Durante las últimas semanas, un nutrido grupo de venezolanos ha chocado en las redes para manifestar su apoyo a la reelección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Ven al candidato republicano como su gran líder porque ha dirigido una intensa campaña de presión internacional contra la dictadura de Nicolás Maduro, que abarca la aplicación de sanciones financieras y tratados internacionales sobre Venezuela, un apoyo decidido a Juan Guaidó como presidente y la acusación penal de narcotráfico contra miembros de la cúpula del régimen.
Para estos fanáticos, que igual declaran su amor por el extremismo de mandatarios como Nayib Bukele y Jair Bolsonaro o partidos políticos como Vox en España, Trump es el “único” que ha hecho algo para liberarlos de la pesadilla chavista.
En dos décadas, el liderazgo chavista ha hundido a su país en un abismo. Primero político, con una polarización extrema y el paso gradual de la democracia a la tiranía: medios censurados y activistas encarcelados y torturados. Y luego económico: seis años seguidos en recesión e hiperinflación generados por una corrupción endémica, la instalación de mafias y la caída de los precios del petróleo han generado una crisis humanitaria sin precedentes en la región y llevado a más de cinco millones de venezolanos a emigrar. He allí el origen de tanta rabia y la razón por la que estos nuevos fanáticos actúan en las redes como brigadas de choque contra los adoradores de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, de Daniel Ortega y los Castro, los fundamentalistas de la otra acera ideológica. Les importa poco o nada cualquier abuso que cometa Trump.
El chavismo, por su parte, ha fomentado desde su llegada al poder grupos armados, regulares e irregulares, que hoy dicen hacerle frente a una supuesta amenaza de “invasión gringa”, una guerra contra el imperio.
En el bando opositor también han surgido radicalistas que “exigen” una intervención militar estadounidense en Venezuela y esperan un enfrentamiento entre fuerzas armadas de ambas naciones, sobre todo después de que la Operación Gedeón, un intento de desembarco en costas venezolanas para derrocar a Maduro, fuera desarticulado por el ejército venezolano: algunos de sus protagonistas, que llegaron en pequeñas embarcaciones, fueron asesinados; otros, capturados y presentados como mercenarios.
Kevin Lamarque / Reuters
El juego, que no es juego, está trancado. Porque el odio es un aglutinador muy poderoso. No es tan preocupante que miles de venezolanos deseen que Trump sea reelecto presidente de Estados Unidos o que midan cualquier proceso político internacional a través de la realidad de Venezuela, como que normalicen el odio con sus discursos violentos y pretendan aplastar, cual pandilleros digitales, a quienes piensan diferente.
Este extremismo es tal que muchos han manifestado su deseo de que una nueva dictadura nacionalista, como la del militar conservador Marcos Pérez Jiménez (1952-1958), sustituya a la actual tiranía chavista. Si no comulgas con su visión eres chavista. O un comunista asqueroso, como Joe Biden, vaya. O, según ellos, como Twitter, que recientemente etiquetó algunos mensajes de Trump en su red como “potencialmente engañosos”. Bienvenidos al nuevo macartismo popular.
Quienes hemos vivido en procesos autoritarios sabemos que la radicalización es uno de los males más peligrosos para enfrentar a un gobierno sin respeto por las leyes ni la institucionalidad democrática. América Latina es la prueba de que la mejor ideología de los líderes autocráticos es acumular poder y perpetuarse en él, no importa que se vendan como progresistas o liberales, como indigenistas o conservadores. La dinámica que repiten los fundamentalistas de los extremos solo fortalece la imagen de sus figuras hegemónicas y debilita la democracia que dicen defender.
Aunque fascistas de cualquier tinte ideológico existen desde cuando la televisión no era siquiera una quimera, el alcance de la confrontación radical se ha expandido con las redes sociales. Esta fanaticada, alimentada de frustración y resentimiento, seguirá opinando en torno a noticias falsas e insultando al resto, igual que lo harán sus fantasmas del otro lado del espejo, aquellos que aún callan en Venezuela (o en Colombia) ante la acción despiadada del chavismo, guerrillas criminales como el Ejército de Liberación Nacional o disidentes de las Farc, por ejemplo, quienes asesinan, extorsionan y contrabandean con el oro y el combustible venezolanos.
María Gabriela Angarita / EPA
Cambiar esta realidad implica construir un sistema educativo sólido y humanista, y una idea fuerte de respeto a las diferencias y a los derechos humanos. En el escenario de debacle institucional venezolano actual esto podría tomar un par de décadas. Los líderes principales de las distintas corrientes opositoras que enfrentan a los tiranos tampoco han tenido la fuerza para impulsar un cambio real, y hoy carecen de credibilidad para llamar a la cordura y ser tomados en serio.
No es mucho lo que se puede hacer por ese lado. Pero quienes repudiamos guerras y totalitarismos —reales y virtuales— y queremos el fin de la dictadura chavista, podemos aprovechar la misma horizontalidad de las redes para denunciar y señalar a charlatanes, violentos e irresponsables. Viralicemos nuestras propias sanciones morales desde una perspectiva ciudadana, con respeto y poniendo la verdad en su sitio.
Lo primero es no amplificar contenidos violentos que reproduzcan prejuicios y agresiones. Quizás nos insulten diez o veinte desconocidos, pero eso no nos va a quitar el aliento. Y si nos envían algún mensaje intimidatorio, podemos guardarlo para una eventual denuncia formal en el futuro, sin necesidad de responderles. Segundo, promovamos la reflexión para no normalizar el odio. Ante posturas divergentes, usemos datos y argumentos. Nadie cambia de opinión porque intenten humillarlo, le escupan veneno o lo amenacen con daños físicos. Tercero y no menos importante: verifiquemos antes de compartir una información, la mentira es una gran aliada de la violencia y el caos.
Contra cualquier acto colectivo de totalitarismo, intimidación y amedrentamiento, levantemos nuestros dedos y escribamos en el teclado con claridad. No hablo de censurar o limitar la libertad de expresión ni la libertad ideológica, sino de ejercer un contrapeso a los discursos de discriminación y segregación. Se trata, en definitiva, de lograr que la verdad prevalezca sobre el fanatismo y la mentira.
Con populistas en el poder que, como Trump y Bolsonaro y Maduro y Ortega, alimentan la intolerancia y arrastran a sus troles y soldados digitales, la mejor oposición será siempre una militante cultura cívica. Y nosotros en esta comunidad virtual también somos millones. Que no es poco.
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Este artículo fue publicado originalmente en la sección de opinión de The New York Times en español.