Esa noche pensé por unos instantes en el futuro. Acababa de mudarme por vigésima vez, pero era la primera que lo hacía junto a una mujer que amaba y no era mi madre.
El lugar, cuando llegamos, se veía simpático, pero sin alma. Lo supimos convertir en el refugio encantador de una generación de amigos que a partir de entonces tuvieron su espacio propio para reír por las noches. Había un tubo atravesado en la sala, un baño pequeño, un cuarto que nacía desde la nada, a mitad de la cintura, desde una pared, y un patio que daba hacia un cerro lejano con casas pobres. Allí construí y compartí un hogar desde cero no solo con alguien distinto a mi madre, sino, también, a cualquier compañero del trabajo o la universidad.
Fue la vigésima de mis mudanzas y estaba con una mujer que amaba, o que creía amar, después creí amar y finalmente supe que no amaba, para contradecirme durante años, una y otra vez hasta mañana, cuando vuelva a despertar.
De niño solía soñar con una cocina amplia y brillante, y una mujer en ella, sirviéndome el desayuno con una de mis franelas sobre su cuerpo flaco. El desayuno era un cereal, un sandwich, algo leve e infinito, como la imaginación infantil. Yo era muy pequeño, pero ya tomaba café en las mañanas y en las tardes, y me gustaba soñar eso porque me hacía sentir grande.
Creo que sigo siendo un tanto machista y me gustaría creer que también encantador, pero perdí la capacidad de enamorarme en sueños. Por lo general lo hacía entonces con las primas de mis pocos amigos, o con mis compañeras del colegio, a quienes apenas saludaba al día siguiente. En el sueño, eran mis parejas y estábamos casados. No había mascotas, ni sexo. Era mejor. Había seguridad y calma. Tenía algo que me hacía sentir poderoso: un hogar.
Esa noche, tantos años después, justo en el instante en el que comencé a pensar en el futuro, estaba haciendo el amor con la mujer que amaba y algunas veces aún creo que amo. No había música ni un televisor encendido, solo cajas y el frío extraño de la madrugada que tienen todos los nuevos lugares.
Sin las imposiciones del azar, supe que a partir de ese momento las cuentas, como las cobijas, el lubricante, los discos, los cojines del único sofá, el cenicero, la pasta dental, los embutidos y las pinturas de las paredes serían compartidas o escogidas en conjunto. Una mujer y yo. Una mujer valiente y un hombre-niño, con más ganas de jugar que de vivir.
También hubo dos puffs y un cuadro. Hubo una mesa de regalo y una lavadora por venir que se transformó en mi mejor amiga los domingos a mediodía. Entonces tendría yo unos 23 años y comencé a ostentar un promedio de mudanzas deslumbrante que he sabido matizar con el tiempo: una cada 15 meses, más dos semanas. Hubo largas noches de conversaciones entre abrazos y nuevos platos de comida mientras brindábamos en vasos de plástico y cambiábamos las canciones. Borrachos. Alegres. Despreocupados.
Ella era apenas un poco menor que yo. Tomamos la decisión de hacernos graves y crecer a nuestra medida luego de deambular por una habitación estrecha cerca de mi oficina, en el centro-sur de Caracas, y la casa de su familia, al este de la ciudad, donde constaté que podía pasar mis días con quien quisiera sin afectar mi forma de ser, incluyendo a mi suegra, que era una bendición salvo cuando quería lavar mi ropa. Para ella solo podía haber una sola forma de hacer cada cosa, y yo estaba de acuerdo en todas, excepto en esa. A decir verdad, ya no recuerdo por qué. Allí, en esa casa, mi número 19, supe que la ilusión y el coraje son aliados peligrosos si vives de fiesta en fiesta.
En ese intermedio fui un pequeño caballero de pocas palabras y mucha observación, lo que me valió ser perdonado de forma sistemática por los dos errores estúpidos que comete todo amante desprevenido: llegar cuando nadie lo espera y no llegar cuando se le espera.
Antes me había mudado muchas veces por imposición o necesidad, por mala suerte o por falta de dinero, por conflictos con los dueños del lugar o por creer que siempre se puede estar mejor, pero esta vez lo había hecho empujado por el deseo y la curiosidad. Porque a esa edad se suele creer que el crecimiento y las facturas van de la mano con la posibilidad de hacer lo que te venga en gana.
