Camino sobre el pliegue de la falda de Petare. Acabo de notar que he pensado en la verdad muchas veces, muchos días. Petare es el barrio del este de Caracas que construye los bordes de la región con mayor densidad poblacional en Venezuela, un número indeterminado de habitantes sobre varios cerros que son un mito: la alegría que estalla, la pobreza casi perpetua, la violencia como sinónimo carnavalesco que se extiende hasta la muerte.
Suelo recrearme en el tiempo, en el poder de la imaginación, en el amor, en el sexo, pero la Verdad, con mayúscula, es un tema que me importa y creo que no lo sabía.
Hoy voy a comprobarlo.
—La verdad no es un cuerpo, un objeto, es un concepto sin forma concreta de representación; la comenzamos a crear a partir de preguntas y reflexiones —dirá más tarde un personaje cardinal en esta historia, que apenas comienza, después de tantos miles de años.
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Sobre Petare también se dice que viven casi un millón de colombianos, que la policía no conoce las desembocaduras de sus laberintos más altos, escaleras circulares que ascienden entre láminas de zinc, y que hay habitantes del cerro que nunca han “bajado” a la ciudad. Pero yo estoy allí, justamente, en la ciudad. En la parte más baja: en plena avenida Francisco de Miranda, una de las arterias viales más importantes de Caracas. Emergí del metro con cierto entusiasmo, y atravesé cuatro cuadras largas por una acera que se rompía en cada transversal, serpenteando transeúntes y vendedores ambulantes.
Estoy, exactamente, en la entrada de Campo Rico, una barriada popular. Y ahora voy, de alguna manera, en busca de algo que me ayude a entender eso que no sé cómo explicar.
—Cualquier acertijo puede significar una salida —dirá el fulano, un genio en estricto sentido ideal.
Al final de todo, antes de marcharme, voy a pensar en eso.
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Esta bocacalle sobre la cual estoy parado es la entrada al mismo lugar donde una vez vivió mi madre antes de morir, en una casa que no logro recordar con exactitud. Allí, en esa habitación a la que nunca regresaré, padeció ella el renacer de una enfermedad que le costaría la vida una vez que volviera a manifestarse, dos años más tarde.
La verdad también se olvida, pienso, pero tiene rasgos inocultables.
Me han pedido expresamente que vaya sin ideas preconcebidas sobre mi concepto de verdad, y podría no escribirlas aquí, nada me cuesta, pero el problema es justamente ese: que son muchas.
Tengo miedo. Tengo miedo y no sé por qué. Somos como niños jugando a los exploradores, a los científicos simples. Donde no hay amor difícilmente puede haber verdad. Incluso en la guerra hay verdad. Caracas está en guerra, o eso dicen.
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Se acaba de ir la Navidad, es lunes, 26 de diciembre, y el sol está picante y fuerte.
Avanzo mirando al suelo para descubrir entre las piernas de los caminantes que se atraviesan una placa blanca, pequeña, de mármol, que dice que la verdad se escapó desnuda.
No la consigo.
Le paso por encima sin darme cuenta. Tengo dos números de contacto: “El Negro” Frías y Miguel Von Dangel. El primero es músico, carpintero y activista comunitario (cualquier parecido con la Biblia es mera coincidencia), el segundo es pintor de origen alemán. Y pesimista. Y genio. Un personaje cardinal en esta historia.
De modo que llamo al Negro y en minutos estoy allí, frente a la placa, o sobre ella.
—Nadie sabe qué significa, la gente se pregunta qué es eso, o a qué se debe, pero no se han planteado discusiones, en ningún momento tuvo un impacto fuerte, pues; o, como se dice, resonancia. Eso. Los primeros días llegaba más gente, veían la placa y después se iban —me dice Frías de entrada, sorteando las motos y haciendo una cueva con sus manos para imponerse a las bocinas.
La placa dice, con exactitud:
A LA VERDAD (SE ESCAPÓ DESNUDA) MONUMENTO FRAGMENTADO CARACAS 2011.
