Había estado allí tres o cuatro veces y volví gracias a una simpática carambola del destino. Aquel loft de atmósfera preindustrial con una enorme puerta de acero, paredes blancas y tubos vistos bajo un techo de cemento crudo tenía mucho encanto: sobre sus escritorios, dispuestos en fila y paralelos a unos grandes ventanales por los que entraba la luz natural, relucían unas iMac con cascarones coloridos —azul, gris, naranja, rosa— que tenían varios años en el mercado y aun así parecían venir del futuro.
Las obras de arte descansaban sobre el suelo, junto a unos pufs y una alfombra peluda. Para las reuniones: mesa larga de ébano y sillas de diseño. Más que un lugar que respiraba modernidad y buen gusto, era un ambiente acogedor, reconfortante, que invitaba al encuentro.
Ocho pisos más abajo estaba la avenida principal con su movimiento intenso.
Otra Caracas.
Entré y me senté. Sofá mullido. Negro. Alguien me ofreció agua. Vaso grande de plástico resistente. Amarillo, me parece. Después, café. El termo era verde limón. Apenas lo hice, tomé aire, miré a mi alrededor y supe que se me estaba presentando una oportunidad única, diferente a todo lo que había conocido hasta entonces.
La expectativa como dicha.
Intuí que algo sustancial estaba a punto de ocurrir en mi vida y que debía observar en silencio, escuchar y preguntar. Y después escribir.
Tal intuición, que en aquel momento no hubiera podido describir con precisión ni comprender a plenitud, estaba relacionada con la curiosidad y con una de las sensaciones más placenteras que puede experimentar cualquier ser humano: libertad para la creación. En este caso, la creación colectiva.
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Apenas comenzaba el 2003 y el país, polarizado y con una economía que entonces nos parecía sumamente crítica, acababa de vivir uno de los años más convulsos de su historia contemporánea. Menos mal, pienso ahora, que no sabíamos lo que vendría.
Las hermosas oficinas de A&B Producciones estaban ubicadas en la hoy defenestrada Torre ACO de Las Mercedes, y después de un desalojo llevado a cabo por la Guardia Nacional Bolivariana en el año 2005, fueron mudadas al Centro San Ignacio. En ambos casos se trató de un espacio privilegiado que priorizaba el intercambio de ideas. Lo frecuentaban artistas locales, personalidades del cine, la música, el diseño y la publicidad.
Allí nació, creció y murió plátanoverde, una revista que expandió sus posibilidades y terminó convertida en una fundación con el mismo nombre, que contó también, entre otras iniciativas, con un newsletter digital sobre eventos y acciones de arte urbano que fue pionera en su época, el plataniús, y con un programa de radio que siguió esa estela, Camión de plátano.
Por eso escribo esto, porque plátanoverde cumple 20 años y creo que vale la pena rendirle un homenaje.
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No se podría entender este proyecto editorial sin hablar de Caracas y de los inicios del siglo XXI, de unas coordenadas sociales que hoy, luego de la tragedia política que obligó a migrar a millones de habitantes, parecen sumamente lejanas.
A finales del 2002 muchas personas repetían que en Venezuela no se hacía nada culturalmente hablando. plátanoverde surgió como una respuesta a esa idea, que en cualquier caso nos parecía errada.
Nosotros, un puñado de idealistas, percibíamos lo contrario porque vivíamos la calle como se hace cuando tienes entre 18 y 40 años: de forma intensa. Por encima del miedo frente a la violencia criminal, nos gustaba sentirnos, además de ciudadanos, actores protagónicos de un presente en movimiento.
Íbamos a exposiciones o salones de fotografía, arte y diseño; rumbeábamos bajo el cobijo de las actividades que patrocinaban algunas marcas de empresas privadas; asistíamos con placer a bautizos de libros, ferias y bienales literarias; salíamos de noche a los bares que ofrecían música en vivo, por lo general con bandas emergentes; celebrábamos los lanzamientos de las nuevas películas y festivales audiovisuales o publicitarios, estábamos al tanto de propuestas alternativas…, en fin, éramos espectadores activos de una realidad que pocas veces cobraba protagonismo en los medios tradicionales y que solía dejar de lado al talento menos conocido.
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Uno de los mantras que generó mayor conexión con nuestros lectores rezaba lo siguiente: «Si tienes algo que decir, dilo». El otro era: «Equivócate, equivócate, equivócate otra vez». Bajo esas dos premisas nos reunimos para editar una revista que enaltecía a los jóvenes y a los creadores. Apostamos por una mirada crítica, un lenguaje atrevido, un diseño de ruptura y un perfil contestatario. Queríamos hacer algo distinto, pero, sobre todo, de calidad.
Ensamblamos un equipo pequeño y muy heterogéneo que no rehuía ningún debate, poníamos cualquier idea sobre la mesa, por alocada que sonara, y la desmenuzábamos entre todos. Discutíamos y nos reíamos. Así elegimos el nombre: plátanoverde, una sola palabra y en minúsculas. La otra opción que tuvo fuerza en un principio fue Camión de carne. La tercera era una letra, la K.