De modo que ahí estaba, mirando el techo, el brillo de la piel de una mujer que amaba, o creía amar, y el aire que entraba por la ventana de un cuarto que apenas comenzaba a conocer.
Cada vez que me he cambiado de un lugar a otro, comienzo, de inmediato, a extrañar hacia delante. De alguna forma refuerzo mi memoria y creo que eso me obliga a imprimirle carácter a mi intimidad y mis emociones. Trato de reconocer en los mínimos detalles las nuevas formas de mis circunstancias y me pregunto cuánto durará.
Con cada mudanza también he perdido algo y, como es obvio, he ganado un nuevo espacio que he tratado de llenar de la mejor manera; con las pasiones que esconde el porvenir, mis temores y una buena cantidad de amigos y botellas de vodka importada y ron venezolano, por ejemplo. Me ha sido posible saber de antemano, aunque siempre trato de no pensar en eso por más de dos minutos, que la probabilidad mayor es que más adelante vuelva a mudarme. Y otra vez. Y otra vez. Lo que no quita que con cada embalaje me repita el mismo anhelo: «Espero que esta sea la última puta caja que empaqueto en mi vida».
Esa noche, mientras intentaba atrapar en cada gemido un poco de la atmósfera que me iba a acompañar por los próximos tres años, supe también que esa no sería la última de mis mudanzas. No sé cómo, pero lo supe. Después vino el orgasmo, el mío. La mujer que amé solo detuvo su aliento y abrió los ojos. Me abrazó y se quedó dormida. Hacía frío. No soñé. No soñé como cuando era niño.
* * *
Para aclararlo: actualmente tengo 32 años y me he mudado 25 veces. Es un promedio salvaje, pero me he aplacado un poco, todo hay que decirlo. De cada lugar guardo recuerdos y marcas que no solo recomponen mi existencia, sino que me ayudan a ubicar en mi memoria, con mayor exactitud, canciones, hechos, relaciones afectivas y aprendizajes concretos. Todavía recuerdo la primera de las importantes, cuando soñaba que me casaba con mis compañeras de clase o con las primas de mis amigos, y me atreví a decírselo a una de ellas que optó por reírse y salir corriendo. Y la recuerdo porque ya había acumulado la conciencia suficiente para saber que algo iba a cambiar por completo.
Esa mudanza no fue de un barrio a otro vecino, sino de la ciudad de mi infancia, en Caracas, a la región de mi nacimiento y mi adolescencia, Guayana, la misma que me dio el material para convertirme en un periodista engreído, un escritor desatento, un padre con más dudas que certezas y un amante irregular. El perfecto lugar común.
Aquella mañana, justo antes de partir, tomé un triángulo rugoso de ladrillo y caminé directo a la enorme pared donde había hecho mi preescolar, por la parte de afuera. En ese espacio, donde también los grandes fumaban de vez en cuando con la pierna en forma de bumerán, una de sus rodillas doblada y la mano al vuelo, entre frases silenciosas; donde las viejas entrometidas y sin oficio paseaban a sus nietos en coches de la época, ni tan coquetos ni tan supersónicos; donde jugamos a las carreras y los golpes y creamos los peores sobrenombres: Mandibulín, Mojónquemao, Pandeleche, Cucarachita, Cabezaepulpo; donde hicimos promesas inútiles y maravillosas y cuidamos todos los partos de las perras callejeras de la urbanización —casas de cartón, platos de plástico, leche y mierda de cachorro en nuestras manos—; allí, donde brincamos y corrimos, contamos secretos y donde consumé mi primera venganza con la fuerza de mis puños frágiles y mi temperamento de miedo; con aquel pedazo de ladrillo escribí mi nombre y dos fechas en la pared: «Leo Felipe 1983 – 1990».
En ese momento, el intervalo entre esos años constituía para mí una eternidad; estaba a punto de realizar la quinta mudanza de mi vida y quería que me recordaran, que supieran que yo había estado allí. A mis diez años, por lo visto, ya le temía al olvido involuntario, y nunca sopesé la posibilidad de que un buen aguacero o una nueva mano de pintura acabaran con mi huella.
«Leo Felipe 1983 – 1990». Tuve que afincarme bien.
* * *
Hoy supe que el padre de Cabezaepulpo había muerto.
