El buen y mal periodista
En este país y en tiempos de convulsión política, la construcción de un modelo de sociedad más justo, más libre y más fraterno, pasa por los medios de comunicación impresos y digitales, y también por sus lectores.
Con la autocensura que impusieron la polarización y cierta flojera investigativa, se hace muy difícil conocer la verdad de un hecho, o al menos sus detalles casi completos. Entonces, surge la pregunta: ¿cómo publicar una crónica, un reportaje, una noticia, y no morir de vergüenza en el intento?
Con calma, humildad y respeto, en principio. Con hambre, deseos y dos sentidos esenciales: el común y el del humor, después. El oficio del periodista es una carrera de larguísimo aliento que depende de un activo simbólico pero invaluable, nuestro nombre. No podemos esperar que un partido político, una corporación o una institución de gobierno nos sugieran cómo escribir lo que vemos, escuchamos y sentimos.
Llegado a este punto, lea bien: si usted es funcionario del PSUV, de UNT, de PJ, de PPT, del PCV, de COPEI, AD, el MAS (¿todavía existe el MAS?) o defiende los colores, valores, ideales, errores y virtudes de un movimiento o partido político, magnífico, luche por ello con todo lo que tenga al alcance, pero saque de su mente la idea de que puede ser un buen periodista. Es más, vayamos más lejos: saque de su mente la idea de que puede llegar a ser periodista.
El periodista es alguien que parte de la realidad para contar una historia. La realidad puede ser la noche, un accidente o su memoria lejana. El periodista conoce un hecho, un personaje, un rumor, un espacio, y se impresiona, se asusta o se enamora. Esa impresión es curiosa, y por eso investiga.
El periodista es un niño que apunta con la uña delgada de su dedito índice, ese lunar minúsculo, casi microscópico, del universo; lo muestra sin mentir, descubre a punta de palabras simples una realidad y construye con ella otro nuevo universo, mínimo, de seguro, que atrapa al lector.
Pero hay periodistas buenos y periodistas malos.
El bueno desarrolla la destreza de contar historias y piensa en la palabra. El malo cree que el periodismo es sólo un oficio, similar a la plomería, la contabilidad o la preparación de jugos naturales. El bueno trata de convencerse de que, más que oficio, el periodismo es un arte, aunque no lo sea.
El periodista malo es flojo, pregunta poco, tiene miedo de la calle; nunca investiga lo suficiente y tampoco es específico. El bueno reconstruye la realidad pensando en los detalles, en la polifonía de voces, en el juego del zoom por encima de la panorámica exclusiva. El malo inventa titulares fantásticos y busca el reconocimiento inmediato, el bueno (lo que quiero ver como buen periodista) sabe que se debe a la poética. La poética es creación, y el pecado capital de todo buen creador es la pereza.
Los buenos escritores, dice Ezra Pound, son los que “mantienen la eficiencia del lenguaje” por medio de la exactitud y la claridad. Y un buen periodista tiene que ser un buen escritor para sostener la tensión y el enfoque noticioso, mezclar su percepción con la noticia y lograr descripciones magistrales de lugares o personas siempre que sean necesarias. ¿Por qué no creerle a Pound, si encaja?
David Foster Wallace asegura que la escritura se convierte en un modo de conocerse a uno mismo y en decir la verdad en lugar de escapar de nosotros. ¿Por qué no creerle a Foster Wallace, si ha escrito crónicas y reportajes formidables, y además tuvo el valor de suicidarse sin pedir algo a cambio?
Alberto Salcedo Ramos, el autor de ese glorioso perfil trágico sobre el Kid Pambelé, titulado “El oro y la Oscuridad”, entre otras grandes crónicas, me comentó una vez algo parecido: que el buen periodista busca historias a través de las cuales puede contar también lo que él es y lo que sueña. El malo se deja vencer por las respuestas marketineras, cumple pautas a ciegas y se conforma con ser un mercenario de la información, un traficante del hecho noticioso.
Por cierto, con Alberto, buen amigo, hemos conversado varias veces sobre esa mala costumbre de comparar (o enfrentar) al «periodismo» con la «literatura», cuando en realidad lo que se debe diferenciar es la ficción de la no ficción. El periodismo de largo aliento es literatura de no ficción.
Existe cierta tendencia mundial que desacredita el oficio periodístico, una parte lo ve con desdén por considerar que segrega a las minorías a través de un juego de élites: el del saber ilustrado de los poderosos. Otros sugieren que es una ocupación tan simple que para entenderla sólo hace falta constatar la orientación de los dueños de los medios y de ahí analizar el contenido para confirmar la sospecha: la base de los periodistas son estudiantes, pasantes y jóvenes recién graduados, repetidores de propaganda, ingenuos y mal pagados.
Hoy en día, cualquier medio de comunicación se sostiene de sus pautas publicitarias y de las tetas que logre mostrar, porque una mano lava la otra y entre las dos se limpian las partes nobles. También se sostienen los medios —y sus tetas— de los favores y prebendas que dejan colar los grandes grupos del poder político y financiero. Eso no te lo dicen en una facultad, pero lo aprendes a los pocos meses de entrar a un medio de los grandes.
Podemos nacer o no para hacer un gran negocio, pero antes que ser complacientes con la mirada de las grandes estructuras y los intereses de los partidos políticos que ocupan el poder, necesitamos convicción para hacer una radiografía fiel de nuestra propia identidad.
En concreto, el mal periodista cree que la realidad es una camisa de fuerza y el bueno sabe que el placer está en perpetuar esa realidad, hacerla inmortal; el malo especula, el bueno vive a través de su propia voz y se preocupa por leer y conocer, no porque a un partido político le vaya mejor en las próximas elecciones.
