Dentro de mi cabeza hay una imagen, es esta foto de los árboles y la orilla del mar vistos desde arriba antes de que las nubes cubran de blanco el vacío. Abajo, una capa azul oscuro irá desapareciendo poco a poco con sus estrías en movimiento, con esas pequeñas gotitas de saliva regadas por el inmenso techo de los pulpos y los peces que son las olas al romper.
Me ha tocado la ventana.
Por lo general prefiero el pasillo para estirar mejor las piernas, pero hoy me ha gustado que fuera la ventana. Dos veces.
Imagino que esos gases helados allá afuera son una pista de hielo y que este primer avión se está deslizando como el mejor competidor de slalom en los Juegos Olímpicos de Invierno. Imagino que hacemos cabriolas bonitas y que obtendremos la medalla de oro. Diez puntos por cada juez de pista. Una actuación histórica, sin precedentes. Así dicen los periodistas deportivos. Lo sé porque yo he sido uno de ellos. Nos emocionamos con facilidad.
Hace más de un año que no volaba y ahora me ha tocado la ventana.
El año pasado hice uno de los viajes más importantes de mi vida, cuando me mudé de continente junto a mi esposa. En ese viaje no recuerdo dónde se sentó cada uno, pero seguro que a mí me tocó el pasillo. Si puedo elegir, elijo pasillo. O ventana. Nunca el medio. ¿A quién le gusta ir entre dos personas?
Durante aquel vuelo me leí una novela que casi me termino. Ya tengo más de cuarenta. Soy adulto, tomo decisiones de adulto. Bueno, a veces. Por ejemplo, hay que normalizar el hecho de no acabar los libros y de mudarnos de continente.
Un poco más de un año después de aquel viaje, estoy haciendo otro de los viajes más importantes de mi vida: veré a mi hija después de quince meses. Esta vez voy solo. Puedo entrar en mi cuerpo y ver cómo late mi corazón, ver cómo el fluido de mi sangre se intensifica. Puedo respirar y asentir mientras el aire entra por mis fosas nasales a pesar de esta mascarilla. Porque estoy emocionado. Cuando algo me sacude internamente, por fuera parezco normal, un señor aburrido y sin deseos, como esta velocidad de crucero con el cielo despejado, como dice el capitán desde la cabina.
Hay distancia de seguridad y un pasajero roncando a mi lado. Afuera hay una luz preciosa. El capitán dice que podemos volar tranquilos porque no sé qué pasa con el aire y algo que tiene que ver con la retención del 99% de patógenos o algo así. Yo estoy tranquilo. Pocas veces he estado más tranquilo, más ansioso y más emocionado a la vez. Veo todo con una claridad deslumbrante y también creo que estoy soñando, que en breve alguien me tomará con fuerza de un hombro y me dirá que soy yo el que ronca, que debo abrir los ojos, despertar y regresar a casa.
Debajo de los copos de nubes, veintinueve mil pies más abajo, está la vida de la tierra. Parcelas, terraplenes, construcciones, calles y caceríos que parecen manchas en la piel de una serpiente gigante. Camiones y carros y motos invisibles, hormigas diminutas. En una de esas manchas, también cerca del mar, de otro mar, a unas cuantas horas de distancia en este slalom gigante, está mi hija. Mi pequeña hija, que no ha parado de crecer sin que yo haya podido besarla ni abrazarla en este último año. Más de un año. El 10% de su vida. Me parece increíble, una barbaridad. Es como perderse dos horas y media de un día entero. Eso, pero todos los días. Imagina que te digan que si ibas a vivir 90 años, ahora vivirás 81. Si te quitan de los 82 a los 90 debe ser muy duro, pero que te quiten de los 30 a los 39 a ver cómo te va. O de los 55 a los 64.
De pronto recuerdo por qué los niños no quieren nunca irse a dormir: para no perderse ni un minuto de acción. Exprimir cada instante tanto como sea posible y luchar contra el sueño porque todo es ganancia mientras estamos concientes. No como el señor que tengo ahora a mi lado, con un puesto de por medio. ¿Hay entre nosotros 1,5 metros? Yo creo que no. ¿Cómo se llegó a determinar que esa y no otra era la distancia de seguridad? ¿Es 1,4 muy poco? ¿1,2 insuficiente? Yo creo que eso es lo que nos separa, al ojo. Tal vez menos, un metro a secas.
Las personas a nuestro alrededor voltean de vez en cuando, sorprendidos por la fuerza de sus ronquidos. El de adelante le ha dicho algo a su acompañante, luego han mirado para comprobar quién era el que roncaba y luego se han reído con disimulo. Es curioso que cosas tan banales, comunes y triviales aún nos causen gracia. Por ejemplo, si alguien se tira un pedo, nos avergonzamos o nos reímos. Yo me tiro pedos todos los días en casa. O casi todos los días. No, diría que todos. Tú también lo haces. Cuando mi hija se tira un pedo y se ríe, yo también me río pero le digo que no haga eso, que no está bien. Y no sé ni por qué se lo digo, supongo que porque creo que es lo correcto.