Está ubicada en la acera, pegada al piso con cemento. Por un lado la flanquean los carros y autobuses de la calle, esa gran avenida de cuatro canales con un tráfico constante y, en horas pico, intenso, pesado, lento. Casi estancado frente a los semáforos. Del otro lado hay tres negocios, un pequeño automercado, una venta de accesorios automotrices llamado Repuestos El Dorado, y un local nocturno que durante el día se mantiene cerrado. También hay unos teléfonos públicos que, según dijo Miguel Von Dangel y más tarde confirmó “El Negro” Frías, sirven de artilugio para camuflar el microtráfico de drogas en las noches.
Así es Caracas, o así es Petare.
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Trina Pérez es una mujer entrada en años, de cabello corto, que habla de la unión familiar y del temor que le produce viajar sola hasta el litoral, a una hora de camino, donde tiene una casa y desea pasar el fin de año. No quiere que la roben. No quiere que la secuestren. No quiere que la maten. No quiere estar sola. Trabaja en el negocio de los repuestos automotrices. Es la única mujer entre un puñado de hombres y miles de piezas mecánicas. Para ella, esa placa tiene que ver con la paz mundial:
—Por la expresión y por lo que dice, eso no se encuentra a la vuelta de la esquina, esa frase no está en ninguna parte. La gente pasa, se queda mirando un rato y sigue su camino, pero yo estoy muy brava —dice, y cuando todo parece indicar que viene una de esas frases incontestables, un axioma imponente, suelta—: porque no me hicieron caso, yo les dije que la pusieran más arriba, mire, ahí está alguien viéndola, pero si la hubiesen puesto más alta yo la tendría preciosa, pero no, no me hicieron caso y ahora se ensucia mucho, cuando llueve se empoza el agua, yo tengo que llegar todas las mañanas y limpiarla. Ahora, si me pregunta qué quiere decir exactamente, no sé, no sé, todo el mundo se pregunta qué es eso.
En el mismo local surge otra percepción sobre este homenaje a la verdad. Mismo apellido, distinto sexo, se trata de Inocencio, Inocencio Pérez, compañero de Trina. Asegura que detrás de eso hay un político.
—No sé si de un lado o del otro, o sea, no sé si es del gobierno o de la oposición. Claro, porque, ¿qué es la verdad? ¿Quién dice la verdad? Ellos quieren decirla siempre, pero yo no sé, depende de quién lo vea y del ángulo por donde se quiera ver. A mí me preguntan: «¿qué es esto?». «No sé, papa, porque dice ‘la verdad se fue desnuda’, pero, ¿cuál es la verdad?». No sé quién escribiría eso, pero sí tiene que ser algo político. Tiene que serlo. Ahora, hay gente que de repente tiene un nivel cultural más elevado, que se acerca y me pregunta qué es o de qué se trata, pero, ¿qué les puedo decir?
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Junto a Repuestos El Dorado se encuentra el Supermercado Campo Rico. Ambos espacios comerciales llevan el nombre de sus barrios, que colindan entre sí. Agustín Freitas es portugués y regenta el automercado. Cuenta la historia de esa placa con un dejo de duda en su memoria, como si no tuviera todos los datos que en efecto le faltan, pero le imprime seguridad a sus frases a medida que toma impulso:
—Ellos empezaron por México —dice, y con ellos se refiere a un “grupo de españoles”.
No está tan lejos de la realidad si partimos del hecho de que el último gran proyecto de Mireia Sallarès, artista catalana y autora de esta instalación urbana y fragmentaria, fue investigado, producido y exhibido en México. Pero es ahí cuando Agustín, cerveza en mano, toma vuelo:
—Esto se va a hacer por toda América Latina, Venezuela es el tercer país, después creo que van a Perú, no sé exactamente en qué está basado, pero es a largo plazo, por ejemplo, acá en Caracas hay otra de estas placas en San Agustín —y hace una pausa, Agustín. No sé si piensa en su santo o en las implicaciones de lo que va a decir—: esto es cultura.