Él, Cabezaepulpo, que en realidad se llama Luis, como su padre, fue mi mejor amigo de la infancia, y estuvo en el funeral de mi madre, hace cuatro años. En ese momento teníamos varios años sin vernos y creo que desde entonces no lo he visto ni por accidente. No solo fuimos vecinos en Don Pedro, también llegamos a estudiar juntos uno o dos años, en el mismo colegio y en el mismo salón. Utilizamos el mismo autobús del transporte escolar. Recuerdo que una vez soñé con una de sus primas, que vivía en otra ciudad.
El aviso de la muerte de Luis I me lo hizo otra de sus primas, por teléfono. Hoy sé tan poco de ellos que empiezo a creer que la memoria es como un salmón extraviado en el agua dulce del río, que siempre corre hacia delante. Después de habernos mudado, en 1990, mi madre decidió que ese apartamento, el de los padres de Cabezaepulpo, sus grandes amigos que aprendieron a reír con sus chistes y la llenaron de críticas, consejos y bromas, sería nuestro refugio para pasar las navidades. Así lo hicimos por varios años consecutivos, creo que cuatro o cinco.
Ese apartamento de luces y música alegre no era el mismo que tuvieron mientras fuimos vecinos. Después de nuestra mudanza, ellos se cambiaron al edificio de al lado. Luego siguieron ahí. Incluso, creo que Cabezaepulpo todavía vive con sus padres, ahora solo con su madre, y con sus hijos, en el mismo lugar, tal como lo hiciera su hermana mayor.
Yo me mudé ya unas veinte veces más.
Eso, es otra cosa que creo, nos hace distintos. Nos otorga formas de felicidad casi incompatibles. Casi. También creo que debí haber ido al velorio de Luis I, pero no pude. Y creo que debí ir porque a estas alturas es una de las pocas maneras que tenemos o nos permitimos para no perder el contacto con aquellas personas que alguna vez formaron parte de nuestras vidas.
Las residencias Don Pedro, en El Valle, Caracas, me regalaron una infancia de esplendor. Eran seis edificios cercados a su vez por calles, avenidas, otros conjuntos residenciales y un importante cinturón de miseria que crecería de forma exponencial con el paso de los años. Un lugar franco y vital, con una impresionante presencia de autobuses y peatones, camiones que vendían frutas y verduras, kioscos de periódicos, una iglesia a pocas cuadras y gente joven por cada una de las siete entradas que recuerdo que tenía el lugar. Allí aprendí a defenderme, a escuchar salsa, a jugar fútbol, a mentir, a comprar, me enamoré por primera vez, o eso creí, y participé en robos múltiples e insignificantes.
Donde había una cerca débil y una puerta siempre abierta, hoy existen rejas, blindajes, vigilancia y alambrados de seguridad. Viven como canarios, como loros. En el mejor de los casos, como perros pequeños.
El más bajo de los edificios de Don Pedro tiene 17 pisos. Allí también conocí el suicidio. Tres o cuatro veces supe de gente que había decidido saltar desde su ventana. Son cosas que no aprendes si vives siempre en una casa a ras de suelo. En Don Pedro eran comunes los gritos de las madres llamando a sus hijos para que «subieran a comer», y también los huevos, cebollas y tomates que caían libremente para malograr a cualquiera. En una ocasión, luego de un tomatazo que no encontró destinatario, uno de los mayores del grupo se llevó las manos en forma de cueva a la boca y gritó, con el cuello hinchado: «Tírame a tu mamá, maldito». A los minutos se lanzó una mujer y a partir de entonces se creó el chiste más cruel de nuestra niñez.
En Don Pedro vivían unas 500 familias con sus carros, niños y mascotas. Había comercios de todo tipo, ventas de comida, ferretería, farmacia, fotoestudio, un estacionamiento interminable, canchas deportivas, parques, plazas y recodos perfectos para el escondite que, debido a mi corta edad, no supe utilizar con las niñas con las que soñaba.
* * *
El Valle es una zona que sigue enclavada entre los destacamentos y fuertes militares de Venezuela. Durante «El Caracazo», una revuelta civil que enfrentó al pueblo con el Ejército Nacional por casi una semana en 1989, hubo centenares de muertos y un subsiguiente silencio culposo de parte del gobierno de turno. Recuerdo «El Caracazo» tanto por las explosiones y los disparos que escuchaba en los alrededores de mi edificio, como por las imágenes infernales y apocalípticas que mostraba la televisión.