Tengo más de un año sin oír cómo mi hija se tira un pedo y se ríe. Y eso me ha tenido un poco triste pero resignado. Soy adulto y tengo que entender. Oler pedos no es lo más importante en esta vida, aunque cuando esos pedos son los de tus hijos, el tiempo y los aromas adquieren otro peso. Son quince meses sin roncar a su lado para que al día siguiente diga que su papá parece un oso cuando duerme. Cuando estoy con ella trato de no tirarme pedos, aunque a veces se me sale alguno que otro, por lo general cuando estamos acostados viendo una película. Me gusta ver películas con ella, es de mis ocupaciones favoritas. Lo sigue siendo aunque ya casi no lo hagamos. Anoche, antes de dormir para hacer este viaje, vi una película brasileña en el cine. Estaba con mi esposa. Era un documental, y mientras lo veía, en algún momento recordé cuando le enseñé tres palabras en portugués a mi hija: janela, sorbete, vermelho. Ventana, helado, rojo. Ella tenía tres años y aún estábamos los dos en Caracas. Eran tiempos en los que convivíamos y ella era mucho más dependiente de mí. Iríamos y fuimos a Porto Alegre y a Sao Paulo. Después escogí una frase simple: suco de laranja. Jugo de naranja. A ella no le gustaba que yo le tomara tantas fotos ni que la grabara en video. Y yo lo hacía mientras ella se chupaba el dedo y correteaba por los parques y bebía suco de laranja. Ahora, como casi todas las chicas de su edad, adolescente en pleno, es una usuaria dura de sus propias redes sociales. Ella misma se toma fotos y se graba en video. Y así hablamos entre nosotros, por video. Vivimos en continentes distintos. Cuando nos veamos, como siempre que nos encontramos, nos haré una foto. Antes lo hacía porque sí, un poco por hedonismo y otro poco por orgullo y otro poco por amor. Como solemos hacer las cosas la mayoría de los padres, supongo. Ahora, además de la emoción, lo hago porque es mi forma de retener el tiempo, de volver a verla cuando ya no la tengo enfrente, como pasará dentro de unas semanas.
Cuando me aburro de mis redes y de la prensa deportiva, suelo ver las fotos que le he tomado a mis amigos y las fotos que le he tomado a mi esposa. Y en especial suelo ver las fotos que le he tomado a mi hija. Tengo más de mil. Muchas se me han perdido o las he borrado porque me da pudor tener tantas y porque siempre creo que igual me quedan unas mil, que son las mejores, y que pronto, tan pronto como pueda, haré unas nuevas. Cuando mi hija no está, esa es mi forma de acariciarla con la mirada y de detallarla como hago ahora con esos mosaicos allá abajo, pinturas con matices como un collage de piezas rotas y pegadas de varios colores, verdes y más verdes, blancos y marrones, destellos de metal y tejas naranjas. Paredes pálidas y ríos brillantes. Cuadrículas, vértices, redomas. Las vidas que no vemos. El misterio. Es bonito, como el baño de luz allá afuera y como las cabriolas que no ha hecho este avión, por fortuna. Me acabo de dar cuenta de que no fue la analogía más afortunada. Lo del avión dando vueltas en el aire. ¿Es una analogía o un símil? No estoy seguro, pero igual me gusta. Tal vez porque estoy emocionado.
Las aeromozas del segundo avión nos preguntan si vamos a querer arroz o pasta. A mí me gustaría responderles que me da lo mismo, que voy a ver a mi hija, que me pueden dar un caldo con porquerías e igual me lo comería feliz. Pero no les digo nada aún, estoy pensando. A mi derecha se ve el ala del avión. Siempre se ve igual y siempre me cautiva, con el cielo de fondo y la línea del horizonte dividiendo tonalidades. El arroz es arroz con pollo. La pasta, ñoquis con una salsa bechamel, dice la chica. Pido el arroz, aunque me provoca la pasta. No sé por qué hago eso. Tal vez porque me da igual, porque estoy emocionado. Luce terrible, pero está muy bien de sabor. Me ha sorprendido. Yo no sé si haría un arroz más rico que este, y eso que he hecho un par de buenos arroces en mi vida. El pasajero de al lado ha pedido pasta, no he podido evitar echarle un ojo a su comida, y se ve incluso peor que mi arroz. Este, que es el del segundo vuelo, si está justo a mi lado. Y estos asientos están más juntos. Así que estamos a escasos diez o quince centímetros. Casi hombro con hombro. Puedo verle los vellos de los muslos que sobresalen desde el roto de su pantalón a la altura de la rodilla. Al diablo con la llamada distancia de seguridad. Por lo menos no ronca. Cuando durmió, ni se sintió. Ambos hemos pedido cerveza para acompañar nuestra comida. Ambos hemos decidido que no nos vamos a dirigir la palabra durante todo el vuelo. Tiene pinta de ser buena gente. Lleva gafas de pasta y unos audífonos de marca con bluetooth. Mejor así. Cada uno a lo suyo, no son tiempos para socializar con desconocidos.
