Estaba convencido de que esa película le gustaba a todo el mundo. No podía ser de otra forma. A mí me había fascinado, no hasta el punto de decir que era una obra imprescindible, pero sí muy buena. Incuestionablemente buena. El guion era impecable, contaba una historia de crecimiento a partir de valores universales con un magnífico equilibrio entre el dolor y la esperanza. Simple, bonita, conmovedora, delicada, profunda. Con final feliz. Se basaba en una novela de John Irving. Las actuaciones de Michael Caine, Charlize Teron y Tobey Maguire eran sobresalientes. La dirección de arte era estupenda y tenía una banda sonora de primera. Por eso no dudé en mencionarla aquella noche.
Cursábamos nuestro último año de carrera universitaria y el profesor de comunicación cultural había lanzado el reto antes de terminar la clase: una peli que hubiéramos visto y que ninguno pudiera valorar negativamente. Un buen ejercicio.
Apenas asomé el título y vi que todos asentían, me acomodé en el pupitre echando la espalda hacia atrás con aires de triunfo. Qué simple, si alguien tiene olfato y criterio soy yo, habré pensado. Hasta que una de mis compañeras, una de las que más respetaba debido a su elegancia, refinamiento y sensatez, levantó la mano.
—A mí no me gustó —dijo haciendo un gesto con la boca que me pareció desafiante.
El profesor me analizaba, curioso por saber cuál sería mi reacción. Hubo un silencio de varios segundos.
Aquella compañera y yo no éramos amigos cercanos; de hecho, llegamos a conversar pocas veces durante los cinco años que estudiamos juntos, pero nos caíamos bien. Cuando nos cruzábamos, nos saludábamos con educación y complicidad. En nuestros escasos intercambios solíamos coincidir. Ella tenía una mirada limpia, era discreta e inteligente. Me encantaba su forma de vestir, me gustaban sus peinados, más de una vez me descubrí contemplando su sonrisa. Era hermosa y lo sigue siendo, pero no estoy hablando de una atracción física, sino de algo menos intenso aunque más importante: yo admiraba su forma de conducirse, de expresarse, de desenvolverse. Su serena armonía.
Por eso me sorprendió que fuera precisamente ella la que dijera eso. ¿Cómo era posible que no le hubiera gustado aquella película?
—¿Lo dices en serio? —le pregunté albergando una mínima esperanza de que se echara a reír y confesara que había sido una broma.
—Sí. No me gustó, no me gustó —volvió a decir. Seca.
—¿Por qué?
—Me pareció aburrida. Predecible. Cursi.
Eso me dolió.
Por un momento pensé que me lo estaba diciendo a mí, pero la volví a mirar a los ojos y no vislumbré el más mínimo rasgo de maldad, no había rabia ni desprecio, no había siquiera una intención de discutir o convencerme, solo estaba ofreciendo su opinión tal como yo tenía la mía.
Era un ejercicio abierto, se había planteado una especie de desafío que yo acepté por considerarlo fácil y me llevé una buena lección que he atesorado en cualquier oficio creativo que he practicado hasta hoy, como periodista, editor, ponente, profesor, escritor —sobre todo esto último—: es natural que aquello que tanto te fascina no le guste a los demás. Hay que normalizar las diferencias de opiniones. Coincidiremos algunas veces, otras no. Por eso, entre muchas razones, existe la crítica (y los críticos, buenos y malos).
En su Ensayo sobre el gusto, Montesquieu habla de los placeres del alma, naturales y adquiridos, estudia acciones y pasiones para hallar las fuentes de lo bueno y de lo bello en las obras de la naturaleza y del arte, habla de ideas y sentimientos, de la curiosidad, el orden, la variedad, la simetría, los contrastes, la sorpresa, la sensibilidad, la gracia, del espíritu como un género que abarca muchas especies: el genio, el discernimiento, la precisión, el talento, y dice que el gusto «no es otra cosa que la ventaja de descubrir, con delicadeza y prontitud, la medida del placer que cada cosa ha de proporcionar a los hombres».
Desde hace semanas he pensado en abrir un taller sobre discusión literaria o editorial que se llame: «Te sorprenderías de la cantidad de gente a la que le gusta la pizza con piña». Y aclaro que no es mi caso porque yo sí tengo buen gusto. Pero respeto a esos valientes, casi la mitad del planeta, que se atreverían a pedirla en un restaurante sin ruborizarse. Pasado mi sobresalto inicial, pienso: ¿quién soy para juzgarlos, si preparo un «ceviche» —que me perdonen los peruanos— al que le pongo aguacate, pimentón y mango verde?