Freitas bebe las cervezas que vende, pero quien las paga es Juan Carlos Marques, un comerciante de la zona que se atreve a invitarme no una, ni dos, sino tres Soleras para hablar de la verdad, “pero también de las mujeres”. Para él, “el problema” de esa placa es la falta de promoción.
—Es una cultura, sí, pero es una cultura que uno no está acostumbrado a ver, al menos yo, dime tú, ¿qué es esto? Si no hay publicidad, eso no se vende, yo mismo me he parado a leerlo varias veces y todavía no sé ni lo que dice. Necesita publicidad —insiste—. Tienen que hacerle promoción, así como promocionaron la placa de Celia Cruz en el bulevar Amador Bendayán.
Esa placa a la que hace referencia Juan Carlos es parte de una iniciativa de los productores de Sábado Sensacional, un programa popular de música y concursos de la televisión venezolana que contó con los primeros lugares de sintonía durante décadas, y del cual Amador Bendayán fue presentador y animador entre los años setenta y ochenta.
Marques manifiesta que ha visto la placa de la verdad varias veces, pero a la pregunta de si recuerda lo que se lee en la inscripción, responde:
—Palabra que no, pero sé que dice 1992. Tiene ese año, 1992, por algún lado. De eso sí estoy seguro, ah, y de otra cosa también, nos encanta el mármol. Es como las placas de las tumbas que le hacemos a nuestros viejos. Para mí no es ni político ni religioso, pero… Ya va, ahora que lo pienso tengo mis reservas, eso es un mensaje subliminal.
Es entonces, cómo no, cuando Agustín, el portugués del abasto, y Juan Carlos, su cliente habitual de tantas tardes, comienzan a hablar de Dios.
—Amén se dice amén en todos los idiomas —dice Marques, con la convicción de un asistente al telediario estelar, y remata—: hasta en los idiomas de Mao Tse Tung.
—Yo no sé exactamente qué puede significar eso —apunta Freitas—, sí sé que la gente se para al frente, ve la placa y no pregunta, sigue de largo, pero sea lo que sea está sembrando algo en la mente de la gente, porque todos los días, tres o cuatro veces, hay alguien que pasa por ahí, se para y se le queda mirando.
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Tanto en la tienda de los repuestos automotrices como en el pequeño supermercado hacen referencia a dos personas cuando asaltan las dudas sobre la verdad, todos por igual. Se refieren al “Negro” Frías y a Miguel Von Dangel, o “El Alemán” o “El Pintor”. En algún momento, la mano de gente con la cual he podido conversar sobre la placa y la verdad, o a su extraño monumento, los señala y dice que “ellos sí deben saber”. El último fue Juan Carlos, quien al borde de su cuarta cerveza hizo una reflexión o pareció hacerla entre risas y me preguntó, para terminar hablando de lo que él quería:
—¿Qué es la verdad? Te voy a decir algo, yo no sé si esos españoles pidieron permiso para hacer esa vaina, pero si no hay que pedir permiso, entonces yo mañana le hago una placa a la mujer mía, que diga: «Los cachos te los montaste tú sola». ¿Ah? Allí sí que hay una verdad.
* * *
Miguel Von Dangel abre su ventana. El fondo en penumbras, igual que su rostro. Se queja entre dientes. Hace una mueca. Yo pienso en que quizás esta calle era la misma que llevaba a la casa en la cual vivió mi madre. Miguel dice “no voy a ser maleducado”, o algo así. El Negro es quien me ha llevado hasta allá, antes de aclararme que su amigo, 65 años, igual que él, con casi 65 años viviendo en la zona, igual que él, a quien conoce desde la infancia, es un hombre misterioso.
—No tengo mucho que decir —aclara Von Dangel con el rostro de piedra, escoltado por sus dos perros salchicha, montones de cuadros con sus pinturas y una jaula enorme con una guacamaya. Camina lento, con pesadumbre. En el televisor que hay al fondo de una pequeña antesala a la cocina, hasta el momento de mi partida, estará sintonizado y sin volumen el canal de noticias Globovisión, de franca oposición al gobierno del presidente Chávez.