A mí en los aviones no me gusta conocer gente. Antes sí, pero ya no. Ahora soy adulto. Prefiero que sobrevuelen preguntas en silencio. Tal vez este chico y yo pudiéramos hablar de fútbol o del estado de las cosas o de lo estrechos que son estos asientos, tal vez pudiera nacer una pequeña amistad luego de esta coincidencia, pero no va a ocurrir. Él se come su pasta, yo mi arroz, nos tomamos cada uno su cerveza y ya está. Volveremos a ponernos el tapabocas como si nada. Él escogerá para ver en su pantalla una película de Marvel o algo por el estilo. Yo, un documental musical. Pero no hablaremos. Si llegáramos a hacerlo, le diría que iré a ver a mi hija y que podré abrazarla después de mucho tiempo y que eso me tiene emocionado. En realidad, sonreiremos con educación, poco más. Al inicio él decidirá no ver nada y luego terminará viendo una comedia. Yo, una película de Christopher Nolan que apagaré a los diez minutos. Y luego otra, un drama sobre una chica migrante en Estados Unidos que quiere cantar y que apagaré a los veinte minutos. Me cuesta concentrarme. Prefiero jugar a la Batalla Naval. No soy bueno. Hace poco jugué en línea con mi hija a la Batalla Naval y me ganó cuatro de cuatro. O cinco de cinco. Creo que se aburrió. Mi hija es una chica migrante en Estados Unidos. Qué suerte tiene Estados Unidos. Yo soy migrante en España. El chico del asiento de al lado es español. No sé qué va a hacer a Estados Unidos porque no se lo voy a preguntar, pero él me pedirá dos cosas; primero, que le preste un cargador para su celular, que en España llaman móvil. Después, que tome con su celular una foto del ala del avión con el cielo y las nubes al fondo, así como acabo de hacer con el mío. Porque la luz, que ha ido cambiando, está francamente preciosa. Parece una luz musical. Esto no lo dice él. Tampoco yo, aunque sí lo pienso. Tomo dos fotos. Él las mira y queda satisfecho. Señala una con el dedo y me dice que es una foto muy chula. Así dicen en España. O guay. Está muy guay. Igual que dicen gafas, no lentes. Yo antes he dicho gafas porque comienzo a adoptar ciertas palabras y ha conjugar verbos compuestos, pero aún conservo mi entonación venezolana. Ya me había pasado en Colombia, antes de cambiar de continente hace un año. El lenguaje está vivo y vive en nosotros y nosotros vivimos en él. Así se lo comentaré al de migración cuando me diga que a pesar de haber vivido en Colombia y ahora en España y a pesar de que mi pasaporte dice que soy brasileño, aún hablo con acento venezolano. Ambos vamos a sonreír.
La foto me ha quedado increíble. Es la misma de siempre, la misma que toma todo el mundo, y no tiene mayor mérito porque cualquiera que haya estado sentado donde estoy yo habría podido tomar la misma e incluso una mejor, aunque no mucho mejor, solo un poco, pero la tomé yo y está linda y esta noche se la mostraré a mi hija cuando la vea y la abrace después de tanto tiempo sin vernos, sin olernos, sin lanzarnos pedos. Nosotros les decimos peruchos. Peruchines. Qué ganas tengo de cargarla, aunque me temo que ha crecido mucho y ya no podré hacerlo con facilidad. En mi último viaje se quedó dormida y la cargué y noté lo que significa el paso del tiempo. Ya no tenía yo treinta años y ella uno. Ya no tenía yo treinta y cinco y ella seis. No le voy a contar nada de todo esto, o eso pensaré hasta que se lo lea en voz alta y ella ría cuando escuche lo de los pedos. Al final me dirá que está bien, aunque es un poco largo: unos doce minutos de lectura. Doce minutos a su lado, hablándole de cerca, con su rostro pegado a mi pecho. También le diré que la extrañaba y que soy el padre más feliz del mundo y que quiero que nos acostemos juntos a ver una película mientras ella se queda dormida y yo la miro enamorado antes de luchar contra el sueño, como hacen los niños, y antes de comenzar a roncar y a soñar que esta semana durará toda una vida y que el misterio de eso que se mueve bajo las nubes somos nosotros jugando a ser inmortales.