Mi madre y sus vecinas se organizaron para ubicarse del lado del terror que paralizaba a parte de la clase media: la idea de que el tumulto de los pobres de los barrios dirigieran su odio acumulado —justificado o no— e invadieran los apartamentos de los edificios cercanos. Coordinaron señas con pañuelos desde las ventanas más altas, y «bajaron» arepas y empanadas que prepararon en conjunto para los guardias nacionales que custodiaban las entradas de los edificios. Puedo recrear casi a la perfección esos momentos de harina de maíz y angustia entre sus manos.
En contraparte, por una semana mi vida fue una fiesta. En medio del toque de queda ordenado por el gobierno y la consternación frente a la TV, mi apartamento se convirtió en un espacio de encuentro para el juego y el azar: póker, dominó, bingo, ajilei y todo cuanto permitiera el envite serían protagonistas de mi sala y mi cocina, convertidas en garito comunitario durante las noches de esos días. No tenía que despertar temprano. No tenía que ir al colegio. No tenía que entender lo que ocurría, solamente lanzarme al piso cuando escuchara una ráfaga de disparos y sortear a los borrachos. Y enamorarme. Y conocer el dolor del desengaño y la decepción mientras afuera enterraban a miles de muertos sin nombre.
Hasta ese momento, todo fue como un juego.
Una amiga de mi madre, vecina cercana, que tendría entonces unos 24 años, la edad que yo tuve cuando decidí mudarme por primera vez con una mujer que amaba, no tuvo una ocurrencia mejor que hacerme creer que éramos novios. A mí, que solo tenía diez y hasta entonces no había besado a nadie en la boca. Durante aquellos días de juegos, bebidas y conversaciones altisonantes en torno a la política y la sociedad, viví un idilio importante. O eso creí en mi mente infantil de niño con prisa.
Juro que me acostaba pensando en esa mujer y despertaba prendado a mi imaginación, al olor de su perfume, a la tela de su pantalón y su camisa. A su cuello alto y su cabello de oro. A su cicatriz en la cara. Hasta que una tarde, sobre la cama de mi madre, la vi besarse a ojos cerrados con su novio real, otro vecino del edificio. No lo podía entender. A ella no le dolía. No le importaba. Incluso llegó a reírse. Hoy pienso (más que pensar, recuerdo) que ambos vivían con sus padres. 24 años para seguir viviendo en el mismo lugar. Al fondo, la TV del cuarto no transmitía imágenes dantescas sobre la guerra particular de nuestro pueblo, sino un video clip de Franco de Vita, músico pop venezolano. La canción era un hit del momento: «Te amo».
Quedé devastado. Supongo que también crecí un poco, y los días subsiguientes conocí el orgullo.
Un año después de aquel episodio amargo e inolvidable, el día que partí junto a mi madre hacia a Puerto Ordaz, la ciudad donde nací, y luego de escribir con un ladrillo en la pared: «Leo Felipe 1983 – 1990», lloré sin saber por qué.
* * *
Se me viene a la mente la voz en off de una pésima película española: «Dicen que a cada hombre le corresponden siete mujeres, pues quiero que sepan que por ahí, en algún lugar, ha de andar ese cabrón que tiene catorce porque se robó las mías».
Yo pienso lo mismo de las mudanzas, pero al contrario: si a cada persona le corresponde mudarse siete veces en la vida, yo cumplí ya con mi cuota y, de paso, me hice cargo de otros tres cristianos. Estando en Puerto Ordaz me cambié de casa nueve veces en seis años.
La primera vez porque se trataba de algo temporal, mientras conseguíamos un lugar que yo, desde mis diez años, dibujaba como castillo sobre hojas blancas. La segunda porque los ladrones entraron a robar dos veces y los nervios traicionaron a mi madre, que acababa de perder a la suya por culpa de un cáncer. La tercera porque la dueña del apartamento donde viviríamos a plenitud en un futuro que duró apenas dos meses y medio, decidió embalar y sacar todas nuestras pertenencias mientras mi madre y yo pasábamos las navidades en Caracas con la familia de Cabezaepulpo. La cuarta porque el lugar era muy pequeño: dos hornillas eléctricas, una poceta y una cama matrimonial con su mesa de noche no eran suficientes para nuestro amor y esa manera de comenzar a entender nuestras realidades inmediatas. La quinta porque la mujer con la que compartíamos el lugar gritaba cuando pasaba coleto, cuando tenía sexo con su esposo, cuando le pegaba a su hijo y cuando cortaba las cebollas. La sexta porque la pareja amiga de mi madre se hartó de su idea original de darnos una mano a cambio de un dinero que necesitaban. La séptima porque la evangélica, dueña del apartamento donde fuimos a parar, solo podía aceptar visitas de mis amigos varones. La octava porque surgió algo mejor, luego de cierta estabilidad y una convivencia sana y apacible con una colega de mi madre que atravesaba por una situación similar y tenía dos hijos. La novena porque sí.