—Tampoco hay una explicación clara sobre esa placa. Algunos creen que es por un difunto, pero es que la idea de la verdad no está definida —se adelanta Frías, como para poner el tema sobre la mesa. La mesa: un cenicero abarrotado de colillas y cenizas, un papel, un lápiz y un litro de jugo de naranja al que solo le quedan dos dedos—. Si fuera algo más concreto…, pero es un monumento a la verdad, coño, si nos vamos a poner a definir qué es verdad y qué no… La verdad…
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Lo que sigue, en adelante, es la transcripción fiel de una conversación a dos voces, interrumpida a intervalos de reafirmación y preguntas, con más silencios y miradas que intervenciones.
—Quizá ella lo que está provocando es que cada uno se haga una pregunta —dice Miguel—. Tiene que ver con las palabras que pone allí y con su significado; la gente habitualmente no tiene idea de dónde vienen las palabras que usa. Tú eres una víctima indicada —señala al Negro y agita la mano de forma leve—, tienes más de dos meses buscando esa vaina, y eso es lo que ella quiere, provocar una reflexión.
—Claro, pero la verdad… ¿Cuál es el sentido real de la verdad, Miguel? —responde Frías, el músico y carpintero. O más bien pregunta.
El sentido real, dice.
—Bueno, ahora los caminantes delimitan la forma de esa verdad como un monumento. Eso es lo que tiene el arte, las respuestas de una época, que le irán dando forma a ese momento histórico, con imágenes que se pueden leer en el futuro, la pregunta es: ¿quién construye o construirá la memoria de nuestra época? Recuerda que el eco de una obra siempre es social, a través de su arte y con datos sintéticos, el artista tiene la capacidad, al contrario del político, de generar ese eco. Y ese eco es el que te da los límites y la medida de esa imagen representada.
—Pero yo te voy a ser sincero —interrumpe el Negro, que contribuyó a que la comunidad de El Dorado, barrio colindante con Campo Rico, entre los cuales se enclavó la placa en homenaje a la verdad, aceptara de buena gana y casi sin preguntar la instalación de la obra, no sin antes sugerir que se trataba de una colaboración entre España, Cuba y Venezuela. Cuba, claro está, fue la palabra clave—: son más los transeúntes que pasan y no dicen nada. Sí, quizá los primeros días estaban más pendientes, pero de resto no hay mayores comentarios.
—Pero es que una no respuesta social también es una respuesta. La gente desconfía o le tiene miedo al ridículo, ¿qué expectativas tiene la gente? Aquí hay muchas ausencias, la gente está muy cohibida. Esto obviamente tiene su carga política: si no hay reacción es porque la gente está muy reprimida —apunta Von Dangel, tras otro cigarrillo que prende y apaga de forma sistemática, entre críticas al sistema y lamentos íntimos.
—Pero es que aquí en El Dorado somos muy apáticos. Eso es con todo, tú pones música a todo volumen y nadie dice nada ni pregunta nada.
—Porque aquí vence la arbitrariedad. Esta misma colocación de la placa en una ciudad de Francia o de Suiza pudiese haber significado un escándalo, pero aquí, lamentablemente, las cosas importan en la medida en la que otros puedan sacarle un billete, algún beneficio material ¿Qué es la verdad en Francia, cuál es la verdad en China? Nuestro sistema intelectual o de pensamiento bloquea lo que puede producir una obra de arte. Yo te aseguro que hay gente de la comunidad que no lo ha interiorizado, o peor, miran eso y siguen como si nada, no les importa, quizá prevalece el carácter funerario, lo digo porque de las pocas cosas que he podido escuchar está esa, lo cual es absurdo, no tiene por qué tratarse de la muerte, porque la placa no tiene ni una crucecita. Pero bueno, eso es por la violencia que hay aquí —dice el pintor, antes del primer silencio extendido. Se levanta, camina hacia la sala de su casa y regresa.
