Cuando cierras una maleta para mudarte de país ya has empacado entre los calcetines kilos de ruido y prejuicio; probablemente sin saberlo. Puede haber reflexión sin pena, pero no un nacimiento sin dolor.
Cambiar de vida exige temple, serenidad y paciencia, sobre todo si estás más cerca de los cuarenta que de las ilusiones posadolescentes. También exige saber que aquello que dejas va quedando atrás. Arrastrar imposibles es un autocastigo, y eso está emparentado, de alguna manera, con la creación. Es lo que les digo a los venezolanos que llegan y me buscan para conversar, por lo general en procura de tips que no existen sobre adaptación y resurgimiento.
Cada historia es una, por supuesto, con sus variables infinitas, y la mía en Colombia, país al que llegué desde Venezuela a mediados del 2015, está bañada de risas y placeres no tan fugaces. Hay inmigrantes que no se sienten desterrados, por el contrario, se asumen como viajeros alegres capaces de desplazarse en múltiples direcciones, lejos del miedo y la lástima.
Esto no quiere decir que desconozca el calvario que atraviesan cientos de miles o millones de mis compatriotas en sus escapes forzosos; la mirada vibra y se renueva también a partir de los otros, pero entre las preguntas que me asaltan, las generalizaciones más romas, burdas y superficiales pierden cualquier sentido.
“Los venezolanos, aquello”, “los colombianos, esto otro”. Por favor, en Venezuela hay más de treinta millones de habitantes, en Colombia, más de cincuenta millones. Hablamos de sociedades complejas, no de memes o panfletos.
Esas competencias por apropiarse del infierno, como si existiese un podio en el que se pudieran equiparar y ponderar los horrores, es lo que más veo y escucho en redes sociales, en conversaciones casuales, en reuniones de oficinas, en la calle, en el transporte público, y me resulta un ejercicio cansino y vacío. Del otro lado: lo mismo. Nosotros. Ustedes. Los más felices del mundo.
El Arte, con mayúscula, y en él incluyo las manifestaciones populares, y también el buen periodismo y la buena literatura, tienen la capacidad de plantear y construir lecturas íntimas y a la vez esclarecedoras de eso que somos. O de eso que no somos o no podemos ser. Suena paradójico, pero creo que esta es apenas una de las posibilidades maravillosas que ofrecen el desarraigo y los nuevos encuentros: crecer mientras aprendemos a conocernos, entre afectos y desprecios.
Según la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), a pesar de que las conversaciones entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las Farc concluyeron con un acuerdo de paz, Colombia sigue siendo el país con más desplazados internos en el mundo: 7,7 millones de personas, incluso por delante de Siria, donde se ha desatado una de las guerras civiles más brutales de la última década.
¿Qué significa esto para un venezolano que, como yo, abandonó su país harto de los robos, secuestros y asesinatos que ocurren a diario? ¿No resulta cuando menos contradictorio? Aunque en principio pareciera que sí, me atrevo a responder lo contrario.
Gracias al periodismo y la literatura he tenido la oportunidad de conocer Santa Marta, Barranquilla y Cartagena; Cúcuta y Bucaramanga; Capurganá y Turbo; Puerto Boyacá y Puerto Berrío; las afueras de Bogotá; Mocoa justo después de su tragedia; San Andrés, Tuchín, Caucasia, Páez y Miraflores; he viajado en avión y también he rodado; he corregido libros a escritores jóvenes y consagrados, a empresarios y precandidatos presidenciales, a atletas, lingüistas, periodistas y figuras de la farándula o las redes; he escrito guiones y diálogos para series audiovisuales, publiqué un libro de cuentos, además de algunas entrevistas, crónicas y reportajes; me mudé tres veces en Bogotá y también me casé en Colombia con mi novia, quien se vino a vivir conmigo desde Venezuela. Todo en poco más de tres años. He construido nuevas y profundas amistades.
A pesar de haber tenido contacto con pueblos y gentes tan diversas —de lo urbano a lo rural, del frío al calor y de la noche al día—, aún me cuesta sentar posturas tajantes frente al devenir político y social de un país como este, al que tengo muchísimo que agradecerle, y que me parece tan enmarañado como hermoso.
Descubrir a partir de la curiosidad constante y del respeto, hacer silencio y observar con atención, dejarse conmover y sorprender: eso no es hacer turismo ni evadir la realidad, es vivir.
El movimiento existe y nosotros somos parte de él. Navegar é preciso, escribió el genio portugués Fernando Pessoa, apropiándose de la frase que Plutarco le atribuye a Pompeyo, el general romano; una arenga que, se supone, Pompeyo le decía a sus marineros miedosos y amedrentados que no querían viajar durante la guerra: Navegar é preciso; viver não é preciso.
Entonces, dice Pessoa en su poema, si se me permite la libre traducción:
«Quiero para mí el espíritu de esta frase, transformada
la forma para ligarla a lo que soy: vivir no
es necesario; lo que es necesario es crear».
El tiempo nos atraviesa. Es definitivo. Nosotros estamos en él. Como lo están nuestros calcetines y el ruido o los prejuicios que metemos en el equipaje. Como las dictaduras u otros sistemas de gobierno. Somos pequeños. Ellos también. Casi nadie sabrá quién es Pompeyo. O Plutarco. O Pessoa. De hecho, yo casi ni conozco de los dos primeros. Eso sí: he sabido descifrar nuevas formas del dolor y la felicidad, de la memoria y el deseo, gracias a esa idea, al espíritu de esa frase que hoy me acompaña en mi viaje por un país que no es el mío, aunque ya he sentido que empezamos a pertenecernos de a poco.
Ensayo publicado en la edición 157 de la revista Arcadia, dedicada al arte en Venezuela.