalidad que las ideas de las demás personas pueden alimentar, potenciar y mejorar las nuestras. Y viceversa.
El peso de la experimentación a partir de la creación colectiva reside en el flujo libre de energía. La clave está en saber escuchar. Calidad es balance. El todo, ya se sabe, vale más que la suma de sus partes.
En esa especie de incubadora de sueños y conexión identitaria, dos años más tarde lanzamos un newsletter semanal con información sobre exposiciones, conciertos, bautizos de libros, campañas creativas, estrenos de películas y demás eventos culturales que había en el país o involucraba a venezolanos en el extranjero: el Plataniús. Y a mediados de 2006 inventamos un festival de arte urbano que logró congregar a miles y miles de personas con el paso de los años y se convirtió en patrimonio municipal de Chacao: Por el medio de la calle.
Fue un no parar. En 2007 fundé con parte de ese mismo grupo una revista gratuita de literatura latinoamericana llamada 2021 Pura Ficción, que apenas alcanzó cinco ediciones, pero en la que publicamos relatos de Juan Forn, Alejandro Zambra, Pedro Lemebel, Mario Bellatin, Andrés Neuman, Héctor Abad, Iván Thays o Luis López Nieves. Y dejamos en el tintero por falta de presupuesto no solo un par de números ya medio ensamblados, también varias ideas de publicaciones que nunca llegaron a existir. Me convertí en huérfano, en padre, en escritor, y me involucré en nuevos proyectos editoriales como asesor o editor: Caracas, política, vinos, yoga, libros, cultura universitaria, para mí el tema no era lo más importante, sino la oportunidad de inventar, de parir ideas y conceptos, de creer y crear. Soñar y hacer.
En 2010 me invitaron a participar como articulista en un proyecto creado en Berlín para que quince blogueros de América Latina habláramos sobre nuestra cultura: Los Superdemokráticos. Y a finales de 2013 fui contratado como editor para diseñar desde cero un medio digital de noticias y opinión en Venezuela que tenía entre sus premisas la vocación de ser plural: Contrapunto. Durante el año que estuve allí produjimos grandes piezas periodísticas y documentales, multimedia y de investigación.
En 2015 me mudé a Colombia y tras mi llegada quise fundar otra revista junto a un colega colombiano que estaba en Múnich, una publicación con infografías, crónicas y reportajes de largo aliento en torno a la cultura y el fútbol que no se llegó a materializar. Aún conservo esos apuntes y las presentaciones que hicimos a partir de nuestras lluvias de ideas.
Para crear proyectos es importante saber que el concepto es más o menos fácil de concebir; su planteamiento, enfoque y desarrollo cuestan un poco más; su ejecución y puesta en marcha son incluso más difíciles. El éxito se alimenta de constancia y disciplina, de valentía y una pasión casi obsesiva, pero también de pequeños fracasos.
A cada proyecto, los fallidos y los cumplidos, me he entregado con más o menos la misma pasión que le había puesto a «construir» aquel «cineclub» de mi infancia en las vacaciones de La Guaira y que duró apenas un día: como si estuviera enamorado y el mar fuera testigo de ello.
Ahora que vivo en España, tengo más de 40 años y trabajo como editor literario, me ha llegado otra hermosa oportunidad de la mano de Planeta. Soy parte del equipo que ha gestado y verá nacer una nueva editorial de ficción: N de Novela.
La posibilidad de sustentar y nutrir una idea que se ha parido entre varios y de verla crecer y tomar forma hasta llegar, ojalá, a miles de lectores, es motivo suficiente para sentir orgullo por el trabajo desempeñado, para sentir cosquilleos, sonreír y dar las gracias. Son muchas las manos que sostienen este nuevo sello editorial bajo el paraguas del Grupo Planeta. La responsabilidad es enorme. Y es bonita. Porque todo comienzo de ciclo entraña un emocionante acto de fe, ese particular equilibrio entre la duda y la confianza. Anhelos, esperanzas, expectativas.
N de Novela surge para brindarle un espacio en el ecosistema editorial de la ficción en español a autores locales o latinoamericanos poco conocidos, la intención es acercar al gran público a sus historias: potentes, inolvidables, emocionantes o cautivadoras, historias en mayúsculas. Calidad literaria y vocación comercial. Se dice fácil. Esperamos que los lectores nos acompañen de buena gana.
La fecha de salida a las librerías es el próximo 10 de enero. Y las dos primeras novelas de lanzamiento son La piel infiel, una magnífica ficción contemporánea escrita por Lara A. Serodio que habla del deseo, el desenfreno y la infidelidad de una mujer que está inconforme con su vida y se entrega a un affaire sin importar las consecuencias. Ensoñaciones, erotismo, relaciones tóxicas, amor propio y ambientes corporativos, una Madame Bovary del siglo XXI. Y Muerte en tres texturas, un thriller gastronómico ambientado en Londres que tiene todos los ingredientes para que te des un banquete de sangre, escrito por Cristian Schleu.
A partir de allí publicaremos una novela por mes. Espérenlas, que hay variedad de la buena.
N de Novela. Anoten, compren y dennos tiempo. Al menos este primer año para que vean lo lindo que me pongo cuando me enamoro como un niño. Si no me creen, pregúntenle a aquella chica de la playa.
Aprender a leer es irreversible.