Que no será la primera vez, ni tampoco la última, no borra el asco que produce ver a criminales que se escudan en una supuesta pasión deportiva para generar terror, como ocurrió el pasado sábado en el Estadio Corregidora en Querétaro, México, un país, igual que otros del continente americano, atravesado por el fútbol y también por la violencia de una forma estructural.
Actuaron con saña y salvajismo, lo hicieron con lo que tenían a mano: palos, tubos, barreras, armas blancas en general, sus propios puños, el odio de sus patadas. Algunos grabaron a los que estaban en el suelo ensangrentados, inconscientes, los desnudaron y les robaron sus pertenencias. Mientras lo hacían, se reían. Subieron las imágenes a las redes como si nada.
Fue muy doloroso. Perturbador. Desgarrador. No había en ellos el más mínimo gesto de compasión. Fueron sádicos y brutales. Frente al convaleciente: frialdad y disfrute. ¿Cómo habrá sido la crianza de esa gente? ¿Qué tipo de vacíos necesitan llenar para actuar de esa manera?
No quisiera deshumanizarlos, pero no puedo evitarlo porque se comportaron como bárbaros sin capacidad reflexiva, como bestias salvajes. ¿No son los únicos? ¿Los hay en otras ciudades y otros países? ¿También pasa a menudo fuera de los recintos deportivos? Sí, y ¿eso qué? Para ellos el fútbol es solamente una excusa. Hablamos de una tragedia.
Esos matones en realidad no van a ver ningún juego, no son espectadores emocionados, no están allí para alentar a sus jugadores. A ellos los alimenta la humillación ajena, tienen sed de sangre y por eso se organizan, para expulsar la ira que los mueve desde dentro sin importar si se llevan por delante la vida o el futuro de otras personas.
Hablan de defender los colores. ¿Cuáles colores? Son una aberración, homicidas en potencia que no piensan en la eterna tristeza del luto. Son los más pobres de los pobres, la peor cara de la identidad grupal: pandilleros que cazan humanos por diversión.
Deberían sentir vergüenza.
Y pensar que a miles de kilómetros se ha desatado una guerra espantosa, como todas. Y que, posiblemente, cientos de aficionados acudieron a las tribunas para evadirse un poco, para esquivar la ansiedad y el desconcierto ante tanta violencia y tanto horror, para acumular un ratito de alegría, y gritar gol, y regresar a casa abrazando a un ser querido. Espero que la justicia, si queda, logre reparar a las víctimas y a sus familiares.
Los jugadores con más visibilidad de un equipo y otro, y de otro y otro más, deberían de alzar la voz. Todos en conjunto. Haría mucho bien una campaña comunicacional contundente. Finalmente, ojalá que los encargados de brindar seguridad en estos eventos tomen cartas en el asunto e impidan que, en adelante, los monstruos de las gradas vuelvan a pisar un estadio en su puta vida.
Este texto fue publicado originalmente en Sello Cultural.