Como puede verse, para hablar de cultura, arte o periodismo, nada muy convencional. Algunos expertos del marketing podrían decir, tal vez con razón, que en un país como Venezuela, más bien conservador, tampoco sonaba como algo conveniente. Eso a nosotros nos importaba poco.
Héctor, Enrique, Chuchi, el Parra, Martín, Alex, el Junior, Valentina, Joka, Yavana, Marianne, Jaxi, Carla, Ink, Hase, Pian… Queríamos construir una personalidad que desafiara los lugares comunes y las ideas preestablecidas del mundillo de los medios y de las agencias de publicidad.
Para nuestra primera campaña de intriga, cuando nadie sabía de nuestra existencia, decidimos enviarles a medios y agencias, justamente, unas cajas de cartón con un plátano dentro sobre aserrín. Iban selladas con una pegatina que decía: «esto no es un plátano».
Que viva Magritte.
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Muy pronto decidimos que nuestra contraportada no se vendería, que en cada número contaríamos con un editor invitado y que nuestros lectores serían nuestra principal fuerza de ventas. O viceversa. De esa forma registramos a miles de pregoneros, cuya única exigencia era ser estudiantes universitarios. Ellos vendían las revistas, de unas cien páginas impresas a todo color y a veces con distintos tipos de papel, a un precio tan módico que resultaba inverosímil. Lo mejor era que se quedaban con el ochenta por ciento o más de la ganancia, con eso podían ir al cine e invitar a alguien. Eran tiempos en los que aún no se vislumbraban ni el desabastecimiento ni las megadevaluaciones que llegarían una década después.
Pero los universitarios no eran solamente la base de una estrategia novedosa de distribución. Entre sus secciones favoritas estaba el Portafolio, una vitrina creada para impulsar y dar a conocer a nuevos talentos. Es decir, a ellos mismos. Se trataba de una muestra de ocho o diez páginas de poesía, fotografía e ilustración en la que se seleccionaban y publicaban trabajos que enviaban cada vez más lectores anónimos. Había carta blanca. Fue un semillero de satisfacciones. Varios de quienes aparecieron allí publicados fueron después referentes en su área.
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Para contrarrestar con oficio y experiencia, entre los editores invitados para cada número contamos con periodistas, escritores y artistas de recorrido. Ellos fueron, por orden cronológico, Luis Lozada Soucre (+), José Roberto Duque, Boris Muñoz, Edwald Scharfenberg, Edmundo Bracho, Hugo Prieto, Corina Lipavski, Ednodio Quintero, Rafael Uzcátegui, Jorge Sayegh, María Francisca Mayobre y María Beatriz Medina, Héctor Bujanda y Ana María Khan.
Visto en perspectiva, un grupo tan variopinto como valioso, que nos enseñó que jode. A pensar. A hacernos preguntas. A ellos se les invitaba a coordinar las pautas que quisieran en torno a un tema que previamente habían elegido trabajar. Tocamos de todo: actos de fe, utopía, mercado informal, contracultura, poder, pornografía, literatura infantil… Nosotros leíamos, investigábamos, inventábamos y nos divertíamos.
Fue una escuela maravillosa. Gracias a esos editores ensanchamos nuestros contactos y conocimientos. Nos dimos el lujo de publicar textos de ficción y no ficción de grandes maestros de la palabra como Carlos Monsiváis, César Aira, Juan Villoro, Alberto Fuguet, Victoria de Stefano, Mario Bellatín o Eugenio Montejo, por citar a unos pocos.
Desde entonces, han sido muy contadas las ocasiones en las que he participado en mesas de trabajo y tormentas creativas que me han resultado tan verdaderamente provechosas e ingeniosas como aquellas.
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Entre nuestras mayores locuras recuerdo dos. La primera: Jorge Sayegh, nuestro editor invitado de la décima segunda edición, pornógrafo inteligente y encantador, nos animó a que produjéramos un desnudo público, con fotografía y video. Lo hicimos en el centro de la ciudad, bajo el popular puente de la avenida Fuerzas Armadas, donde se venden libros usados. Esa mañana, a pocas cuadras había una de las típicas marchas politiqueras organizadas por el gobierno chavista, lo que complicaría un poco la logística. Lo hicimos. Durante cuatro minutos, una chica caminó en pelotas entre las abarrotadas estanterías con libros de aquel lugar, hasta llegar a un puesto para comprar, sonriente, un ejemplar del Kama Sutra. Gozamos como niños al ver las reacciones de sorpresa, incredulidad, admiración o estupefacción de las personas que andaban por allí. Nadie le tocó ni un pelo. No sé si aún conservo el video editado entre mis archivos.