—Pero Miguel, yo estaba pensando que también están esas placas en Los Ángeles, la de los artistas de Hollywood, y te digo algo, la verdad es que no le consigo sentido a esas placas, donde ponen las manos —insiste “el Negro” Frías, tras la vuelta del pintor, a encontrarle sentido a las acciones, a la existencia—. La gente viaja hasta allá y se toma fotos y fotos con esa vaina, pero qué significa eso.
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En este punto llega un silencio, nos miramos. Yo soy como uno más de los tantos cuadros apilados del alemán: un espectador pasivo que apenas mueve su mano para tomar notas bajo el eclipse de luz que produce el único bombillo de la nariz de la cocina.
—Yo lo que pienso es: ¿por qué la abulia, por qué ignorar exprofeso o ni siquiera poder asimilar lo que alguien quiere decirte? Creo que tiene que ver con la violencia, y la violencia en sí no es el problema, el problema es la consecuencia que se genera a partir de ella. Ahora fíjate en algo, yo creo que el hecho de que ni siquiera la hayan intentado destruir es significativo. Algo misterioso se conforma detrás de esa no reacción en este lado de Caracas.
—La gente también piensa que se trata de una mujer —dice Frías—, tú te la figuras como una mujer, porque dice que salió desnuda.
Otro nuevo silencio.
—Bueno, sí, habrá algunos que creen que es una jeva que salió pegando brincos en pelotas, porque el arte también tiene eso, oculta otras posibilidades porque construye máscaras, pero resulta que las máscaras terminan desenmascarando, siempre. Hay algunas de mal gusto, pero hay que saber leer y tener responsabilidad ética. Reverón en su etapa blanca estaba desmaterializando la realidad, ¿qué era lo que veía, realmente? Esa escenografía, esa teatralidad que llaman vida, dice que detrás de cada tela hay una verdad. Son procesos intelectuales, pero de todas-todas, el arte cuestiona y emplaza la capacidad de reacción de la gente. Vivimos en un país que no termina de hacer una República porque cada treinta años hay una dictadura, eso nos entumece, nos bestializa, y lo peor es que nos sigue pareciendo divertido. Como espíritu de nación, el tema del «culito» y las «teticas» nos salió muy caro. Dime tú, esos desfiles de moda, ¿ustedes se han puesto a pensar que un desfile de moda o un Miss Venezuela, y un desfile militar, se parecen mucho? Tienen la misma raíz.
—Coño, ¡eso es verdad! —cierra el Negro. Su respuesta es inmediata y, de repente, los tres en la sala hacemos otro silencio. El último de ellos antes de la despedida.
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Será porque sobre la verdad, la verdad-verdad, así: sola, concreta, desprovista de todo lo que no sea una pretensión, mejor ni hablar. Porque surgen más preguntas que respuestas y aparece el miedo de encontrar ese pedazo del amor que se extravió en un lugar desconocido donde alguna vez merodeó la muerte. Porque esa serie de dudas y temores se clavan de forma permanente, a medida que caminas y observas los rostros del mundo, que durante media hora se desplazan de a cien sobre una placa de mármol, arriba y abajo, y apenas se detienen no digamos a leer, a observar, a pensar y a cambiar, sino a comprar, a pagar, a sobrevivir y a seguir con su día antes de que se les haga tarde. O porque me hubiese gustado caminar cerro arriba y encontrar esa casa en la cual vivió mi madre, para detenerme frente a ella y recordar lo que no quiero, lo que no hace falta, lo que escondo.
Rumbo al metro, sorprendido, cansado, entre la música de los vendedores de discos piratas, el smog de los buses y el sudor ajeno, cada vez más lejos de un monumento fragmentado, concluyo que la verdad puede ser muchas cosas, siempre que termine con un signo de interrogación, y pienso que razón tenía el genio al avisar que cualquier acertijo puede significar una salida.
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Esta crónica pertenece a una serie escrita para el proyecto artístico de la catalana Mireia Sallarès, titulado «A la verdad (se escapó desnuda). Monumento fragmentado». Caracas – 2011