Allí hay una clave. Una cosa es que el periodismo persiga al poder y otra muy distinta es que el periodismo persiga el poder.
Los periodistas prescinden de la imaginación a la hora de escribir, pero no a la hora de investigar leí hace poco, porque los autores necesitan imaginación y vivencias para retratar un pedazo de vida y convertirlo en un relato universal y mágico. A esta cualidad perceptiva, intuitiva, algunos le llaman olfato, tal como escribe el cronista y periodista peruano-venezolano Doménico Chiappe, pero el olfato, dicho en términos literales, es sólo un sentido, aparte de los cinco que utiliza el buen periodista, según el cronista polaco Ryszard Kapuscinski (estar, ver, oír, compartir, pensar).
El buen periodista se preocupa por dejar una obra y tiene fe, sobre todo, en que su nombre —en realidad, su credibilidad— es lo más importante, sabe que ese es su patrimonio y que puede marcar el futuro como referencia de un espacio público, que puede ser mínimo, pero no pasar desapercibido, o al menos no ante sus ojos, y que eso forma parte del conocimiento y la historia. También sabe el buen periodista que su nombre depende de su trabajo y que alguien en crisis puede sobrevivir unos días sin pan pero no toda una vida sin esperanzas, lo que le lleva a creer que su nombre puede llegar a convertirse en un halo de esperanza para los desfavorecidos.
Sobre la necia batalla que algunos profesores universitarios y jefes de redacción se atreven todavía a plantear entre “lo objetivo” y “lo subjetivo”, habría que responder que la verdad nunca camina sola, como ha sugerido Umberto Eco, sino que suele venir acompañada de otras verdades: mientras el mal periodista se conforma con publicar una sola de esas verdades, por lo general la más cómoda para contar un sólo pedazo de la historia; el bueno intenta comprender las posibles conexiones entre ellas; esclarecer el tejido que las conecta y comunicar sus resultados con un lenguaje sencillo.
Pensemos, por atender a la actualidad (como si tal cosa fuera posible en el año 2010) en las huelgas de hambre del cubano Ernesto Fariñas, del venezolano fallecido Franklin Brito y del jesuita vasco José María Korta; qué hubo, qué hay y qué habrá detrás de ellas; pensemos en la Bagdad de Saddam Hussein devastada sobre todo por tropas estadounidenses, en busca de unas supuestas armas de destrucción masiva que nunca aparecieron; en una sola de las pistolas ilegales que pasan de mano en mano en nuestra Venezuela del siglo XXI; en el campeonato de la selección española de fútbol en sus dos últimos torneos; en el accidente aéreo de 2003 ocurrido en las montañas Sirach, en la zona fronteriza de Irán con Pakistán, donde perdieron la vida más de 300 soldados iraníes, sin que el caso se esclareciera; en el día a día de los habitantes, pobres, ricos, civiles, militares, justos, corruptos, de nuestras fronteras desde México hasta Argentina; finalmente pensemos en lo ocurrido en Puente Llaguno, Caracas, en abril de 2002, o en el extraño atentado contra Danilo Anderson, o en el manejo de los sindicatos de las empresas básicas de Guayana, ¿puede cada uno de estos hechos tener apenas una verdad de fondo que se resuma en 140 caracteres? Si su respuesta es afirmativa, ya sabe usted dónde ubicarse.
Si en cambio prefiere la experimentación y el prestigio, entiende el poder de la palabra, persigue el conocimiento, necesita que otros le escuchen y siente unas ganas irrefrenables de delatar las injusticias y los detalles de un acto o una historia real, sea ésta una noche partida, la forma más fea de la belleza o el instante de felicidad de una familia, de un niño o de un condenado a muerte, sin importar si el responsable es un representante del chavismo o uno de sus adversarios, entonces sabe que tiene algo bueno que decir.
Ambos periodistas, bueno y malo, son capaces de convivir en una misma persona o ser amigos. Ambos, incluso, pueden ser vistos como profesionales eficaces, pero el bueno prefiere los testimonios y apuesta igual por el hombre corriente que por el político famoso. El malo no sabe de antihéroes o personajes marginales. El bueno sí, y los utiliza como referencias.
Sobre ese punto, se puede recordar lo que escribe Truman Capote en su famoso prefacio del libro Música para Camaleones: “los escritos más interesantes que realicé en aquella época consistieron en sencillas observaciones cotidianas que anotaba en mi diario. Extensas transcripciones al pie de la letra de conversaciones que acertaba a oír con disimulo. Descripciones de algún vecino. Habladurías del barrio. Una suerte de reportaje, un estilo de «ver» y «oír» que más tarde ejercería verdadera influencia en mí, aunque entonces no fuera consciente de ello”.
Volver a esto es importante sin olvidar que la labor de todos los periodistas (buenos y malos) es ser “monitores de los centros de poder”, como ha dicho Robert Fisk. Finalmente, la diferencia entre uno y otro (entre el buen y el mal periodista) estará en la investigación, en la búsqueda de fuentes amplias, en el contraste de contenidos y en la solvencia ética.
Cuando usted, buen y mal periodista, sea capaz de convertirse en su propio medio y no se defraude a sí mismo, tendrá más opciones y tiempo de vida, porque un medio sin credibilidad es como una puta sin clientes, como un candidato sin electores, como un coco sin la parte blanca. En caso de que no haya quedado claro: sin credibilidad no somos nada.
Todavía quedará, sin embargo, una última pregunta por responder: ¿cómo hacemos con esa gran parte de la sociedad que prefiere leer y escuchar un solo lado de la historia?