Salvo la segunda de ellas, en todas las demás a mi madre y a mí nos tocó compartir la misma habitación.
Años después conocí a una mujer pura que me habló de una infancia y una familia muy distintas, que creció entre caballos y vestidos de pocos usos, donde sobraban los cuartos y el dinero. Con ella me atreví a compartir mi soledad a cambio de recibir la suya, y armamos un nuevo hogar, que era el de ella. Una mujer fuerte y corajuda, linda, con un ímpetu desbordado y una intuición como nunca antes había visto. Una niña-vieja que me dio lo mejor de sí y a cambio recibió mis temores y una despedida prematura. Allí, en esa casa, mi número 23, murió mi madre. Ella me acompañó en todo momento y a veces creo, aunque nos veamos y hablemos cada vez menos, que nos acompañaremos hasta nuestra muerte, porque a pesar de no entendernos, somos los únicos capaces de hacerlo en realidad.
Cuando nos separamos, en Caracas, 2009, me convertí de inmediato en otro más de los millones de padres solteros. En ese momento pensé en mi madre, que ya no estaba, y me acordé de mí, cuando entrando a la adolescencia le dije: «Mami, estoy comenzando a obstinarme».
Así, con una hija muy pequeña y una maleta cada vez más vacía, embalé todas mis dudas. Cargué un colchón, una lap top y una lámpara pequeña hasta al apartamento del padre de un amigo. También me preocupé por agarrar dos toallas y algunos libros. El señor, amable y concreto, murió de un infarto a los pocos meses, apenas semanas después de irme de su apartamento, esta vez al lugar donde vivo ahora. Fue la última vez que cambié de casa. Creo que me estoy haciendo viejo.
Poseo un amplio conocimiento nominal y geográfico de las dos ciudades en las que he rodado como caucho viejo: Caracas y Puerto Ordaz. Puedo hablar con seguridad de nuestra impronta fundacional indígena, cristiana o pretensiosa, porque no he parado de sumar nombres de urbanizaciones a mi vida: Castillito, donde nunca vi un solo noble; Villa Africana, que de aquel continente negro y pobre solo tiene un sol inclemente; Alta Vista, una urbanización que debe estar por debajo del nivel del mar; El Paraíso, muy parecido al infierno; San Juan, muy peligroso para los cristianos; Horizonte, lleno de edificios que tapan la visibilidad del cielo; Catia, Caura, El Marqués, El Valle, Las Mercedes, Bello Monte, Macaracuay, Altamira…
He sido compañero de cuartos sin baño, inquilino de una casa con patio, hijo, pareja y padre; he vivido con familiares, con grandes amigos, con perfectos desconocidos, con mariguaneros, esquizofrénicos, homosexuales, atletas, abuelas con marcapasos, santeros cubanos, psíquicos, pragmáticos, ingenieros, creativos publicitarios y también con mujeres que me han amado, o eso han creído; he estado bien acompañado, solo, y muy solo; he tenido mascotas y he sentido terror o vergüenza; he vivido en apartamentos de 30 mts2 y en casas de 250 mts2; he visto, como si fuera un sueño largo, al menos diez neveras distintas, quince camas distintas, veinticinco cerraduras distintas; he tenido la despensa vacía y las ilusiones llenas; perdí álbumes, juguetes y libros; sé estar conmigo mismo y sé cuándo preparar un trago, bajarle volumen a la música (a veces fallo en este punto), lavar los platos o callarme la boca; sé adaptarme el cambio y sé que volveré a mudarme, por lo menos una vez más en mi vida.
Hanif Kureishi se pregunta en una de sus novelas qué se lleva uno cuando sabe que no va a volver. Yo, a estas alturas, puedo responder que no tengo la menor idea, pero que no importa tanto lo que pueda llevarme, sino lo que lograré dejar de mí en ese nuevo lugar al que llego, el mismo del cual volveré a partir mientras aprendo a reconocer en los mínimos detalles las nuevas formas de mis circunstancias.