Como editor he podido leer miles y miles de páginas de variadísimos géneros y colores antes de publicarse. Me he ido formando un criterio a lo largo de los años sobre las cualidades que ha de tener una obra para respirar mejor, para fluir con buen ritmo, para conmover y convencer escapando de lugares comunes, para sorprender y enganchar, para inscribirse en determinada corriente, para manifestar, con la mayor claridad posible, aquello que pretende. Y a pesar de eso a veces termino discrepando con amigos o colegas a los que respeto sobre la calidad de tal libro o tal escritor. Me pasó hace poco. Una persona brillante y muy preparada en este oficio me soltó como si nada: «Nunca he podido con Borges». Lo que más me impactó fue que se atreviera a decirlo. Independientemente de lo que yo opine en ese punto, ahora la admiro más.
Hace meses, en una reunión con gente afín y muy querida, después de la segunda copa de vino propuse el ejercicio de nombrar una película que a nosotros no nos hubiera gustado y creyéramos que al resto del mundo sí. Ese impulso valió para una encendida conversación de horas en las que no faltaron los aspavientos ni las carcajadas cada vez que alguien se atrevía a revelar una verdad inconfesable. Frente a lo que algunos considerábamos una obra maestra, otros podían arrugar la cara. Y viceversa. Por ejemplo: el sexto episodio de la segunda temporada de The Bear, en el que la familia Berzatto celebra la cena de Navidad. ¿Joya? ¿Arte en estado puro? ¿Exceso? ¿Audaz afectación? ¿Vulgaridad para ingenuos? ¿Pizza con piña?
Podemos hablar de Bad Bunny o Rosalía, de Harry Potter o El código Da Vinci, de sagas como El señor de los anillos o Star Wars, de películas como Roma, de Cuarón, o Don’t Look Up, de Adam McKay. Si es por prender la mecha podemos, incluso, ponernos a hablar de géneros: literatura epistolar, tecnocumbia, surrealismo. O de la tortilla española: con o sin cebolla.
Y si eso funciona hacia afuera, lo mismo ha de ocurrir hacia adentro: aquello que te ha tomado horas o años crear, algo que partió de tu cerebro y salió de tus ideas y tus manos, ya sea una escultura, el diseño de un logo, un disco, un montaje teatral, una novela, una exposición o una película, puede no gustarle a todo el mundo. Es lógico. Si una crítica negativa te duele hasta sacarte de tu centro, si te afecta más de la cuenta y te quita el sueño, el problema no es del criterio ajeno, ni siquiera del tuyo, el problema no es de la obra, el problema es de tu ego.
Es imposible coincidir siempre. Claro que esperamos generar una conexión especial con mucha gente cuando escribimos, cuando creamos, pero si a dos o a cuarenta o a ciento quince almas no les despierta placer, por las razones que sea, tampoco tiene que ser un drama o un conflicto. Voy más allá: lo que creamos puede no solo no interesarle a otras personas, sino aburrir a aquellas a las que consideramos más inteligentes y sensibles, y en algún momento puede no gustarle a las que más nos quieren. Hay que normalizar también ese hecho.
El tiempo modifica los placeres de nuestra alma. Muchas veces elevamos un disco, un libro, una película, incluso a un artista, al más alto de los pedestales estéticos, y con el paso de los años cambiamos de opinión. Se llama crecer. Aquello que en estos momentos nos parece maravilloso, tal vez pasado mañana nos parecerá pobre, ingenuo o vulgar. Y al revés.
Es probable que si volviera a ver hoy aquella película de finales de siglo, ya no me guste tanto y coincida un poco más con el criterio que tuvo mi excompañera universitaria en el salón de clases. «Hay que hacerle ver al alma cosas que no ha visto», dice Montesquieu, «una larga uniformidad vuelve todo insoportable». Su Ensayo sobre el gusto fue escrito alrededor de 1717 y publicado unas décadas más tarde.
Imaginemos lo que hubiera pensado hoy si supiera que un italiano inventaría la maravillosa pizza un siglo después, si supiera que al siguiente un alemán en Alemania o un canadiense de origen griego en Ontario se atrevería a ponerle piña y la llamarían hawaiana, y si supiera que a la mitad de la población, o casi, le puede gustar esa vaina.