La segunda fue sumamente polémica: el día previo al lanzamiento de nuestro quinto número, para poder captar la atención que nos robaban las elecciones presidenciales en Estados Unidos, publicamos en el diario El Nacional una pequeña esquela sobre el supuesto fallecimiento de Edmundo Bracho, nuestro editor invitado de entonces, que había decidido tratar un tema espinoso y complejo: lo que significaba morir en Caracas. Con toda lógica, a Edmundo le retiraron el habla algunos de sus amigos y familiares, y a nosotros, aparte de despreciarnos o aplaudirnos, estuvieron a punto de demandarnos. Pero se logró el cometido: esa noche fue mucha gente al lanzamiento de la revista, en cuya contraportada se veía el culo peludo escaneado del Junior, como si fueran las nalgas aplastadas en un ataúd. Vendimos un montón. Y Edmundo salió en algún momento de la fiesta para leer poemas luctuosos.
En la portada se leía un verso de la famosa canción de Bobby Capó que inmortalizó el sabroso negrón Ismael Rivera: «Las tumbas son pa los muertos».
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En las quince ediciones que imprimimos y distribuimos a nivel nacional durante cinco años, no solo en librerías sino en kioscos y otros puntos de venta alternativos, como museos o tiendas de ropa, contamos, literalmente, con cientos de colaboradores. Tal vez fueron más de mil o más de dos mil o más de cinco mil entre artistas conceptuales, fotógrafos, diseñadores, ilustradores, pintores, productores, locutores, periodistas, videógrafos, animadores, escritores, profesores, empresarios, bailarines, cineastas, actores, actrices, músicos, libreros y creativos publicitarios.
plátanoverde fue, al mismo tiempo, una familia inmensa y una plataforma expresiva. Nació como una revista caótica, atrevida, experimental, intelectualoide y urbanita, reflejo de una Caracas múltiple, definida por el contraste y por un momento de búsquedas y conexiones por parte de sus ciudadanos con su identidad, su noche y el quehacer artístico y político. Era una publicación que respetaba, por encima de todo, las ideas. Y los fallos. Y las contradicciones.
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El periodismo narrativo, la literatura, la plástica, el performance, la fotografía y el diseño, la música y el cine, la arquitectura, la cultura pop… todo ello nos nutrió, todo ello nos llenó, todo ello nos mostró que teníamos razón: en Venezuela sí «pasaban cosas», y muchas, porque, en efecto, «se hacían cosas» todas las semanas. Para demostrarlo comenzamos no solo a reseñarlas, también a crearlas y a formar parte de un tejido urbano complejo y heterodoxo.
Mención aparte merecen nuestras fiestas de lanzamiento en locales poco convencionales, donde algunas de las bandas musicales y los DJs que entrevistábamos por cada edición ofrecían un show en vivo. Vagos y Maleantes, Gaélica, KP9000, Papashanti Soundsistem, Babylon Motorhome, Jimmy Flamante, Metra, Hernia, Nuuro (hoy la fantástica Arca), Cardopusher, Trujillo, Chucknorris, Billy Se Fue, Negus Nagast, La Redonda, Los Chevynovas, todosantos…, un recorrido ecléctico por el sonido que nos ponía a vibrar en aquel entonces.
Aquellas rumbas se hicieron populares y evolucionaron hasta convertirse en un evento masivo de arte urbano que llegó a ser patrimonio municipal de Chacao: Por el medio de la calle. Y ese encuentro abierto cobró vida propia y continuó de forma independiente, más allá de la existencia de la propia revista, cuyo último número se publicó en el año 2008.
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Hoy, veinte años después de su nacimiento, plátanoverde sigue siendo para varios de quienes estuvimos allí desde el principio, una de las mejores experiencias profesionales y creativas. Fue la semilla de relaciones fructíferas, tan lúdicas y valientes como me habían parecido en un inicio aquellas iMac de cascarones coloridos —azul, gris, naranja y rosa— que me llevaron a intuir, primero, que para el poder que brota de la curiosidad y del trabajo colectivo no hay equivalentes. Y a comprender, después, que lo contrario de la parálisis es la acción. Y que ella puede hacernos libres.
Antes de publicar nuestra última edición, dedicada a la moda, tomamos como excusa un editorial fotográfico que Ana María Khan le había encargado a Luis Cobelo para hablar sobre los fashion victims, y nos hicimos un retrato: muertos en la imprenta, aplastados y sangrando tintas de colores. Era una forma metafórica de decir que hasta allí llegábamos, que necesitábamos «matar» a la revista que tanto nos había dado. Que todo proyecto ha de tener un final. Ojalá, un buen final.
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Teníamos algo que decir, y lo dijimos. Nos divertimos. Nos equivocamos, nos equivocamos y nos volvimos a equivocar. Una y otra vez. Eso es lo que celebro hoy con esta entrada, quizás modesta y nostálgica, tal como se celebra la vida cuando miras por un retrovisor: con la satisfacción de devolverle a quienes creyeron en nosotros una reverencia y siete letras que, a día de hoy, siguen siendo igual de poderosas:
Gracias.